Es bien sabido que el fin del conflicto con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, (FARC) no determina la consecución de paz en nuestro país. Por el contrario, representa un comienzo muy importante de un camino para crear las condiciones necesarias y suficientes que garanticen una sociedad en paz. Y en ese camino la participación de líderes e iniciativas locales, desde los territorios, es necesaria y relevante pues son quienes conocen las necesidades, los aspectos urgentes e importantes para hablar de paz y quienes han vivido las secuelas de la guerra.
Este reportaje muestra distintas visiones que existen en los territorios sobre la paz deseada y el camino para lograrla, como una forma de dar a conocer voces ciudadanas, actores sociales y políticos en torno a la construcción de paz en Colombia. Este trabajo parte de la curiosidad por responder a cuáles son los retos y desafíos para estos líderes en las regiones, por qué son relevantes para lograr la paz y cómo pueden darse a conocer masivamente desde el periodismo.
Los ciudadanos necesitamos aprender del campo y las regiones en Colombia, ya que la paz no solo se construye desde el Estado o en las negociaciones con los actores armados para la terminación de un conflicto, sino también desde las propuestas locales. De esta manera, se puede afirmar con certeza que “la paz es territorial”.
Para esto, el reportaje hace una selección intencional y se concentra en los municipios de Granada (Antioquia), Belén de Bajirá (Chocó) y El Salado (Bolívar). Apesar de haber conocido otros ejemplos merecedores de toda la atención y dedicación, se busca contraste entre regiones y aportes desde diferentes temáticas: El Salado por su resilencia y resistencia en el proceso de retorno a su territorio; Granada por sus iniciativas de memoria y la lucha para construir paz con justicia y finalmente Belén de Bajirá como un ejemplo de paz a través de la pedagogía, en medio de una disputa política y entre grupos al margen de la ley.
Esta investigación se hace pertinente también como un instrumento al proceso de paz y a una política estructural que tiene el país para los próximos años, en la medida en que hace un mapeo desde tres regiones de Colombia e invita a abrir un nuevo diálogo con actores regionales, a través de sus historias propositivas y esperanzadoras.
La labor periodística de compartir estos saberes muchas veces invisibles y de reconocer que existen distintas perspectivas permite crear puentes entre ellas para compartir conocimiento entre distintos municipios. Y de esta manera, invertir el interés mediático por difundir la construcción de paz desde fuentes oficiales, desde políticos y figuras públicas en el proceso, sino incluyendo lo que John Paul Lederach (1998) llama como un enfoque “de abajo hacia arriba”.
Agradecimientos especiales a Gabriel Corredor, Juan Amarú Rodriguez y Eliana Vaca por sus contribuciones para dejar una huella gráfica en este trabajo. Sin sus aportes visuales este trabajo no sería posible. Igualmente, a Alejandro Ballesteros por su apoyo y guía en el desarrollo web de este proyecto y a Oscar Parra, mentor y maestro que siempre estuvo listo para aportar con su ojo crítico en la edición y construcción de esta idea. Al proyecto Pazabordo y todos sus integrantes que fueron compañía en este viaje por las hermosas regiones de Colombia.
El día en que Luis Torres regresó a El Salado (Bolívar), en los Montes de María, cumplió con la promesa hecha dos años atrás: tenía que retornar a su pueblo la misma fecha en la que salió huyendo de los paramilitares que buscaban matarlo. El 20 de febrero de 2002, entró a pie y con una bandera blanca en la mano gritó: "¡Aquí hay pueblo, nojoda!"
Se considera a sí mismo un aventurero y un amante de la vida. Aunque lo reconocen como un líder, habla con humildad de sus logros: “Es que no soy yo, somos un pueblo”, dice refiriéndose al trabajo con la comunidad.
En su casa lo acompaña su esposa, a quien conoce desde que eran niños. Su vida ahora parece muy tranquila, pero pasó por la peor época de horror. Hace más de una década lo amenazaron de muerte, sobrevivió a la masacre de su pueblo, tuvo que salir varias veces desplazado y el exilio en Europa le duró cinco años.
Después de todas las pruebas de superviviencia, su mirada de ojos pequeños y profundos demuestra optimismo y sus afirmaciones muestran el valor que ha tenido durante años para que El Salado sobreviva a la guerra, para que sea el mismo de antes. Cuando se le pregunta qué lo hace seguir viviendo, sereno y mirando fijamente, responde:
“¿Qué será lo más bonito que te ha podido pasar? Igual que a mi, la vida. Es lo que más valoro. Por eso amo tanto la vida, perderla sería un fracaso. Sé que me voy a morir pero todavíaquiero ser úti."
El pueblo que lo vió crecer algún día llegó a tener siete mil habitantes y fue considerado la capital tabacalera de la costa Caribe. En alguna época, la fertilidad de esta tierra se traducía en 10.000 plantas de tabaco sembradas y hasta doce carros cargados que salían al casco urbano para ser comercializados. Las empresas Espinosa Hermanos, Tayrona y Tabacos del Caribe representaban solo una parte de la bonanza que aquí existió.
‘Lucho’, como lo conocen, aprendió a sembrarlo, cultivarlo y a cortarlo. Trabajó en una empresa durante cinco años y después empezó a comprar su propio tabaco. Cuando tenía 25 años se fue a estudiar a Cartagena. Regresó y un día cualquiera se casó.
En este terruño de Colombia – como nombra ‘Lucho’ a su pueblo – abundaba el maíz, la yuca y el ñame. Tenían acueducto propio y energía; una escuela de primaria y una secundaria; un puesto de atención médica y más de treinta tiendas, según relata el informe El Salado. Esa guerra no era nuestra del Centro Nacional de Memoria Histórica.
En 2002, cuando este saladero decidió volver a su tierra desafiando la muerte, contra la voluntad de su esposa e hijas, no encontró sino el recuerdo de lo que quedaba: casas deterioradas y cubiertas de maleza. A El Salado lo desintegró la sevicia paramilitar y la complicidad estatal. Y sin embargo, la valentía y resistencia de sus habitantes nunca se perdió. Supieron volver las veces necesarias para reconstruir su pueblo, su vida y la paz que les arrebataron.
El día del retorno reunió a varios saladeros en el casco urbano del Carmen de Bolívar, municipio al cual pertenece El Salado y donde había llegado más de la mitad de la población desplazada. La gente le decía ‘así nos maten a plomo en El Salado pero no nos morimos de hambre en la ciudad, ni nos prostituimos’. Eso, le encogió el corazón y le puso los pelos de punta. Incluso hoy, cuando recuerda.
“Ahí dije: ‘me muero, nojoda, pero no desisto de volver”, afirma 'Lucho'.
La población se desplazó forzosamente hasta que El Salado se conviertió un pueblo fantasma. Y como ellos, 102.443 personas también migraron a la fuerza durante el 2000, en el departamento de Bolívar. Después de Antioquia, es el segundo del país con la mayor cifra de desplazamiento, según el Registro Único de Víctimas (RUV).
Entre el 20 y 29 de febrero de 2000, hubo un éxodo masivo de 600 familias que buscaron protección y abrigo en iglesias, albergues temporales y colegios de los municipios de El Carmen de Bolívar, Turbaco, Arjona y Ovejas, y en ciudades cercanas como Cartagena, Sincelejo y Barranquilla.
“Nadie quería que estuviéramos aquí y nos hacían la vida imposible”, dice ‘Lucho’ cuando hablamos de la época en que se intensificó el conflicto.
Las autoridades municipales, departamentales y militares les decían que no podían garantizar la seguridad, ante su deseo de regresar en 2001. Argumentaban que las FARC y el ELN tenían la intención de realizar un paro armado indefinido y que por la disputa de los grupos armados era demasiado arriesgado volver.
Pero eso no fue un impedimento para comenzar el proceso de retorno. La población de El Salado estaba dispuesta a todo para poner los pies y las manos en su tierra. Desde noviembre de 2001, la reconstrucción empezó con jornadas de limpieza y deshierbe en las calles y casas que aún seguían erguidas después de la masacre.
Retornar implicaba también reorganizarse. Por eso, en 2001, Luis Torres fundó la Asociación de Desplazados del Salado Bolívar (ASODESBOL) y organizaron a los habitantes del pueblo por comités, con la intención de delegar responsabilidades. Ahora, la organización tiene capítulos en Cartagena, Sincelejo, Barranquilla y El Carmen de Bolívar.
“Yo digo que la necesidad es la madre de la recursividad. Cuando uno tiene la inmensas necesidades se vuelve recursivo. Por ejemplo, creamos la minga, compartimos las ollas comunitarias, compartimos el trabajo, nos cuidamos unos a los otros, creamos fondos de donde no teníamos nada. Y llegamos a tener un capital humano muy valioso”, cuenta.
Hay familias que lo perdieron todo y que tampoco tienen recursos en la ciudades, motivo por el cual no han retornado. Por eso, ‘Lucho’ explica que una de las primeras ideas, recién retornaron, fue crear un fondo rotatorio para que los recién llegados pudieran tener un colchón económico durante algunos meses.
“Nosotros teníamos unos dineros de proyectos y premios que nos habíamos ganado. Llegamos a tener ochenta y pico de millones pero sabíamos que no podíamos regalar nada.”, explica ‘Lucho’.
Aunque hubo ayudas alimentarias, el acompañamiento en los proceso de retorno fue precario. Lo dice un informe del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), en el que afirma que entre agosto de 2002 y marzo de 2010, en El Carmen de Bolívar, San Jacinto, Ovejas y San Onofre (Sucre), 4.439 personas fueron acompañadas en procesos de retorno, una cifra que representa menos del 10% de las personas que fueron desplazadas entre el 2002 y el 2009.
Los kits de seguridad alimentaria, con pollo de engorde, gallinas ponedoras, semillas y herramientas también fueron insuficientes. El informe de la Defensoría del Pueblo, sobre el Proceso de Retorno de la Población Desplazada del Corregimiento El Salado - Bolívar pone en manifiesto detalles, que parecerían insignificantes, pero que muestran la ineficiencia y el poco cuidado que muchas veces hay para atender a población víctima del conflicto. “De los 6.319 pollos entregados, 947 llegaron muertos y otros tantos murieron posteriormente, debido a la falta de alimento y de vacunas (no incluidas en los kits). La semilla de fríjol entregada era de una variedad andina, razón por la cual no hubo producción y no se logró el objetivo de contribuir a la seguridad alimentaria de la población retornada”, afirma el informe.
A julio de 2002, unos meses después de que ‘Lucho’ retornara, vivían en el pueblo apenas 780 personas.
“Luego del retorno, empezamos a trabajar uno para todos y todos para uno. Pero, eso sí, dijimos que no queríamos a ningún actor armado aquí”, cuenta mientras el vallenato de las calles se cuela en la conversación.
La región de los Montes de María, donde está ubicado el corregimiento de El Salado y el Carmen de Bolívar, ha sido un lugar de interés estratégico y sobretodo de poca presencia institucional, dos condiciones que permitieron la llegada de grupos paramilitares y guerrilleros. En consecuencia, los habitantes de El Salado y otros corregimientos de la zona fueron víctimas de extorsiones, amenazas, señalamientos y asesinatos.
A la zona llegaron dos frentes de las FARC y uno del ELN: el frentes 35 en los municipios de los Montes de María del departamento de Sucre, el 37 en el departamento de Bolívar y el Jaime Bateman Cayón del Eln.
Luego también hicieron presencia militares del Batallón de Infantería de Marina No. 5, así como los Batallones de Contraguerrilla de Infantería de Marina No. 31, No. 33 y policias.
Como en muchas zonas de Colombia, los Montes de María empezaron a ser una zona desempolvada y sacada del olvido debido a intereses estratégicos para ciertos grupos. Las FARC movidas por controlar las rutas de los Montes de María que les permitían el contrabando de armas. Los narcotraficantes atraídos por una ruta más fácil para movilizar cocaína. Y en el medio los paramilitares, atacando por un lado, armando alianzas por el otro.
El informe del CNMH explica porqué el Carmen de Bolívar, el municipio del cual hace parte El Salado, era la joya de la corona, el botín que todos querían obtener. Allí había recursos y el desarrollo mínimo para la logística de la guerra. Pero además, era el nudo entre varias arterias viales que conectan con el río Magdalena, la Troncal de Occidente y el golfo de Morrosquillo. Es decir, tenía salida hacia el oriente, hacia el sur y el occidente. Irónicamente, El Salado era apetecido por sus aguas y por su ubicación estratégica para los ataques al corazón de los Montes de María.
La presencia de las FARC en este corregimiento hizo que la población salaera fuese señalada como colaboradora de la guerrilla, por parte de grupos de autodefensas. Como lo indica un informe de la Defensoría del Pueblo, publicado en 2002, “durante años, el corregimiento El Salado fue para las FARC su principal fuente de abastecimiento, y en muchas ocasiones, punto de encuentro para la planeación y ejecución de actividades ilícitas”. Pedían vacunas, secuestraban y hostigaban a los pocos policías de la zona. Hasta que un día, según el portal Semana.com, vino un helicóptero y se llevó para siempre a los agentes, dejando el pueblo desprotegido y expuesto a su suerte.
La Compañía Palenque del frente 37, que actuaba especialmente en El Salado y en los municipios de Zambrano y Córdoba, se encargaba de la consecución de medios de financiamiento y el reclutamiento.
Las décadas de los 90 y del 2000 estuvieron marcadas por la presencia paramilitar: primero el frente Rito Antonio Ochoa que luego fue absorbido por el Bloque Héroes de Montes de María, un nombre mal colocado frente a todos los horrores que cometían. Luego la llegada de las autodenominadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), entre 1998 y 2002, época en la que existió un pico de violencia en el departamento de Bolívar. Desde el inicio de su incursión al municipio y hasta finales del año 2000, las autodefensas fueron responsables de diez masacres.
Aparte de instaurar el terror para obtener control, desplazaron forzosamente a la población. La estrategia paramilitar era dejar la mayor cantidad de pueblo vacíos para acaparar la tierra de los usurpados propietarios y controlar las rutas de narcotráfico. Las cifras del Observatorio de Derechos Humanos mencionadas en el informe del CNMH evidencian esta realidad. En él se afirma que en el 2009, en el Carmen de Bolívar – donde cerca de un tercio de la población se desplazó – sólo "siete de los diecisiete corregimientos con que cuenta el municipio estaban habitados y en siete municipios de la región había 42 veredas completamente vacías".
La época de terror fue marcada, primero, por la masacre de 1997 a manos de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). El temor infundido por el asesinato de cuatro saladinos generó el desplazamiento de gran parte de la población. Acabaron con la vida de Doris Mariela Torres, José Esteban Domínguez y de su hijo; desaparecieron forzadamente a Álvaro Pérez, entonces presidente de la Junta de Acción Comunal.
Y sin embargo, tres meses después, varios saladeros decidieron retornar a su pueblo y resistir.
Luego, vinieron los días de crueldad extrema en la masacre del 2000, una fecha en la que toda Colombia puso los ojos en este pueblo. Tristemente, como decía el periodista y gran cronista Alberto Salcedo Ramos, “el terrorismo hace que quienes todavía seguimos vivos, pongamos los ojos más allá del mundillo que nos tocó en suerte.”
La masacre fue planeada por los jefes paramilitares del Bloque Norte Salvatore Mancuso y Rodrigo Tovar Pupo, alias “Jorge 40” y por John Henao, alias “H2”, quién seguía órdenes de Carlos Castaño, el jefe máximo de las AUC. En esa ocasión, más de 300 paramilitares entraron por tres puntos y atacaron el corregimiento, acabando con la vida de 60 personas, en su mayoría jóvenes entre los 18 y 35 años. Los acusaban de ser colaboradores de las FARC.
Como se explica en el informe del CNMH, la estigmatización como pueblo guerrillero supuso que las autodefensas los identificaran con el enemigo, algo que para los paramilitares funcionaba como “una licencia para matar, rematar y contramatar”, según las palabras de la antropóloga María Victoria Uribe.
El día de la masacre saquearon las tiendas, entraron abruptamente a las casas de los saladeros y los obligaron a caminar hasta la cancha del pueblo para quitarles la vida. De esos hechos sanguinarios, entre el 16 y el 21 de febrero de 2000, hay un informe de 334 páginas realizado por el Centro Nacional de Memoria Histórica. Se lee sin parpadear y tomando largas bocanadas de aire. Para narrar esos cinco días de terror se necesita valor.
“Aquí hicieron una lista so pretexto de ser gente colaboradora de la subversión. Pero, profundicemos un poco y hagamos una análisis sobre eso. ¿Una niña de 7 años puede ser colaboradora de la guerrilla? ¡No colabora ni para ella!”, cuenta ‘Lucho’ indignado.
La niña era Helen Margarita Arrieta, quien salió huyendo, acompañada de la señora Pura Chamorro, cuando los paramilitares entraron a su casa. A las dos las encontraron muertas en el monte, donde se escondieron durante tres días sin agua ni comida, esperando salvar sus vidas.
En la casa de la niña Helen se quedó su hermana, Neivis Arrieta, a quien los paramilitares asesinaron, acusada de ser la novia de un comandante guerrillero. Ser mujer con sospechas de vínculos con la guerrilla fue la sentencia para atacarla brutalmente y vulnerarla sexualmente.
Una acusación similar recibió Margoth Fernández, a quien asesinaron porque presuntamente dos de sus hijos eran guerrilleros. En su casa los paramilitares encerraron niños y mujeres. Y en su finca vivía Israel Ochoa Sánchez a quien los paramilitares calcinaron, dejando sus restos a los alrededores del pueblo.
Margoth, buscando resistir y forcejeando a sus victimarios, fue golpeada en el abdomen y asesinada con la bayoneta de un fusil. Así, también asesinaron a la señora Francisca Cabrera de Paternina.
Atacar el abdomen era intencional. Según cuenta el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, este era también un ataque simbólico a la reproducción del ‘enemigo'. En él se explica que golpear a las mujeres con palos en el abdomen era “golpear el vientre que representa social y simbólicamente el recipiente de la vida”.
El esposo de Margoth se llamaba Néstor Tapia Arias. Fue llevado a la cancha, señalado al azar a través de un sorteo y luego asesinado. También acabaron con la vida de su hermano, José Manuel Tapias, por intentar correr para salvarse, cuando caminaba hacia la plaza, el 19 de febrero. Varios días después de la masacre, a los tres los tuvieron que enterrar en la misma fosa, al lado de Víctor Rafael Arias, asesinado por esconderse en el monte. Durante los primeros días, los paramilitares no permitieron que los cuerpos de las víctimas fueran sepultados.
Al igual que el señor Néstor Tapia, Justiniano Pedroza y Enrique Medina Rico fueron asesinados con disparos en la cancha del pueblo. Medina Rico, de 60 años, fue acusado de tener en su casa carne de ganado robado.
No importaba la manera, los paramilitares con ínfulas de carniceros querían que la gente “hablara” y señalara quién era guerrillero, incluso si eso implicaba acabar con todo el pueblo.
Como una lista de posibles víctimas no era suficiente, también hicieron un “sorteo” en el que obligaron a la población a enumerarse. Quien tuviera el número era asesinado. Así, murieron Desiderio Francisco Lambraño Salcedo, Pedro Torres Montes y Ermides Cohen Redondo. El primo de este último, Emiro Cohen, era exconcejal. Fue torturado y estrangulado con cuerdas jaladas por extremos, una práctica sanguinaria y bárbara, como muchas otras, propias de las filas paramilitares. No en vano, los conocían como los “mochacabezas.”
La misma situación la vivieron Óscar Meza Torres y Rosmira Torres, una madre comunitaria del pueblo. Su hijo Luis Pablo Redondo era el presidente de la Junta de Acción Comunal.
El informe de Amnistía Internacional Colombia Cuerpos marcados, crímenes silenciados indica que esta fue una masacre anunciada. Algunas organizaciones sociales habían alertado con antelación a las autoridades sobre un posible ataque a El Salado y estas no hicieron nada para proteger a la población. “Según testimonios, el operativo paramilitar contó con el apoyo de las tropas del Batallón de Fusileros de Infantería de Marina, Bafim número 5. Al parecer, durante los tres días que duró la masacre, helicópteros con distintivos militares sobrevolaron la zona y efectuaron disparos de ametralladora sobre la población, en los techos de cuyas casas se encontraron marcas de proyectiles”, afirma el informe.
El primero de marzo de 2000, Carlos Castaño, jefe máximo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), habló ante las cámaras de televisión y en una entrevista con el periodista Darío Arizmendi dijo sin titubear: “Yo lamento que situaciones como esta se presenten pero, ante todo, creo que se está evitando un mal mayor. Difícil que el país las entienda, no tienen aceptación de ninguna manera. Pero yo creo que las cosas que se impiden, a largo plazo, son muchísimas”.
Por estos hechos condenaron apenas a 15 paramilitares, el 28 de febrero del 2003.
Hablar de esta masacre también implica mencionar la complicidad entre el Estado, militares y ganaderos, así como las fallas en los procesos judiciales para lograr una verdadera justicia.
Según cuenta el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, la Compañía de Contraguerrillas Orca de la Infantería de Marina entró a El Salado hasta el día 19 de febrero, a las 6 de la tarde. Demasiado tarde. Lo mismo pasó con los dos funcionarios del CTI quienes solo pudieron visitar el pueblo por primera vez a los tres días de la masacre, el 21 de febrero. Entraron en un helicóptero de la Policía Nacional y ese día solo les fue permitido estar unas horas pues debían usar el mismo medio para regresar.
Cuando llegaron, encontraron alteraciones en el lugar de los hechos. Algunos muertos habían sido enterrados. Por un lado, la población actúo por temor a una epidemia y por creencias religiosas y por el otro militares procedieron a abrir fosas comunes. El informe afirma que “en relación con estos cuerpos, no se practicaron autopsias, hubo manipulación de los mismos, y además se perdieron otras pruebas relacionadas con la forma como fueron asesinadas esas víctimas, toda vez que no pudo ser investigado exhaustivamente el escenario donde ocurrieron los crímenes.”
Aunque, en los días posteriores se pudieron realizar 31 exhumaciones, el Centro de Memoria es enfático en afirmar que existieron fallas para que fuera una investigación seria y exhaustiva.
Hasta el momento, solo hay un militar de alto rango condenado: el Capitán de Corbeta Héctor Pita Vásquez, pese a que exjefes paramilitares como Salvatore Mancuso, Jhon Jairo Esquivel Cuadrado, alias 'el Tigre' y Uber Enrique Bánquez Martínez, alias 'Juancho Dique', confesaron que militares, políticos y ganaderos fueron cómplices en esos crímenes.
Luis Torres tuvo la oportunidad de preguntarle a Mancuso a través de una teleconferencia por las víctimas de la masacre. De la conversación recuerda unas preguntas muy puntuales.
- ¿Ustedes cogieron guerrilleros?, le preguntó ‘Lucho’.
- Sí, le dijeron.
- ¿A quién?, preguntó el.
- No, no sabemos a nosotros nos mandaron a combatir los que eran guerrilleros.
- ¿Qué arma decomisaron?
- Ninguna.
“Entonces yo pienso, ¿qué le decomisaron a la niña de 7 años?”, afirma luego con indignación mientras conversamos.
Hasta 2013 se hizo exhumación de las fosas comunes donde los saladeros tuvieron que enterrar a sus familiares, en avanzado estado de descomposición, el día de la masacre. Y entre el 2 y 5 de julio de 2015 fueron entregados 9 de las 12 víctimas por parte de la Fiscalía, según un video de la Unidad de Víctimas.
“Un coronel me llegó a amenazar”, cuenta ‘Lucho’, mientras conversa en uno de los pocos restaurantes que hay en El Salado.
En la iglesia, frente a todo el pueblo, los insultaron. Les dijeron que en el día eran campesinos pero en la noche guerrilleros: lobos disfrazado de ovejas. Luis recuerda en detalle la conversación que tuvo con el militar:
- Yo soy Luis Torres, soy habitante de aquí. Respeten que somos una población civil haciendo resistencia.
- Yo lo conozco, le dijo el coronel.
- Me place que me conozca pero yo a usted no lo conozco.
- ¿Tiene miedo?
- Por supuesto que sufro de miedo. Y si usted no sufre de miedo es anormal. Yo no tengo ni un alfiler en los bolsillos. Mire qué diferencia hay entre usted y yo. Al uniforme le tengo respeto, al fusil le tengo miedo.
“Me fui con una rabia la hijuemadre. Y un día me llegó a decir que los que estábamos aquí teníamos que salir caminando o con los pies por delante”, cuenta este saladero.
Esos momentos de tensión empezaron desde 2002, cuando el Gobierno Nacional declaró el estado de conmoción interior en toda Colombia. Es decir, el país estaba ante un momento de perturbación del orden público, que ponía en riesgo la estabilidad y seguridad del Estado. Para ese entonces, Álvaro Uribe llevaba 96 horas como Presidente de la República.
Como parte de las nuevas medidas, se crearon las primeras Zonas de Rehabilitación y Consolidación donde la fuerza pública buscaba proteger a la población civil, en medio del caos y las disputas entre grupos armados en distintas zonas del país. La región de los Montes de María comenzó entonces a estar custodiada bajo la presencia militar, específicamente por la Infantería de Marina. Varios municipios de Bolívar, entre ellos el Carmen de Bolívar incrementaron su pie de fuerza con más policías y soldados en los cascos urbanos.
Las extremas medidas de vigilancia y seguridad incluían toques de queda, retenes militares, permisos especiales y horarios determinados para que los pobladores se movieran por el pueblo. Las comunicaciones podían ser interceptadas e incluso se planteaba hacer inspecciones domiciliarias sin autorización judicial, con la intención de buscar pruebas. Como si no fuera suficiente, también podían hacer retenciones durante 24 horas, para verificar la identidad de cualquier persona que no portara su documento de identificación.
Sin embargo, la Corte Constitucional, luego de una extensa revisión de la norma, declaró que varios temas iban en contra de la Constitución, entre ellos la captura y la inspección o registro domiciliario sin autorización judicial. Sobre las capturas, la Corte fue clara en exigir, con absoluta claridad, la existencia de pruebas.
Lucho cuenta que del año 2003 al 2006 fue una época terrible, en la que se puso otra cifra de muertes de las personas que habían retornado a El Salado.
“Asesinaron a varios en la vía, hubo encarcelamiento y detenciones arbitrarias. Llegó un momento en el que el pueblo dijo que se iba a desplazar, si no quitaban la base militar que estaba dentro del pueblo. Eso nos ponía en carne de cañón y por eso empezó mi pelea con los militares”, cuenta.
En esa época terrible de la que habla ‘Lucho’ hubo asesinatos selectivos, secuestros, explosiones, combates, atentados y amenazas contra funcionarios públicos, en la región de los Montes de María. Según una nota publicada en el diario El Tiempo, en 2003, 13 de los 15 concejales de El Carmen de Bolívar, habían renunciado por presión de las FARC.
Un reporte de la Plataforma de Organizaciones de Desarrollo Europeas en Colombia (PODEC), menciona cómo los operativos militares en la región de los Montes de María generaron agresiones contra la población, denunciadas en distintas movilizaciones. “Miles de personas protestaron contra los permanentes atropellos que vienen realizando miembros del Ejército, la Infantería de Marina, la Policía y los organismos de seguridad del Estado y se pidió una mayor presencia social del Estado”, afirma el reporte.
El 11 de marzo de 2006, una nota publicada en El Tiempo, daba a conocer afirmaciones del Defensor del Pueblo en las que denunciaba la detención de 16 saladeros - que luego fueron dejados en libertad - por “supuesta rebelión”, lo cual había generado más desplazamientos y temor entre las 150 familias que habían retornado.
A ‘Lucho’ también lo metieron a la cárcel. Pasó dos meses y veintidós días, un número que recuerda sin titubear. Pudo demostrar su inocencia y con el apoyo de la comunidad de El Salado y de algunas relaciones internacionales que tenía, quedó libre. “Me hicieron un montaje. Le pagaron 450.000 pesos a un muchacho pa’ que dijera que por culpa mía habían mandado a matar a un señor, cuando a ese señor no le había pasado ni un aruño”, cuenta.
No se podía quedar en su pueblo, por las fuertes amenazas que incluso llegaron a su familia. A una de sus hijas la subieron en una moto y amenazaron con matarla. A la otra la hostigaban por teléfono. La libertad le costó algo mayor: su exilio.
Primero tuvo que migrar a Cartagena. Lo siguieron amenazando. Tuvo que irse para Bogotá. Hubo más intimidaciones. La solución fue cruzar el charco y salir del país, rumbo a Asturias, en España. “Un día me dijo la gente de Amnistía Internacional ‘Lucho no te vayas para Colombia, te van a matar. Quédate. Te mandamos a buscar a tu familia’. Yo les dije que regresaba. Y volví al Salado. Pero al tiempo me arreglaron la documentación para mi familia y me fui del pueblo nuevamente”, narra.
El pasaporte de Luis está colmado de sellos. En cinco años, tuvo que poner los pies en Ginebra, Amsterdam, Asturias, Madrid, Valencia y Alicante. Todas, estadías a la fuerza. La violencia paramilitar lo obligó dejar la vida que ya había construído en este pedacito de Colombia.
Mientras recorríamos la calle principal del pueblo, su voz empezó a acompañar la vista. En su exilio compuso una canción y la nombró 18 de febrero.
Cuando salió del programa de protección en Europa, pudo trabajar en una empresa agrícola con su familia. Apenas vio la oportunidad, empezó a ser parte del sindicato. Pero no tardó mucho en darse cuenta que allá todo estaba hecho.
Al poco tiempo fue invitado a la conmemoración de los diez años de la masacre. Apesar de que no le permitían regresar a su tierra porque aún no había cumplido cinco años en España y podía perder el asilo, logró que Amnistía le gestionara un permiso y un acompañante.
“¡Juemadre! Cuando llegué aquí se me ablandó el corazón. Yo dije, ‘no me voy más, me quedo aquí’”, dice Torres emocionado.
Esa visita solo pudo durar veintidós días. Dos españoles lo acompañaron de regreso a su lejana vida. Sin embargo, no resistió mucho tiempo al clima y a la soledad. Pidió retorno voluntario y el primer día del año 2011 ‘Lucho’ puso los pies para quedarse definitivamente en El Salado. La cuarta era la vencida. Por fin logró volver a echar raíz en su tierra, en su hogar.
Cuando sale de su casa, ‘Lucho’ se toma el tiempo de saludar en cada cuadra a sus vecinos. Camina sin afán por las vías despavimentadas de tierra seca. En una de las calles, decide hacer una pausa para describir lo que ve en ese momento:
"Estamos viendo un nuevo Salado, después de catorce años de haber retornado y de hacer por nuestros propios esfuerzos la reconstrucción de un pueblo que fue vilmente arrasado por el conflicto y los actores armados", narra.
La población joven, que en varios casos ha desertado de oficios naturales del campo, tiene una nueva responsabilidad de lograr que su pueblo permanezca. Muchos de ellos, tuvieron que salir pequeños y regresaron con edades entre los 15 y 25 años, algunos incluso con una nueva familia y costumbres distintas. Por eso, hay una necesidad enorme de profesionalizar el campo para que a la juventud le apetezca volver.
“Ya no quieren volver al campo. Ahora quieren ser policía, mototaxista o entonces otras cosas. La ciudad le causó un daño profundo al que se fue: desintegración del núcleo familiar, rompimiento de tejido social. Los contaminó", cuenta Torres.
Una de las tradiciones y profesiones que aún permanece, y sin embargo está en riesgo de quedar en el olvido, es la de la producción tabacalera. Algunos productores de El Salado cuentan lo difícil que es vivir ahora de este trabajo. La tradición se pierde porque no es un oficio rentable. Pierden tiempo, plata, esfuerzo y trabajo. “Hasta que ese precio no llegue a compensar los gastos y dé un poquito de utilidad, no funciona”, cuenta un habitante. “Si fuera una venta directa, de productor a empresario, ahí sí pare de contar. Ahí se reducirían los gastos”, explica.
En épocas de bonanza, cuando llovía, la tierra se transformaba en una masa densa, de color terracota. Tenían que sacar del pueblo más de doscientos kilos y la única máquina que lograba balancear ese peso entre el lodo era "La Powe", un campero antiguo.
Hoy para hacer tabacos se requiere una cadena de personas con labores especializadas que ya no se realizan en el pueblo. Primero, quien lo siembra, el cultivador o productor. Después el intermediario, más conocido como el “corredor” y de ahí en adelante, la empresa que lo recibe, lo procesa y otro que finalmente lo exporta. Ahora, las cooperativas que distribuyen están en el Carmen de Bolívar, en Ovejas y Cartagena.
En la famosa ciudad amurallada se ubican también los centros de acopio donde pesan el tabaco y lo prensan. De allí, las mujeres se lo echan al hombro para clasificarlo. Luego, lo empacan y lo llevan rumbo a los muelles.
Doña Inés Torres enrolla y arma los tabacos con esmero. Cada uno lo vende en cien pesos. Casi regalado. A veces, cuando está sola, le gusta fumar para evitar que la arrulle el sueño. Tiene más de 80 años pero eso no le impide seguir produciendo y venderle a los que van a trabajar en el campo.
“Yo soy tía de Lucho Torres. Él es muy buena persona”, dice con ternura, mientras selecciona algunas hojas secas amontonadas en la mesa de su cocina.
Inés explica que el color de la hoja de tabaco indica si es el momento indicado de cortarlas. Y aclara una ecuación básica para producir: si se establece que los cortes son los lunes, entonces cada lunes hay que quitarle tantas hojas, a tantas matas.
Otro de los proyectos que hay en El Salado es La Granja Experimental, un espacio donde los alumnos de décimo y once pueden hacer sus prácticas. Allí hay cultivos de yuca, de moringa, flor de jamaica y limonaria. También producen pasto para hacer ensilaje, pasto de corte y algunos carneros.
“El 20% es de la granja. Y el resto es del señor que cultiva ahí. La flor de moringa, por ejemplo, se la estamos vendiendo a un hotel en Cartagena”, explica ‘Lucho’.
En 2008, la comunidad de El Salado hizo un acuerdo con Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación para convertirse en un piloto de reparación colectiva. Como resultado se creó el Plan de Reparación Colectiva con el cual se ha buscado garantizar el derecho a la educación, el acceso a los servicios de salud integral; mejorar los servicios públicos; fortalecer las organizaciones del corregimiento, entre esas ASODESBOL, la organización fundada por ‘Lucho’; la restitución de las redes productivas, comerciales y económicas de la comunidad; un programa de dignificación de las víctimas para lograr la verdad colectiva, y la memoria. Finalmente, el plan incluye una de las partes más importantes: las garantías para ejercicio de los derechos de verdad, justicia y garantías de no repetición.
Pero fuera del papel, hay un aspecto necesario para que todo esto funcione: la voluntad institucional para garantizar que estos hechos no se repitan. En este documento, se mencionan varios temas: promover el diseño de pactos políticos que reconozcan lo que pasó y hagan el compromiso de que nunca más puede volver a suceder, por un lado. Y por el otro, involucrar “de manera contundente” a la institucionalidad local, regional y nacional.
Aunque en el documento se afirma que, a partir del 2010, se discutieron medidas para reparar los daños que sufrió la comunidad – pérdida de redes productivas, comerciales y económicas, daño de la infraestructura de servicios de acueducto y energía eléctrica así como a la educación; daño a las organizaciones sociales, al buen nombre, la dignidad de las víctimas – al visitar El Salado es de reconocer la labor de la población para lograr su propia paz.
“Lo más importante es el respeto mutuo. Colombia tiene oportunidades pero han querido privatizar lo que debe ser de muchos para unos cuantos. Y eso trae guerra”, dice Samuel, un saladero de 66 años, conocido en el pueblo por sus composiciones y sus décimas.
La Fundación Semana ha participado con la gestión de proyectos que garantizan algunos derechos y mejoraran la infraestructura de El Salado. Pero al comienzo hubo resistencia. Los saladeros estaba abiertos a las ayudas pero tenían muy claro que debían tener la potestad de elegir y participar en esos procesos.
Claudia García, directora de la Fundación Semana explica que cuando llegaron al Salado se encontraron frente a una comunidad, inteligente, resistente, luchadora que tenía perfectamente claro el desarrollo que querían para su pueblo.
“Ahí entendimos que nuestro papel era ver qué hilos sueltos podríamos ayudar a juntar, qué podíamos empujar y cuál era nuestro papel acompañando a esa comunidad pero no interviniendola” cuenta en un video.
Hay una explicación para esta resistencia. Según ‘Lucho’ la comunidad de El Salado, es una comunidad difícil. Difícil porque no traga entero, porque no se deja someter fácilmente. Es poco probable hacer una obra sin el consentimiento de la comunidad, sin socializar cualquier proyecto.
“Aquí no se imponen las cosas. Este fue un pueblo totalmente apartado de la urbe, un pueblo desconocido. Las personas no conocen el antes: un pueblo que marginaron, víctimizaron y después revictimización. Que fueron víctimas de todo y cada uno de los actores. Que se perdió la confianza y cuando eso se pierde es lo último que la gente puede hacer. Pero eso tiene un por qué, porque los engañaron. Hubieron promesas inclumplidas y derechos insatiesfechos”, explica.
En un extremo del pueblo están ubicadas algunas de las casas donadas por el gobierno dentro del programa de las 100.000 viviendas entregadas a aquellos que viven en situación de extrema pobreza y no pueden acceder a un crédito para obtener su vivienda. En El Salado se entregó la última de este proyecto, la número 100.000. Igualmente se han realizado proyectos para mejorar la condiciones de las viviendas con apoyo de las Naciones Unidas.
La vía que conecta el pueblo con el Carmen de Bolívar, la ciudad más cercana y capital del departamento, fue pavimentada por Argos, la principal cementera del país, con quien la comunidad ha tenido una relación agridulce. En 2010, la empresa compró tierras, ubicadas en El Salado, a un empresario antioqueño, la cuales eran originalmente de campesinos desplazados por la violencia. Esto con la intención de generar proyectos forestales de teca.
En consecuencia, varios campesinos de la región de Montes de María han reclamado sus tierras al punto en que la Corte Constitucional obligó a la empresa a retornar algunas hectáreas. Recientemente donaron 6.600 hectáreas para el posconflicto.
La paz en El Salado se traduce también en un retorno digno. Después de tener que huir para sobrevivir, muchos perdieron su tierra, sus casas y cosechas. Ahora, Luis quiere enfocar todos sus esfuerzos para devolverle las oportunidades a los demás habitantes.
El pueblo y la memoria de lo que pasó no se ha perdido gracias a la determinación y “berraquera” de sus habitantes y líderes. Aunque aún faltan avances para lograr que los saladeros vivan con condiciones dignas, tengan acceso a un acueducto, servicios de salud y proyectos productivos, el tejido social y la resistencia de su comunidad es un ejemplo de paz para el mundo.
Recuperar sus raíces y darle vida a todo lo que existe aquí les ha implicado organizarse, determinar qué rumbo quieren con su comunidad, reconocerse nuevamente y sobretodo gestionar alianzas y manos que ayuden a resurgir de las cenizas.
“La fuerza todavía no me falla, la voluntad todavia la tengo. Y cuando eso se me apague, pues me apartaré. Yo digo hasta que el tiempo me alcance y la vida me llegue”, concluye ‘Lucho’.
Tan pronto terminaba de estudiar, Elba Sánchez salía corriendo para su casa, en Riosucio (Chocó), con la ilusión de volverse profesora el resto de día. Su abuelo Juan Bejarano, un carpintero y sastre, hijo de una española y un chocoano, le había adaptado uno de los cuartos del segundo piso como salón de clases. Le fabricó su propio tablero de tiza, una mesa y algunas sillas para sus estudiantes invitados. La escena infantil se ha repetido durante toda su vida. Ya no son sus amigos de 8 años los que juegan a la maestra con ella. Ahora Elba gasta tiza hablando de paz con sus estudiantes de Belén de Bajirá.
Lleva la mitad de su vida en este pueblo pequeño, ubicado en el corazón de la disputa entre los departamentos de Chocó y Antioquia. Aunque se presenta como chocoana, prefiere pensar que no es parte de una guerra para dividir a la comunidad. Al contrario, afirma que al final trabaja por todos los bajirenses.
Sus veintiocho horas de clases semanales las reparte entre Ciencias Sociales, Filosofía, Economía y lo que ella llama Cátedra para la Paz. Pero su misión más importante con los jóvenes es formarlos para que aprendan a tener sentido de pertenencia en una región donde la guerra aún se mantiene, donde la política genera divisiones, donde la corrupción desvaneció el desarrollo de la población.
Cada año, jóvenes líderes de toda la región del Urabá chocoano llegan como pueden, con ayuda de los rectores de cada colegio o los alcaldes, al Encuentro de Personeros y Contralores estudiantiles, organizado por el colegio la Unión de Belén de Bajirá, donde Elba trabaja. Vienen de Bojayá, Carmen del Darién, Riosucio, Unguía y Acandí para simular e imaginar, durante algunos días, que son los funcionarios públicos ideales: una especie escasa en este país. Ingenian proyectos y aprenden a ser líderes y a buscar recursos que puedan darle un giro a su vida. Algo que Elba resume en pocas palabras cómo “aprender de la cultura para la legalidad”.
“Para ninguno de nosotros es un secreto que el Chocó tiene serios problemas con la gobernabilidad por la corrupción que ha habido. Creemos que los recursos públicos son nuestros. Entonces, estamos formando a los jóvenes para que aprendan a ser respetuosos con lo público”, explica esta maestra.
El mayor reto está en canalizar recursos para que el Encuentro suceda y se vuelva continuo. Por un lado, no se le da la atención debida. Por el otro, los esfuerzos por organizar una Red de Personeros Contralores Estudiantiles de distintos municipios se han frustrado por la falta de internet o servicios virtuales para hacer videoconferencias en las instituciones del Bajo Atrato. Irónico, en un país que se enorgullece del acceso que ofrece a su población rural –6.885 kioscos Vive Digital en zonas rurales–. “Eso también ha dificultado hacer el acompañamiento y seguimiento a cada institución”, explica Elba.
El contraste entre la palabra ‘legal’ y la realidad en Belén de Bajirá es evidente. Basta caminar unas pocas calles para notar que aquí las personas miran con desconfianza. Las rejas, manchadas con grafitis rojo, negro, de cualquier color, tienen las tres letras de la evolución de la guerra: AGC, Autodefensas Gaitanistas de Colombia. De día las calles se llenan de motos, personas caminando y un abrumador número de misceláneas. En las noches se convierte en un pueblo fantasma. Los bares y restaurantes no pasan de las 10:00 p.m. Aquí hay mucho miedo.
Pero de eso nadie habla en los medios de comunicación. Belén de Bajirá solo es importante si sus límites generan controversias.
Ser líder y afrontar este tipo de situaciones implica ir muchas veces por la sombrita, sin hacerse notar, para no poner enn riesgo su vida. Desde su labor como docente Elba busca espacios de trabajo con sus estudiantes de bachillerato para hablar de democracia, de participación, de liderazgo. Y, sobretodo, de lo que significa tener derechos en un país donde muchas veces la Constitución parece más un libro de ficción.
Cuando hay alguna situación que afecta a la comunidad, Elba se expresa. Pero protestar no siempre es una opción. Sin una comunidad segura para hablar, la gente prefiere ser indiferente a los problemas.
“Yo no concibo que la gente se quede callada, que alguien me diga a qué hora me debo acostar o que me amenace por hablar, pero a veces he tenido miedo por declaraciones en las que no he estado de acuerdo con algo”, comenta mientras la tarde avanza en la plaza principal de Belén de Bajirá.
Según una reciente publicación del medio Verdad Abierta, las AGC ejercen poder en la zona y han intimidado a la población para que no se involucre en la disputa entre Antioquia y Chocó. El artículo indica que en febrero de 2015 les repartieron un panfleto anónimo con las siguientes palabras: “se les advierte que dejen ese proceso quieto porque esto es de Antioquia y si por culpa de ustedes bajira [sic] queda en el choco [sic] se tendrán que desterrar de aquí con toda y familia, por Antioquia matamos y nos hacemos matar, y si somos capaces tenemos aliados muy poderosos. Quedan advertidos”.
El temor, normalizado en las casas y calles despavimentadas de este pueblo frontera, además de la falta de oportunidades, ha puesto a la juventud en una intersección para decidir su futuro: trabajar en el campo, sin la posibilidad de estudios profesionales después del colegio, o ser reclutado y hacer de un arma su salida. Aunque a diario esta maestra sigue haciendo intentos para cambiarle el chip a sus estudiantes –ahora hay muchos más preguntándose qué quieren estudiar–, aún hay indiferencia proveniente de los mismo hogares.
A la pregunta qué le interesa a los jóvenes, la respuesta no es muy alentadora: “Es algo triste. Están como por vivir su vida. No sé si son secuelas de esa situación de violencia que vivieron”, afirma Elba.
“Mira que es algo triste. Están como por vivir su vida, no se si son como secuelas de esa situación que vivieron”, afirma.
Prefieren ir al colegio y tras el grado dedicarse a trabajar en la parcela familiar. “Si el papa tiene 15 o 20 hectáreas, le dan dos o tres para trabajarlas y de ahí empezar a forjarse su futuro”, cuenta Elba.
Las oportunidades no son muchas. Según el último censo del DANE, el 51,0% de la población residente en Belén de Bajirá ha alcanzado el nivel básica primaria y tan solo el 0,2% logró un nivel profesional. En el colegio donde trabaja Elba hay un convenio con el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) para que los alumnos terminen el bachillerato como técnicos o tecnólogos en producción agropecuaria y tengan la oportunidad de estudiar ingeniería.
El problema es, según esta maestra chocoana, que muchos jóvenes están a su suerte, viviendo en cuartos alquilados o casas que les consiguen para estudiar en el casco urbano mientras sus papás trabajan en otras veredas. A varios les ha tocado criar a sus hermanos menores porque los papás trabajan durante todo el día.
“Les toca duro y a uno como profesor le toca estar muy metido. No son muchos profesores pero sí hay un gran número de maestros que están muy pendientes. A los que viven solos tratamos de que en el restaurante escolar se les dé un poquito más de alimentación”, cuenta la maestra. “Ha sido difícil, pero se hace lo que se puede.”
Para Elba, estas son situaciones que generan irreverencia en los adolescentes. “Nosotros tenemos un dicho que dice: ‘Ellos creen que el mundo es de ellos y que nosotros estamos alquilados en él’. Eso ocurre especialmente en esta zona donde no ha habido mucho control”, comenta.
Paradójicamente, Elba cuenta que la Policía llegó hace aproximadamente nueve años y que fue un momento caótico que generó choques con los jóvenes, poco acostumbrados a que supervisaran su presencia en establecimientos públicos después de las 9 o 10 de la noche. En medio de esta situación también se asoma la amenaza del reclutamiento por parte de los grupos herederos del paramilitarismo, como las AGC, que aún operan en la región. Según cuenta Elba, muchos jóvenes han sido reclutados o se han ido por voluntad. A mediados de 2017, un estudiante de su su colegio fue asesinado en zona rural de Acandí, lugar donde hace presencia el Clan del Golfo, como el gobierno denomina a las AGC. “Analizábamos con los profesores que fuimos al entierro que ese muchacho se metió en esto por la falta de oportunidades. Cogió la vía más fácil”, dice.
Para Elba no es nueva la presencia de grupos armados en las zonas donde ha trabajado como maestra. Aunque su infancia en Riosucio fue tranquila, la primera temporada como profesora en Santa Maria la Nueva del Darién , cerca a la desembocadura del río Atrato, en el Chocó, fue una época de control paramilitar. Allí llegaron 250 familias de Córdoba para conformar la Asociación de Productores Agrícolas de Belén de Bajirá, ASOPROBEBA, una organización dedicada a la apropiación ilegal de tierras y extensión de cultivos de palma de aceite en el Chocó que fue liderada por Sor Teresa Gómez, una de las mujeres más cercanas a los hermanos Vicente y Carlos Castaño Gil.
La propiedad y la violencia de las tierras en esta zona ha estado en la mira de varias investigaciones en medios de comunicación. Una de esas es la de Verdad Abierta, en la que explica cómo este predio de 1.100 hectáreas fue comprado por Sor Teresa Gómez Álvarez al narcotraficante Hugo Fenel Bernal Molano y luego terminó en manos de ASOPROBEBA para un proyecto de cultivo de plátano de exportación creado por paramilitares.
Hace menos de 4 años, los antiguos pobladores usurpados de sus tierras empezaron una disputa legal con sus nuevos poseedores. “Las tierras las compraron de cualquier forma. Ellos tenían a orillas de la carretera la población. Cada una de estas familias tenían 6 hectáreas de tierra y el compromiso era trabajarlas, no necesariamente con la palma, sino con plátano”, cuenta Elba.
Allí Elba fue directora de un colegio, pero pese a lo que se pueda pensar, niega que haya tenido problemas. Trataba de mantenerse al margen, dedicada a su clases y al colegio. “A veces los veía por la carretera, cuando me transportaba en moto hacia varias sedes del colegio, en zona rural. Al principio pensaba que eran soldados, con los días me fui dando cuenta que eran de las AUC”, afirma.
“De hecho, podría decir que en cierta manera colaboraron porque los recursos que mandaba el gobierno para la alimentación escolar eran muy pocos”, agrega. Sin embargo, se sabía del peligro que corría cualquiera que levantara sospecha en los paramilitares: “Escuchaba uno los cuentos: ‘Ah no, que lo amarraron, que se lo llevaron, no apareció más, que lo encontraron en la carretera’”, narra.
Después de esa experiencia y antes de llegar a Belén de Bajirá, Elba trabajó dos meses en la zona rural de Clavellino, Riosucio, que en ese momento era zona de milicianos de las FARC. Cuando llegó a Belén de Bajirá, se encontró con un torbellino de grupos armados como el ELN, EPL y las FARC, que dominaban el territorio con los frentes 5 y 58. Después llegaron los grupos paramilitares y hacen presencia más recientemente las AGC.
William Pérez, otro líder e integrante del comité pro identidad de Belén de Bajirá, cuenta que en la época paramilitar hubo mucha violencia y desplazamiento. Ahora que los integrantes de las FARC están acogidos al Proceso de Paz y concentrados en las Zonas de Normalización y Transición, el problema son los nuevos grupos paramilitares. El punto de concentración queda a menos de media hora del pueblo, en el municipio de Riosucio (Chocó). “Gracias a dios la guerrilla está muy lejana. Vemos con beneplácito que el gobierno haya hecho un diálogo de paz con las FARC porque eso le merma mucho conflicto al pueblo colombiano. Solamente hay que decir que hay grupos paramilitares”, afirma.
Desde su labor como maestra, Elba ha tratado de que el conflicto no tenga mucha influencia en sus estudiantes. Su única arma de lucha es el conocimiento. Organiza conversatorios, busca que los jóvenes investiguen y confronten qué está bien o mal y ha desarrollado proyectos que ayuden a los estudiantes a buscar escenarios alternativos a la violencia.
“Estos jóvenes se tienen que enfrentar a unas situaciones que a veces no puedes creer. Entonces, yo empecé a preguntarme cómo tratar esos temas sin terminar llorando, sin que los otros estudiantes empiecen a burlarse. Y sobretodo, cómo hacer para que aprendan algo a partir de estas vivencias”, afirma Elba.
Como parte de las clases, usa la Cátedra para la Paz y algunos materiales de la Caja de Herramientas, un instrumento pedagógico creado y consolidado entre el Centro Nacional de Memoria Histórica y el Ministerio de Educación Nacional y apoyado por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Este instrumento le permite a sus estudiantes entender la paz también como un proceso de resiliencia, de reconocimiento de la identidad, de perdón y así generar un espacio seguro en el que puedan hablar, sobretodo cuando muchos guardan en sus memorias las más profundas heridas de la guerra.
Ese fue el caso de una de sus estudiantes. Vino hace un par de años desde San Pedro de Urabá, un pueblo de Antioquia pegado al departamento de Córdoba y ubicado a más de 140 kilómetros de Belén de Bajirá. Según cuenta Elba, la niña y su familia tuvieron que huir por problemas con otro habitante de la zona a quien su papá había asesinado. La noche de la huida, su hermano menor no aparecía. Lo habían ahogado en un pozo cercano a la casa, por venganza del asesinato.
Maria Emma Wills, asesora de la Dirección General en el Centro Nacional de Memoria Histórica, es quien ha impulsado la Caja de Herramientas para la comprensión del conflicto armado desde las aulas de clase. Para ella, la escuela debe convertirse en un escenario donde maestros y estudiantes adopten la democracia para ser incluyentes. “Creo que estamos en una disyuntiva. O le apostamos a una escuela para la democracia, para la ciudadanía crítica, para la reflexión. O dejamos la escuela como un objeto muerto que no produce cambios en la sociedad. Yo pienso que la escuela puede sembrar esperanza para la sociedad”, dijo en una entrevista entregada a la Casa de Memoria de Antioquia.
Como una segunda apuesta a la paz, Elba y los directivos del colegio crearon Champalanca Pedagógica, un modelo etnoeducativo propio de los bajirenses.
Su nombre representa la identidad de la región y nació de la unión de dos palabras: champa y palanca. Las champas son el medio de transporte utilizado en las comunidades ribereñas cercanas a Belén de Bajirá. Para romper las corrientes adversas y pasar por las partes más secas o profundas, la champa se empuja con un trozo de madera largo que comúnmente se conoce como palanca.
Para Elba, este proyecto significa también embarcarse en una travesía pedagógica. “Es el sueño de una educación con una cosmovisión propia”, explica Elba. Un tema importante si se tiene en cuenta que el municipio de Belén de Bajirá se disputa entre dos identidades: la chocoana y la antioqueña.
El pueblo de Belén de Bajirá está ubicado en una zona estratégica por sus yacimientos minerales y la fertilidad de sus tierras para la producción de plátano de exportación, palma africana, madera y pastos para ganadería. Pero además tiene cerca una zona montañosa conocida como el cerro del Cuchillo, rica en oro, cobre, níquel, uranio y petróleo.
La disputa política para determinar si este departamento corresponde al lado antioqueño o chocoano ha generado todo tipo de controversias. Hace algunos meses, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) corroboró que el límite establecido desde 1947 es válido, acabando con un conflicto de 17 años, entre Chocó y Antioquia. Su decisión confirmó que Belén de Bajirá hace parte del Chocó.
Sin embargo, los gobernantes antioqueños no han dado su mano a torcer. En julio de 2017, recolectaron 1’366.876 firmas para defender la soberanía del departamento. El gobernador de Antioquia Luis Pérez llevó las cajas colmadas de hojas y marcadas con el slogan Antioquia, Unidad y Dignidad, ante el presidente del Congreso Mauricio Lizcano, senadores, y representantes a la Cámara, entre otros líderes. Las firmas representaban una petición del Gobernador con cuatro puntos para defender que Belén de Bajirá es Antioquia.
La división de este municipio es evidente también en los dos colegios que existen. En uno entonan el himno de Antioquia y en el otro el de Chocó. Elba cuenta que a veces se escuchan comentarios de estudiantes con la intención de ofender: “Ah no, es que yo estoy en el colegio antioqueño, el colegio de los ricos. Ustedes están en el colegio de los negros, en el colegio de los pobres”, cuenta.
“Tal vez, por el poder económico que tiene Antioquia y que ha permitido que en algunas ocasiones se visibilice más su inversión, los estudiantes se ponen del lado del papá que les está dando más”, explica.
Por esta razón, Elba cuenta que uno de los personeros del colegio La Unión de Belén de Bajirá, preocupado por las agresiones a raíz de las diferencias étnicas y culturales entre la comunidad estudiantil, creó un proyecto de sensibilización. “Continuamente había agresiones: que tu eres negro, que tu eres un chilapo. A partir de ahí surgió el proyecto en el cual los estudiantes salen a trabajo de campo durante dos o tres días para que conozcan la realidad del territorio. Queremos que se den cuenta de aquí no habitan únicamente mestizos”, cuenta Elba.
Sea del Chocó o de Antioquia, todos confluyen en la comunidad educativa. Costeños –conocidos como chilapos–, paisas y población afro, todos pasan por la escuela. Por eso este espacio de salones olvidados y con pocas condiciones no solo lleva el peso de guiar a la juventud de este pueblo, sino que también puede ser la solución para hacer más fuerte el tejido social, deshilachado por la disputa política y económica de Belén de Bajirá.
En la pared se amontonan rostros. Son doscientos noventa y siete. Mujeres, niños y hombres que fueron víctimas de la guerra en Granada (Antioquia), cuyas familias esperan justicia y exigen no ser olvidadas. En una de las imágenes, a la izquierda, está la mirada fija y azul de Rubén.
Son las imágenes pegadas en el muro del Salón Del Nunca Más. Hablan sobre líderes comunitarios, transportadores, campesinos, madres y niños. Hablan de ‘falsos positivos’, víctimas de minas, de tomas guerrilleras y de masacres paramilitares. Hablan de 63 desaparecidos, una parte de los 617 registrados hasta la actualidad en Granada.
En el Salón hay un verdadero archivo histórico de este pueblo antioqueño, donde se filtra el viento frío por las calles empinadas, a más de 2000 metros sobre el nivel del mar.
Gloria Quintero Giraldo es la hermana de Rubén. Desde 2012, pertenece a la organización de víctimas del municipio, es la vicepresidenta de ASOVIDA y dirige el Salón del Nunca Más donde trabaja por la memoria de este pueblo en el oriente antioqueño.
Ya se cumplen 15 años de buscar a su hermano Rubén. De lo que pasó el 26 de octubre de 2002, poco y nada se sabe.
A los tres días de la desaparición de su hermano, Gloria trató de buscarlo pero el miedo no le permitió seguir. Se decía que sí ella y su papá continuaban indagando, los paramilitares los iban a matar.
Tuvo que esperar dos años para volver a intentar, impulsada por la esperanza de encontrar alguna pista. Ese día, su única carta de navegación fue la sospecha de un campesino, retenido por los paramilitares dos semanas antes de perderle el rastro a Rubén. El señor creía que Rubén podía estar en un hueco enorme, excavado por los paramilitares en la misma zona donde estuvo retenido, a 10 minutos del casco urbano de Granada, montaña arriba en la vereda El Cebadero.
Emprendieron la búsqueda y en la superficie encontraron correas y ropa de hombre. Más al fondo, lo que parecían unas costillas. Era para ella una señal. Ese podía ser su hermano.
Con la certeza de que ahí estaba, comenzó a un proceso con la Fiscalía para explicar el lugar: mapas, dibujos, detalles de cómo era la subida. Un poco de cosas, como dice ella. Pero no fue hasta 2007 cuando por fin pudo regresar con los expertos. Ese año, la Fiscalía visitaba el municipio para realizar las primeras de muchas exhumaciones en Granada.
"Primero nos vamos con quién tenga indicios de dónde está el familiar", afirmó un funcionario ese día.
Habían pasado tres años sin que Gloria volviera a la posible fosa, sin que tocara la tierra de aquél lugar. Los vagos recuerdos del camino se le empezaron a diluir. El suelo y la apariencia del monte le parecieron distintos.
“¿Usted cree que yo encontré el sitio? ¡Uy, no! Y con esa presión, peor”, relata mientras se pone las manos en la cabeza.
A Gloria se le corta la voz. Después de un día de búsqueda no encontraron nada. Luego de la exploración, el fiscal le aconsejó volver. “Venga usted tranquila, sola o con alguien, busque y si encuentra nos llama”, le dijeron.
Al día siguiente, apenas pudo ver la luz del día, regresó acompañada de una amiga y de su papá. Lograron dar con el punto y tras unas instrucciones por teléfono, les fue asignada la tarea de remover la tierra.
“Me dijeron que cavara, cuando eso no lo debe hacer uno”, se queja Gloria. “Nosotros cavamos y encontramos huesos de personas. O al menos, eso parecía.”
- ¿Hay cráneos?, preguntaba el fiscal por teléfono.
- Yo no veo nada.
- Sigan buscando.
- No, yo no voy a buscar más. Si quieren vengan y si no, digan, le respondió Gloria.
Al final, el equipo de la Fiscalía llegó al sitio. Después de que el forense revisó y revisó, encontró que eran huesos de cerdo. Lo poco que se pudo saber del lugar, según ella, es que parecía un basurero donde pudieron comer algunos paramilitares. La búsqueda solo arrojó restos de tarros de enlatados y aceite.
En 2002, año de la desaparición de Rubén, también se perdió el rastro de otras 2.956 personas en todo el departamento de Antioquia. Pero esta cifra es solo una fracción del total nacional histórico en Colombia, que se estima en 165.907, según el Registro Nacional de Víctimas.
La tierra de Colón de la que habla el Himno Nacional no solo está bañada en sangre de héroes también esuna gran fosa común.
Antes del 2007, Gloria no quería participar en las iniciativas gestadas entre las víctimas. No fue a las marchas ni a las reuniones. Tampoco participó del grupo de Los Abrazos, donde sobrevivientes del conflicto se reunían para buscar apoyo psicosocial. Por una lado, la apatía. Por el otro, el miedo, el mismo que ya estaba infundido en la población de Granada desde hace varios años.
Los desfiles de grupos armados no cesaron durante más de 30 años. Primero el ELN, después las FARC, luego paramilitares. Cada uno hizo lo que quiso con el territorio, la ciudadanía y el Estado.
En los 90, la democracia empezaba a parecer un concepto ajeno. Hubo elecciones saboteadas por orden del Secretariado de las FARC; alcaldes secuestrados o a los que se les exigía que renunciaran a sus postulaciones y algunos cartuchos usados para asesinar sin compasión al único alcalde que no pertenecía a ningún partido tradicional: Jorge Alberto Gómez Gómez, el que para Gloria fue el mejor alcalde del departamento de Antioquia.
La mayor parte del tiempo, la autopista Gonzalo Mejía, más recordada como autopista Medellín - Bogotá, era un campo de batalla donde se delineaba la frontera invisible entre guerrillas y paramilitares. En los retenes de la vía se decidía la vida de los ciudadanos. Si eran secuestrados, como parte de las llamadas “pescas milagrosas”, su suerte estaba echada. Detenían personas al azar para ver quiénes eran y cuánto dinero podían pedir por su liberación. Si, del otro lado, su nombre era encontrado en las listas de los paramilitares, la sorpresiva parada era su último lugar con vida.
La década del 90, también es recordada por el secuestro de dos miembros de la OEA a manos del ELN y por la intención de sabotear las hidroeléctrica y torres de energía en el oriente antioqueño. El premio mayor era tener control sobre la zona de embalses que producía cerca de la cuarta parte de la energía que consumía el país. La importancia geopolítica y los varios intentos de colonización guerrillera y paramilitar pusieron a Granada en el centro de la guerra.
En la época, varios comandantes de las Fuerzas Revolucionarias de Colombia (FARC) decidieron intensificar los ataques en Antioquia. La responsabilidad de las incursiones estuvo en manos de los frentes 9 y 47 y ‘Jacobo Arenas’, bautizados como “El Bloquecito”.
El panorama de Colombia en esa época fue tan oscuro que en 1997 se creó el Mandato Ciudadano por la Paz, la Vida y la Libertad con el cual diez millones de personas salieron a manifestar y exigir el fin de la confrontación de los grupos armados. 10 millones de votos, en un país donde históricamente ha existido aversión y abstencionismo en las urnas.
Mientras tanto, en junio de ese mismo año, Gloria empezó a educar y alimentar a un grupo de niños menores de 5 años como voluntaria en el programa de madres comunitarias del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Durante 18 años, escogió el oficio de una madre adoptiva y se encargó de que la infancia, la poca que se podía tener en la guerra, no fuera interrumpida o aniquilada. Pero las recompensas por estre trabajo en en medio de la guerra era más una ilusión.
“Yo recuerdo que en el 97 comencé ganando 40 mil pesos mensuales. Eso medio alcanzaba pa’ ayudarse en la casa. La situación económica era muy difícil pero al menos servía para comprarle cositas a los niños, una mudita de ropa, cualquier cosita”, cuenta.
El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) dice que actualmente hay 69.000 madres comunitarias, en todo el país. El programa, creado desde 1986, también incluye a los padres comunitarios. Pero son pocos. En Colombia, los saberes del cuidado, en la guerra y en la paz, se los dejan a la mujer.
Al tiempo que Gloria cuidaba niños y niñas, a pocas horas de Granada, la ex guerrillera alias ‘Karina’ se recuperaba de un coma de ocho días para regresar a las filas de las FARC. En su cédula, la que poco le serviría en su época como combatiente, aparecía el nombre de Elda Neyis Mosquera García. Tenía 16 años cuando se incorporó a guerrilla y se dice que fue la primera mujer comandante de las FARC.
Al mando del Frente 47, entre 2000 y 2003 organizó secuestros, extorsiones, desapariciones, reclutamientos forzados, desplazamientos y tomas guerrilleras en varias poblaciones. Según el medio de investigación Verdad Abierta, en la última etapa de su juicio un fiscal la responsabilizó de haber cometido 143 delitos durante su tiempo como comandante del Frente 47 de las FARC.
Pero su relación con Granada se remonta al 6 de diciembre de 2000, cuando comandó con Jhon Darío Jaramillo ‘alias Santiago’ uno de los peores ataques en este pueblo: la explosión de un carro bomba colmado de dinamita.
Ese día, los frentes 9 y 47 de las FARC llegaron entre las 11:00 y 11:30 de la mañana y durante 18 horas hicieron de este lugar su campo de batalla. Atacaron el puesto policial del pueblo con 400 kilogramos de explosivos que destruyeron cuatro cuadras a la redonda y acabaron con la vida de 23 personas.
No hubo tregua hasta las cinco y media de la mañana, del día siguiente. Con el amanecer, el silencio inundaba las casas de Granada. Pero algunos habitantes del pueblo no estaban dispuestos a rendirse ante el horror y sacaron de sus entrañas, la más sorprendente capacidad de resiliencia y ‘berraquera’, un término muy propio entre paisas. La vida tenía que seguir.
A los dos días, una novia entraba a la iglesia de la plaza central y, mientras la cola de un largo vestido la seguía, en la puerta había un letrero colgado que declaraba: “La guerra la perdemos todos. Ayudemos todos a construir un proceso de paz.” En ese preciso instante, el fotógrafo Jesús Abad Colorado capturaba un momento insigne de la historia granadina.
El mismo 6 de diciembre, 50 líderes de Granada y Medellín se reunieron para decidir cómo iban a reconstruir el pueblo. Reconstruir, reparar y reconciliar que no significaba nada más que tratar de volver a lo que tenían, sin rencor y con esperanza.
Organizaron una ‘Granadatón’ en Medellín. Fue un evento grandísimo donde se recogieron 457 millones de peso para aportar a la reconstrucción del pueblo. El líder de esa reconstrucción fue Jorge Alberto Gómez Gómez, alcalde de Granada entre 1995 y 1997.
“Yo lo conocí personalmente. Su familia me dio posada en su casa tres meses porque donde yo vivía tuve una situación difícil. Él era un excelente ser humano y un excelente político. Eso no lo saben hacer ya. El día que me enteré de su muerte fue muy duro”, cuenta Gloria.
Con el slogan de “solidaridad por Granada” buscaban reunir cinco mil millones de pesos con todos los talentos posibles. Entre las dos de la tarde y la media noche, la mitad del coliseo Yesid Santos en Medellín se llenó de gente con banderines blancos y las horas pasaron entre la eucaristía y una miscelánea musical. Presentaciones de cumbia, tango y pasodoble. Más tarde, mariachis, algunas canciones vallenateras interpretada por la Policía Nacional y trovas antioqueñas. Al cierre, una voz gruesa que cantaba desde el escenario el Himno de la Alegría y entonaba con orgullo: ¡Un aplauso fuerte por la vida, por el amor, por nuestros hijos!
En una de las escaleras colgaba un letrero, que a modo de sumario, evidenciaba los costos de la guerra. En él se leía: 20 personas muertas, 15 de ellos civiles. 315 construcciones destruidas, 7 mil millones en pérdidas. La ayuda es urgente.
El 2000 terminó con un total de 7.262 personas desplazadas de Granada, según el Registro Nacional de Víctimas (RUV).
La tierra donde antes germinaba café, caña y frijol también fue convertida en un jardín explosivo que luego solo cosechó odios. Las FARC se encargaron de sembrar gran parte de Granada con minas antipersona y así, un paso mal dado, podía representar el fin de la vida. Según Justicia y Paz, en 2004 Elda Neyis Mosquera García, alias ‘Karina, instaló y activó campos minados con el fin de atentar contra miembros de la fuerza pública y población civil.
La Brigada de Ingenieros de Desminado Humanitario N°1 ha sido la encargada de ubicar las minas y desactivarlas. En un boletín informativo de esta Brigada se menciona que el departamento de Antioquia registra 2.524 víctimas por minas antipersonal, un primer lugar a nivel nacional que genera poco orgullo. Por eso, el sueño más grande de los habitantes de esta zona es volver a su tierra, sin la amenaza ni el temor a una nueva explosión.
En el Salón del Nunca más hay también una pared azul cielo con un muro de aspiraciones. En él se ven rostros de campesinos alegres. Se ve el campo verde. Los granadinos quieren retornar con el apoyo verdadero del Estado. Quieren volver a sus fincas con seguridad, sostenibilidad y de manera voluntaria.Quieren vivir cómo se vivía antes.
Otro de los crímenes, por los que Elda Mosquera, alias Karina tuvo que responder, fue el reclutamiento ilícito de 29 menores, entre 1998 y 2003. Cada uno tenía una hoja de vida donde especificaba quién lo había reclutado, la unidad a la que ingresó y las actividades que desempeñó. Así lo explica el boletín Resiliencia de la Sala de Justicia y Paz de Medellín. De los menores también se conocía dónde vivían y a los miembros de su familiares se les atemorizaba para ejercer presión.
Gloria dice que las estrategias para reclutar eran diversas. Ofrecían mercados o rentas mensuales a cambio de vidas y canjeaban promesas a cambio de un nuevo integrante. Quinto de primaria era el límite para cultivar la infancia. Después, a la fuerza, se convertían en soldados.
Para explicar cómo funcionaba el reclutamiento, recuerda la historia de una habitante en Santa Ana, una vereda de Granada de la que se decía fue el refugio para muchos guerrilleros.
“Los niños en Santa Ana estudiaban medio día. ¿Y qué hacían el otro medio? Celarle a la guerrilla. Ellos tenían puntos estratégicos que cuidar. Los niños terminaban 5º de primaria y la guerrilla le decía a la mamá: ‘señora, a su hijo ya lo vamos a entrenar’”, explica.
Entre sus afirmaciones, ella también dirige y apunta sus palabras con firmeza hacia otros dos grupos: al Estado y los grupos paramilitares. La cacería de menores, para la guerra, no fue una práctica exclusiva de la guerrilla.
“A mi me gusta mucho preguntar quién creemos que recluta, porque la mayoría de gente dice: ‘la guerrilla’. ¿En serio solo la guerrilla?”, pregunta esta líder de Granada.
El informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), titulado Como corderos entre lobos, responde a cuántos niños y niñas han sido reclutados por las FARC, el ELN y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En él se afirma que el 52,3% de los combatientes adultos del ELN ingresó a este grupo armado siendo niño. Para el caso de las FARC la cifra no varía mucho y llega al 50,14%. El 38,12% de los combatientes en las Autodefensas Unidas de Colombia aún no sabía lo que era una cédula cuando empezó a usar un fusil.
“Todos los grupos al margen de la ley reclutan. Paramilitares también. ¿Cuántos campesinos han muerto prestando el servicio militar? Y no era el sueño de ellos tampoco”, concluye Gloria.
Después de todos los crímenes cometidos por alias ‘Karina’, el día que se desmovilizó, y ante los espectadores ávidos de verla a través de la pantalla, dijo: “Me acusan de muchos hechos de los que no he sido, ni la autora material, ni la intelectual. El mensaje que le mando al pueblo colombiano es que hay que hacer algo por la paz en Colombia y eso es, precisamente, el rol de mi desmovilización”.
Así, se entregaba para algunos, y traicionaba para otros, un 19 de mayo de 2008 frente a decenas de micrófonos y junto a su compañero sentimental Abelardo Montes, alias 'Hermides o Michín.
En 2009, ‘Karina’ le pidió perdón a toda la sociedad colombiana, especialmente a todas sus víctimas. “Pero les pido perdón de corazón”, decía con la voz medio atormentada. Ese mismo año, le concedieron el título de “gestora de paz”, una figura irónica que apareció durante un gobierno que hizo de la guerra contra las FARC su razón de ser. El gobierno de Álvaro Uribe Vélez creó un decreto que le otorgaba a miembros de grupos armados organizados al margen de la ley ese beneficio, siempre y cuando expresaran su voluntad de contribuir a la aplicación del Derecho Internacional Humanitario. Sin embargo, varias son las críticas que dicen cómo esta figura de los “gestores de paz” realmente fue usada para aumentar las desmovilizaciones individuales en la política contrainsurgente de ese momento.
Desde la Cárcel El Reposo de Apartadó, en Antioquia, pasa sus días antes de que en algún momento pueda recobrar la libertad.
Luego de hablar de este episodio negro, le pregunto a Gloria qué piensa de la paz. Me dice con un suspiro que, aunque sienta tristeza, el desarme de dos o tres personas ya es ganancia.
“La mayoría de gente justifica que no les dan cárcel. Y yo les digo: vea, ¿la cárcel qué es en este país? Una escuela al mal. Ojalá que la gente saliera de la cárcel con el corazón cambiado porque lo que les toca vivir allá muchas veces es inhumano y así mismo otros viven muy bien”, responde.
Gloria nunca conoció en persona a José Miguel Gil Sotelo, alias Francisco, tampoco a Carlos Mauricio García Fernández, alias Doble Cero o a Jorge Iván Arboleda Garcés, alias ‘Arboleda’. Pero con Ramiro de Jesus Henao Aguilar, alias ‘Simon’ tuvo una de las conversaciones más importantes y al mismo tiempo decepcionantes en la búsqueda de su hermano. La vida de estos cuatro nombres narra gran parte de la historia del paramilitarismo en Granada.
El día en que conoció al paramilitar alias Simón, excomandante del Frente Batalla de Santuario, del Bloque Metro de las AUC, fue durante una visita a la cárcel de máxima seguridad de Itagüí, por insistencia del personero de la época. Era 2014, pero Gloria ya no recuerda el día exacto. Por primera vez ella accedió a escuchar la versión libre de un paramilitar. Esa fue la primera y única vez. En ese encuentro solo se llevó confusiones.
“Yo iba a una supuesta cita con ‘Simon’ pero resultó ser un encuentro de perdón con las madres de la Candelaria. Y la verdad, a mi nunca me importó escuchar los horrores que ellos hacían, las justificaciones. Aunque odié mucho tiempo, ya no tengo rencor. Gracias a Dios ese día pude mirarlo a la cara y decirle: lo perdono”, afirma contundente.
Para Gloria, la única verdad se logra con saber qué pasó con el cuerpo de su hermano y así poder exhumarlo.
El Bloque Metro, al que perteneció alias Simón, fue creado en 1997 por Carlos Castaño, y era parte de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, ACCU. Tuvo influencia tanto en el oriente antioqueño como en Medellín. Según lo explica un artículo del Instituto de Estudios Regionales (INER) de la Universidad de Antioquia, este bloque estableció alianzas con el Ejército y se apoyó en la banda La Terraza para tener control del narcotráfico en algunas comunas de Medellín. La incursión y expansión de grupos paramilitares como el Bloque Metro tuvo como consecuencia graves violaciones de derechos humanos. Constantemente la población era vulnerada con masacres, homicidios selectivos, y desplazamiento forzado.
"“Cuando él llegó, se presentó de mano y todo. En el evento público que hicieron dió el nombre de mi hermano y cinco personas más que él tenía pendiente por exhumar. Pero nunca lo ha hecho.”, me dice Gloria en una llamada telefónica que tenemos meses después de mi visita.
Los aportes a la verdad no han sido satisfactorios para Gloria, en especial si se tiene en cuenta que, según la Fiscalía, el Bloque Metro fue exterminado por miembros de la misma organización “en una guerra fratricida”. Los cabecillas que no murieron ni huyeron, terminaron integrando distintos bloques paramilitares, que intervinieron para acabar con el Bloque Metro.
Teniendo en cuenta que este bloque no existía cuando se empezó a implementar el proceso de Justicia y Paz y que, según la Fiscalía, ninguno de sus comandantes fue postulado porque están muertos o fueron “exterminados” antes de cualquier negociación o desmovilización, las víctimas de sus crímenes tampoco pudieron acceder a los beneficios de la justicia transicional.
Apesar de esto, en una entrevista con la Revista Semana, alias ‘Simón’, quien podría saber la verdad del paradero de Rubén, expresó en 2013 su voluntad de hablar y esclarecer los asesinatos y masacres. “Desde hace cuatro años he manifestado en diferentes despachos la voluntad de esclarecer, no solamente los homicidios, sino las masacres, la entrega de cuerpos de personas desaparecidas y todo el accionar en la lucha a sangre y fuego contra la guerrilla, pero en Justicia y Paz dicen que no son competentes para escucharme o que me escuchan pero no pueden avanzar porque no es competencia de ellos”, afirmó en dicha entrevista.
La esperanza se agota por todo lado. Y, sin victimarios a la vista, la verdad se ha convertido en una labor para las víctimas de Granada. De ese proceso ha nacido el Salón del Nunca Más, donde Gloria ha trabajado todos los días para que la memoria de su comunidad no deseche intencionalmente una historia de paz, después de las atrocidades de la guerra.
“Aquí son expertos en escribir leyes pero a la hora de hacer, no pasa nada. Lo digo yo como familiar de víctima de desaparición. Si le aportaran a esto, la verdad se sabría muy rápido. Pero no porque esa verdad no le conviene a nadie. Llevo 14 años con mi hermano desaparecido, luchando. Y así hay muchas familias. Dicen que el Estado no tiene tiempo, no tiene plata, que si no sabemos dónde está el ser querido entonces a qué van a venir.” explica Gloria indignada.
Esa espesa penumbra y constante expectativa por saber de Rubén, también viene acompañada de una confusión: querer o no querer vivir el momento de la entrega de los restos. La primera entrega que hubo en Granada fue para Gloria un momento traumático.
Era la entrega de dos hermanos, víctimas de crímenes extrajudiciales y mal llamados ‘falsos positivos’. La familia, según cuenta, era humilde y la mayoría no sabía leer ni escribir. Al frente les colocaron una mesa con dos cajas pequeñas. Y acto seguido, una funcionaria de la Fiscalía pronunciaba una frase que a Gloria no se le olvida: nuevamente el reencuentro con la familia.
En el año 98, a una altura visible de las veredas cercanas a Granada, caían papeles desde un helicóptero con amenazas para los pobladores del oriente antioqueño. El blanco era todo aquel que tuviera relación con la guerrilla, incluso si era una posible sospecha. En los panfletos se sentenciaba: “Guerrillero o se uniforman o se mueren de civil. La guerra sin cuartel ha comenzado. O ustedes o nosotros.”
Inevitablemente Gloria relaciona esa época con la oscuridad. El atardecer muchas veces fue el aviso de un nuevo ‘toque de queda’. “Cuando estaban acá los paramilitares fue cuando realmente se vivió una vida desastrosa. Se iba la luz y lógicamente alguien amanecía muerto”, cuenta.
Esa lógica, aparentemente recurrente, era la del Bloque Metro, encargado de interrumpir la calma. A la cabeza del escuadrón estaba Carlos Mauricio García Fernández, alias Doble Cero, quien había comenzado su carrera bélica en el Ejército, en 1983 y terminó como jefe paramilitar en el nororiente antioqueño. Hasta que en 2004 cinco disparos le ocasionaron la muerte en El Rodadero, sur de la ciudad de Santa Marta. Murió a manos de un grupo cuyo líder era ‘Don Berna’.
Antes de llegar a liderar el Bloque Metro y de convertirse en el principal enemigo de ‘Don Berna’, alias ‘Doble Cero’ fue militar en el Magdalena Medio, escolta y amigo de Fidel Castaño desde el año 89. También estuvo en las zonas rurales de Córdoba con el grupo de autodefensas ‘Los Tangueros’.
Los paramilitares llegaron durante el 2000 a un punto conocido como el Alto del Palmar, ubicado en la vía que conecta el municipio El Santuario con Granada. Primero, realizaron asesinatos selectivos y retenes en la carretera. Luego, dos masacres: la del 4 de julio del 2000, en la que asesinaron a 4 personas y la del 3 de noviembre de 2000, donde asesinaron a 19.
Cinco meses después, las FARC colocaron el carro bomba como retaliación a la masacre paramilitar.
De esa última masacre paramilitar, Gloria recuerda otra herida de la memoria granadina:
“Lo complejo fue cómo el Comandante Regional de Policía de ese entonces justificó esta masacre. Dijo que la gente en Granada había salido a aplaudir al ELN. Falso. ¿A quién asesinaron? Al señor que llevaba zanahoria para vender, a su mamá, al sacristán de la parroquia, al que estaba lavando su carro en la estación de gasolina. Ese señor nos estigmatizó. ¿Qué dijo? En Granada todos son guerrilleros.”, narra.
La estigmatización fue una de las estrategias de guerra que más afectó a la población. En Granada, como en muchas partes de Colombia, la gente no tenía la opción de decidir. Según cuenta Gloria, hubo un tiempo en que los habitantes del casco urbano eran llamados paramilitares y a los del campo los tildaban de guerrilleros. Y en la mitad, la iglesia era la que mediaba por la población.
En una ocasión, los padres fueron interlocutores para permitir que los habitantes de la vereda El Morro pudieran salir, sin ser estigmatizados ni acusados de llevarle alimentos a los paramilitares. En otra, durante el 2001, organizaron a la comunidad para recoger los cuerpos de la masacre de la vereda El Vergel. Y para evitar que no se perdieran los cultivos de esa vereda, 20 días después de la barbarie, reunieron a la población para cosecharlos.
En medio de la estigmatización, la resistencia era uno de los pocos escudos de la población y a la vez un arma de doble filo para salvar sus vidas. “Aquí hubo personas que resistían y decían: ‘no me voy porque yo no me veo viviendo en una ciudad’”, cuenta Gloria. Su hermano Rubén era uno de los que afirmaba eso, a pesar de que Gloria le decía con frecuencia que se fuera del lugar donde vivía.
Según el informe Granada: Memorias de Guerra, Resistencia y Reconstrucción, del Centro Nacional de Memoria Histórica, en los retenes paramilitares recogían cédulas y con un listado a mano seleccionaban las víctimas. En este informe se afirma que las listas fueron “el mecanismo para activación de los señalamientos y se constituyeron en sentencias de muerte anunciadas para desplazar y atemorizar, en algunos casos, y en otros, para filtrar y asesinar selectivamente a personas que intentaran cruzar territorios.”
Hacia el Alto del Palmar también se dirigieron los pobladores de Granada y del municipio vecino, El Santuario, tres años después de la masacre. Cuando aún seguían a la deriva en medio de la turbulencia del conflicto, organizaron “Abriendo Trochas”, una marcha para el rechazo de las muertes y en homenaje a las víctimas.
En la vereda de San Marcos hicieron lo mismo. En esa ocasión, el recorrido fue un viacrucis. El peso de la cruz lo llevaban, en especial, los familiares de los desaparecidos. Cada una de las catorce estaciones estaba señalizada con piedras. Cada piedra tenía el nombre de una víctima. Cada víctima era llevada por su familiar el resto del camino. Esta fue una escena que demostraba cómo Granada sin su catolicismo no tendría razón de ser.
Las piedras del “Abriendo Trochas” se convirtieron en ladrillos que le daban sustento al muro de El Parque de la Vida, uno de los lugares más significativos de Granada.
La génesis del exterminio del Bloque Metro se dió por enfrentamientos entre Carlos Mauricio García Fernández, alias ‘Doble Cero’ y Diego Murillo Bejarano, alias ‘Don Berna’, jefe del Bloque Cacique Nutibara. En algún punto ‘Doble Cero’ y Carlos Castaño empezaron a decir públicamente que el paramilitarismo tenía que dejar el narcotráfico. Esa posición frente al tema desencadenó en una intensa disputa armada entre los grupos paramilitares.
El informe Nacion Desplazada del Centro Nacional de Memoria Histórica, CNMH, explica que posteriormente a la guerra entre estos dos bloques, el mismo Don Berna “dio la orden de crear el Bloque Héroes de Granada para controlar las zonas que habían dejado el Bloque Metro.”
En 2005, los miembros del Bloque Héroes de Granada se desmovilizaron. Según el Observatorio del Desplazamiento Forzado para Antioquia de la Acnur, fueron 2.033 paramilitares que mantuvieron durante varios años el horror y la violencia armado, impuestos para mantener el control de del Valle de Aburrá y algunas localidades del Oriente, Suroeste y Nordeste Antioqueños.
La Defensoría del Puueblo explica cómo declaraban objetivo militar a quien quisieran – fuera población civil, personas protegidas, desarmados, menores de edad – de acuerdo con las prácticas confesadas por Vela Bohórquez, comandante militar de la Comuna 13 de Medellín.
Para pasar del miedo a la resistencia se necesitaron varios años y algunas pruebas de voluntad. La muerte de su hermano Rubén y el amor a Granada han impulsado a Gloria para ser una de las líderes de los procesos de memoria.
Y aunque aún no sabe si llegará el día en que pueda encontrar los restos de su hermano, cree que el trabajo por la memoria es la única forma de lograr que no se repita el horror de la guerra. Y para ella, la memoria también ha sido una forma de ayuda a elaborar duelo, cuando la desaparición se convierte en un ciclo.
El informe del Centro de Memoria Histórica (CNMH) abre un espacio corto para hablar de los desaparecidos y del Salón del Nunca Más. En el capítulo 3.3 cuenta que, de manera abrupta, 299 personas fueron desaparecidas forzosamente entre 1985 y el año 2016, siendo ésta una práctica principalmente paramilitar y de la fuerza pública y en algunos casos de la guerrilla.
Del Salón del Nunca Más afirma que propicia un espacio para un ritual que justamente queda suspendido cuando hay desaparición: el de la palabra.
Cada uno de los rostros que observa desde la pared tiene su propio diario. Les llaman las bitácoras. Pequeñas agendas de portada negra que se convierten en el medio para un encuentro con la memoria, con el recuerdo de cada víctima. Las hojas en blanco son la manera para generar vínculos. Las palabras escritas son el mensaje de ida que quedan en el eco de la no respuesta. El relato que dejan familiares, amigos, vecinos y desconocidos se vuelve un ritual, y como dice Gloria, el alma de este lugar.
En las bitácoras se leen palabras de reconocimiento, de cómo la vida siguió transcurriendo luego de una desaparición y de la incertidumbre que genera la espera.
Cuando Gloria me explica la importancia de las bitácoras, escoge una, la de ‘Humbertico’, un líder comunitario de Granada. En ella se lee: Íntegro, amante de la oración y de amor al prójimo. Su único pecado fue haber sido granadino. Líder de líderes, era el amigo de todos. Si le hacían una ofensa respondía con una palabra de amor y sabiduría. Lo conocí, éramos de la misma vereda. Era de lo mejor en personas que dios haya puesto sobre la tierra”.
Luego se fija con detalle en que estén organizadas y toma otra, la de Margarita, una madre comunitaria como Gloria. “Margarita, sé que eras una líder muy buena. Solo te conocí de vista pero eso no impide que pueda dejarte esta nota. ¿Sabes por qué? Porque nosotros los líderes somos tan poco valorados y siempre llevamos las de perder contra los armados. ¿Será que las balas se llevan toda nuestra historia, o por el contrario hay que vivir la guerra para poder ser reconocidos? ¿De qué nos sirven las flores después de muertos? ¿Por qué no nos la regalan en vida? Como decimos: en vida hermano, en vida. Atentamente una líder preocupada en algún lugar del mundo.”
“¿No dignifica? La bitácora dignifica”, afirma Gloria, contundente.
ASOVIDA, por ejemplo, le ha enseñado a las víctimas de Granada a reclamar sus derechos y a saber cómo acceder a ellos. La memoria también es exigencia. ¿Qué se exige? Retornos reales y dignos. Lastimosamente, para Gloria a los granadinos los convirtieron en cifras, donde también son re victimizados por los funcionarios, cuando no hay atención humana a las víctimas, especialmente a los adultos mayores.
“Aquí mostramos que no estamos detrás de un televisor. Que estamos construyendo paz. Que estamos dignificando las personas que cayeron vivas, víctimas de un conflicto en el que la mayoría no tenía nada que ver”, dice.
La exigencia de derechos implica verdad, responsabilidad por los hechos y saber dónde están los que aún no han aparecido. Implica que lleven los cuerpos hasta Granada sin pretender que las víctimas, muchas veces sin recursos se tengan que movilizar hasta Medellín. Implica también que los proyectos productivos se construyan con la participación de la comunidad y no detrás de un escritorio.
El informe del Centro Nacional de Memoria Histórica sobre Granada exalta la fuerza de la identidad colectiva para reconstruir el pueblo granadino. En él se explica que “con el firme propósito de hacer de Granada un “Territorio de paz”, desarrolló un repertorio de acciones colectivas e individuales que les permitió sobrevivir, resistir y reconstruir sobre las ruinas dejadas por la confrontación armada.”
El trabajo colaborativo les alcanza hasta para mantener en el mejor estado posible las carreteras. Son 145 Km de caminos en mal estado que conectan a Granada con sus municipios vecinos, y que impiden dejar de ser llamados “oriente lejano”.
La resistencia civil no ha sido algo nuevo en esta zona del país. Con la construcción de embalses en los años setenta y ochenta, también surgieron diversas organizaciones sociales como El Movimiento Cívico del Oriente, integrado por campesinos, comerciantes, obreros, estudiantes y maestros. Con su capacidad de movilización, este movimiento luchó por propuestas populares en contra de los intereses de grupos empresariales. Varios de sus miembros fueron asesinados sistemáticamente. Según cifras del Cinep, “de enero de 1988 a octubre de 1991, en el Oriente antioqueño fueron asesinados 66 miembros de movimientos sociales.”
Tiempo después, nació la Asamblea Provincial del Oriente, cuyo eje central era la participación ciudadana. Los antioqueños querían rechazar masivamente las amenazas de las FARC, elegir libremente a sus gobernantes y hacerse notar frente a un Estado que ignoraba sus propuestas para la toma de decisiones.
También hubo asambleas constitucionales, lideradas por el gobernador Guillermo Gaviria donde participaban víctimas de los municipios, organizaciones No gubernamentales y el Comité de reconciliación. De éstas asambleas surge la idea de hacer memoria en Granada.
Los niños también son parte fundamental. En algunos talleres realizados por ASOVIDA hacían ejercicios de memoria, un tema que muchas veces sacaba historias dolorosas para Gloria. Algunos niños hablaban de dibujar sus cultivos para recordar la época de bonanza donde no se sabía lo que era el hambre y hacían retratos póstumos de sus papás. Otros, dibujaban el pueblo y luego lo tapaban con vinilo rojo para simbolizar que estaba manchado de sangre.
Desde 2004, los granadinos caminando el primer viernes de cada mes, con la jornada de la luz. Es decir, apagan el miedo y encienden una luz, como ellos lo llaman. Debido a que en varios municipios estaba el toque de queda, las calles se trasnformaban en desiertos después del ocaso. Durante muchos años, el último bus a que iba a Medellín salía a las 4 de la tarde.
“Este pueblo vivía solo por la noche. No salían ni fantasmas porque creo que les daba miedo. Había amenazas de que no respondían por nadie que saliera antes de las 6 de la mañana y después de las 4 de la tarde. Así era la vida aquí", cuenta Gloria, mientras afuera del Salón del Nunca Más suenan las campanas de la iglesia.
Anuncian que ya son las nueve y que después de la guerra, por fin se puede pasar una noche tranquila.