El principal campo petrolero que explotó Pacific, ahora en manos de Frontera, se encuentra ubicado en medio de lo que se conoce como la Altillanura, una extensa planicie que se extiende desde el río Orinoco en la frontera con Venezuela, hasta cerca del piedemonte de la cordillera de los Andes. Son cerca de 13 millones de hectáreas que representan aproximadamente el 10% de Colombia, una superficie superior incluso a la de países como Panamá y Costa Rica sumandos en conjunto, en la que habitan menos de 500 mil personas.
Desde tiempos coloniales, se consideró una tierra sin mucho valor, debido a las difíciles condiciones climáticas y a la baja fertilidad de los suelos, que apenas era apta para la ganadería extensiva. Y así lo fue hasta mediados de la primera década de este siglo, cuando llegaron a la región grandes empresas agroindustriales y petroleras, entre ellas Pacific.
Entre noviembre y mayo, la ausencia de lluvias y el ardiente sol secan los pastizales y dejan ver el particular color rojizo de la tierra. Este “semidesierto” cambia dramáticamente el resto de los meses del año, cuando se convierte en una enorme sabana inundada por las inclementes lluvias diarias que desbordan decenas de ríos que buscan el Orinoco.
Al igual que el resto de la región, las tierras de la petrolera han tenido la presencia permanente de varias comunidades indígenas que han tenido una relación especial con el territorio. Ancestros de sikuanis, piapocos, sálivas y comunidades de otras etnias han recorrido esta llanura que comparten Colombia y Venezuela desde hace más de 1500 años. “Los kuiba y chiricoa – denominados genéricamente como guahibos- , se organizaban en bandas migrantes dedicadas principalmente a la recolección en las regiones menos productivas”, explica el documento Caracterización de los grupos humanos rurales de la cuenca hidrográfica del Orinoco en Colombia de la investigadora Luisa Fernanda Sánchez, publicado por el Instituto Alexander Von Humbold. El informe señala que estas comunidades se trasladaban cada cierto tiempo para preservar los recursos que les ofrecía el entorno.
Aunque los españoles no fundaron muchos pueblos ni propiciaron una colonización significativa, la población indígena comenzó a disminuir por los abusos de los conquistadores. Hasta el siglo XIX lo grandes señores de esas tierras fueron comunidades religiosas como los jesuitas que, además de evangelizar a los nativos, comenzaron a implementar la ganadería a gran escala.
La situación de los indígenas empeoró a mediados del siglo XX, a finales de la década de los cuarenta, con la llegada de miles de colonos que huían de la violencia política que vivía Colombia para la época. El conflicto que enfrentó a los dos principales partidos políticos del país, el Liberal y el Conservador, expulsó a campesinos de varias regiones que buscaron refugio en los Llanos Orientales.
Los colonos llegaban a la sabana y cercaban grandes extensiones de tierra para la ganadería. Se apropiaban de terrenos baldíos. Pronto comenzaron los enfrentamientos con las comunidades indígenas, acostumbradas por siglos a transitar por la llanura sin ningún tipo de restricciones.
Los abusos se volvieron cada vez más frecuentes: colonos organizaban las llamada “guahibadas”, cacerías de indígenas para alejar a las comunidades de las nuevas fincas. Muy cerca de la vereda Rubiales, en la que se encuentran ubicados los pozos que explotó Pacific, en la vereda de Planas, en 1970, militares y colonos torturaron y masacraron a miembros de varias comunidades sikuani, en lo que se conoce como las “jaramilladas”.
La masacre se hizo pública en varios medios de comunicación nacional, y el escándalo puso en evidencia los recurrentes crímenes contra los indígenas en esa zona de Colombia. El periodista Gonzalo Arango documentó las denuncias realizadas por sacerdotes de la región, que describían la violencia: “Los indígenas de la región de Planas, pertenecientes a la tribu Guahiba, han venido siendo perseguidos por el Ejército de Colombia y el Das Rural en forma inhumana, acudiendo a sistemas criminales, tales como el patrullaje permanente que realizan por esta región sirviéndose de la complicidad interesada de colonos que buscan el exterminio de los indígenas para apropiarse de sus tierras(…)son víctimas de torturas tales como: quemaduras con cigarrillos en los brazos, piernas y cuello; quemaduras y descargas eléctricas en los órganos genitales, aún a niños; ser colgados de las muñecas por largo tiempo, hasta noches y días enteros, sin comida, ni bebida, a la intemperie”.
La presencia del Estado en la zona se limitaba en esa época a esporádicos operativos militares. La educación seguía en manos de las comunidades religiosas y no había presencia de instituciones que les permitieran a los colonos legalizar la propiedad de las tierras en las que habían vivido ya varios años.
En medio del abandono estatal, a finales de los setenta y principios de los ochenta, llegaron a la región narcotraficantes y empresarios de las esmeraldas a comprar grandes extensiones de tierra a los colonos. Crearon enormes haciendas con límites difusos en la sabana, sin escrituras que sustentaran su propiedad.
Según documentó Rutas del Conflicto en el reportaje Vichada: tierra de hombres para hombres sin tierras, los nuevos terratenientes llevaron ejércitos privados que fueron el punto de partida al paramilitarismo en la región. Los narcotraficantes montaron laboratorios de cocaína y comenzó una guerra contra las FARC que los amenazaban para que pagaran un "impuesto” a la producción de droga. Así llegaron las primeras masacres contra campesinos y líderes sociales, señalados de colaborar con la guerrilla.
A la vereda Rubiales y sus alrededores llegó a comprar miles de hectáreas Carlos Ledher, uno de los principales capos del cartel de Medellín. Las dimensiones y los lujos de las haciendas de Ledher, entre ellas Airapúa y San Fernando, se convirtieron en un mito para los colonos que viven en medio de las instalaciones petroleras.
Junto a la carretera que comunica los campos petroleros con el casco urbano, es fácil ver lo que queda de las haciendas el capo. En medio del pastizal de la sabana, sobresale, por ejemplo, una abandonada pista de aterrizaje sin pavimento, que deja ver el color rojo de la tierra.
Ledher, hijo de un inmigrante alemán y una colombiana, fue el único gran capo del cartel de Medellín que terminó extraditado a los Estados Unidos en la década de los ochenta y noventa. La Policía y el Ejército realizaron varios operativos para capturar al capo en su haciendas en Puerto Gaitán entre 1984 y 1986, pero logró escapar de la zona.
Finalmente, Ledher fue detenido en Antioquia en 1987 y fue enviado a Estados Unidos horas después. 30 años después aún permanece en una prisión de los Estados Unidos. Sus tierras quedaron abandonadas y se volvió un lugar común en la región el señalar a campesinos de la zona como supuestos testaferros o colaboradores del capo que terminaron legalizando la propiedad de las fincas para su provecho.
Luego de la muerte de la extradición del capo, se incrementó la violencia en la zona. En los noventa, junto al aumento de los cultivos de coca, también se incrementó la presencia de la guerrilla de las FARC.
Desde principios de la década de los noventa, el cultivo de coca se disparó. Desde la frontera con el Guaviare hasta el norte del Meta y el Vichada, las FARC auspiciaron la bonanza cocalera que nuevamente trajo a la zona a miles de personas que buscaban fortuna como ‘raspachines’.
Entre 1995 y 1996, los hombres de los frentes 39 y 16 de las FARC comenzaron a copar territorios que tenían, desde mediados de los ochenta, presencia de los paramilitares traídos por los esmeralderos y narcotraficantes. Un grupo conocido como los ‘Carranceros’, señalados en la zona de ser una especie de ejército personal del esmeraldero Víctor Carranza, comenzó a enfrentarse con los guerrilleros que llegaban a la zona.
Por ejemplo, según documentó el diario El Tiempo, a comienzos de septiembre de 1996, en un combate entre el Frente 39 y los llamados ‘Carranceros’, murieron al menos siete paramilitares y un número indeterminado de subversivos.
La situación en la zona se complicó después de julio de 1997, luego de que los hermanos Vicente y Carlos Castaño enviaran a un grupo de paramilitares para quitarle el control del narcotráfico a la guerrilla. Los Castaño se aliaron con los ‘Carranceros’ y cometieron varias masacres en la región como la de Mapiripán, Caño Jabón, La Picota y San Teodoro. Los ‘paras’ asesinaron a decenas de personas señalándolos de ser supuestos colaboradores de la guerrilla, como lo documentó Rutas del Conflicto en el reportaje Vichada: tierra de hombres, para hombres sin tierra.
Las FARC respondieron con varios ataques y hostigamientos a guarniciones de la fuerza pública. Para 2003, con la llegada de Meta Petroleum a la zona de Rubiales y la presencia del Ejército, la guerrilla retrocedió y se concentró en el vecino municipio de Cumaribo, en el Vichada. Los paramilitares siguieron delinquiendo en el norte del Meta y del Vichada, hasta su desmovilización entre 2005 y 2006.
Algunos ‘paras’ se reorganizaron y formaron bandas criminales como la Erpac, dirigidas por Pedro Oliverio Guerrero, alias ‘Cuchillo’ y por Daniel ‘El Loco’ Barrera. El primero fue abatido en 2010 y el segundo fue capturado en 2012.
Aunque la fuerza pública logró desmantelar esta banda criminal, en la actualidad hacen presencia en la zona, dos organizaciones ilegales herederas de la presencia paramilitar, los llamados ‘Libertadores del Vichada’ y el Bloque Meta, que según fuentes en la zona, concentran sus actividades en el cobro de vacunas y de seguridad privada.