“Si el río Magdalena hablara, ¿qué diría?”, se pregunta Eulises Porras, líder comunitario de San Pablo, sur de Bolívar. Si el río Magdalena hablara, seguramente diría los nombres de las más de 300 víctimas que flotaron, a veces enteras, a veces en pedazos, por sus aguas.
La cifra, sin embargo, es parcial. El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) tiene un registro de más de 320 cadáveres encontrados en este afluente desde 1982. Una de las razones por las que los grupos armados lanzaban los cuerpos de sus víctimas a los ríos, no solo en el Magdalena sino en todos los que usaron para esto, era para que no aparecieran nunca. Por eso, la cifra es incierta.
Hubo una época, recuerda Eulises, en la que todos los días se veían pasar cadáveres. Esta práctica fue muy frecuente entre el 2000 y el 2004, pues en esos años se encontraron, según los registros del CNHM, más de 200 cuerpos en el Magdalena, pero esto sucede hace mucho tiempo. En la región hay víctimas que llevan más de 30 años esperando a que sus seres queridos regresen a casa.
La última vez que Luz Amparo Henao vio a su marido, Rafael Carvajal Lozano, fue en 1985. Una mañana, Rafael salió con un trabajador de la finca en donde vivía junto a su familia, en zona rural de Puerto Boyacá, en el Magdalena Medio. A eso de las ocho de la noche, el trabajador volvió a la finca y le entregó a Luz Amparo un mercado que Rafael le envió. “El patrón se fue a negociar un ganado”, le dijo este a Luz Amparo, pero ella sospechó que algo andaba mal.
Desde ese momento, la información que Luz Amparo recibía sobre el paradero de su marido le llegaba por terceros y no era muy esperanzadora. Un hombre que estuvo retenido junto a Rafael y que fue dejado en libertad le contó a Luz que a su marido lo habían cortado en pedazos con una motosierra y que lo habían lanzado al río.
En la otra orilla del río Magdalena, en el municipio de Puerto Triunfo, Antioquia, hay un lugar conocido como Saca Mujeres. “Ahí a los muertos los sacaban por arrumes”, recuerda Luz. Ella fue hasta allá con la esperanza de encontrar, al menos, una parte del cuerpo de Rafael que le diera las respuestas que estaba buscando. En medio de la incertidumbre de la desaparición forzada, la certeza de la muerte es una salida.
Luz Amparo se puso un trapo como tapabocas y empezó a escarbar entre los cuerpos desmembrados, intentando encontrar una cabeza con un diente de oro, como el que tenía Rafael. No fue posible. “¿Qué va a encontrar uno un muerto en un río? No lo encuentra porque lo mochan por pedazos y quién sabe a dónde iría a dar. La arena lo va tapando”, explica.
Han pasado más de treinta años pero Luz Amparo no ha perdido la esperanza. Ahora vive en La Dorada, Caldas, y junto a una asociación de víctimas de ese municipio plantó un árbol para recordar a Rafael. Fueron doce los árboles que sembraron las víctimas de desaparición forzada en un parque de La Dorada. Once de los árboles murieron. El único que queda en pie es el de Luz Amparo. Por eso, ella cree que su esposo, Rafael Carvajal Lozano, está vivo.
Los responsables de la desaparición de Rafael, dice Luz, fueron los hombres del grupo comandado por Henry Pérez, es decir, las Autodefensas de Puerto Boyacá. Las razones por las que lo hicieron no están claras, pero Luz sospecha que, como a muchas otras personas, lo acusaron de auxiliar a la guerrilla, que tenía presencia durante esa época en esa zona del Magdalena Medio. “Si usted llega a mi casa, ¿yo cómo le voy a negar un plato de comida? Uno no tiene manera de saber quién es guerrillero y quién es paramilitar. Nosotros no nos metíamos con nadie, pero en esa zona las acusaciones iban y venían”, recuerda.
Un año después de que Rafael desapareciera de su finca en Puerto Boyacá, Ana Lucía Guzmán estaba buscando a sus tres hermanos y a su padre, en Puerto Nare, Antioquia. El 7 de octubre de 1986, Albeiro Alberto, Héctor Raúl y Fabio Alonso salieron a navegar en el Magdalena en compañía de su padre, Guillermo Guzmán, en la vereda La Pesca del municipio de Puerto Nare. Ninguno regresó.
Dos días después, un chalupero de la región le dijo a Ana Lucía que río abajo habían encontrado un cuerpo en la orilla. Ella le pidió que la llevara hasta allá. Cuando lo vio no lo reconoció porque ya llevaba varios días descomponiéndose. Volvió a su casa con una sensación entre el alivio y la desesperanza, pero la imagen de ese cuerpo no se le quitó de la cabeza.
Al día siguiente sintió la necesidad de volver a ver ese cadáver y regresó al sitio en donde lo había visto. En el camino encontró un brazo, entero, cortado con motosierra por el hombro. Ella lo recogió y sintió que le pertenecía a uno de sus hermanos. Lo sintió, dice, porque no había nada que se lo confirmara, simplemente lo supo. Lo enterró y le rezó antes de seguir su camino.
El cuerpo que estaba buscando seguía ahí, nadie lo había recogido. Ana Lucía buscó la cara para reconocerlo, pero no tenía cabeza. Entonces le miró el pie y se le pareció a los de su papá. La prueba definitiva fue una de sus manos, a la que le faltaba medio dedo índice, igual que a Guillermo. Las dos personas que acompañaron a Ana Lucía a reconocer el cuerpo le ayudaron a embarcarlo en la canoa. Luego lo taparon con ramas y se lo llevaron.
De sus tres hermanos nunca supo nada. Ana Lucía hoy vive en Puerto Berrío y es la representante de desaparición forzada en la mesa de víctimas del municipio. En cuanto a cuál fue el grupo armado responsable, ella prefiere no especular. Ha escuchado versiones que señalan a los paramilitares y otras que dicen que lo hizo la guerrilla, pero de eso ella no sabe nada.
Los primeros que encontraban los cuerpos bajando por el río eran, casi siempre, los pescadores. Por eso, las personas que estaban buscando a sus seres queridos acudían a ellos para que les informaran si habían visto alguno. Con demasiada frecuencia los muertos quedaban enredados en las atarrayas y los chinchorros.
En Honda, Tolima, Jesús Muñoz sacó del río varios cuerpos con sus propias manos. Era tan frecuente ver flotar brazos, piernas, cabezas y troncos, que se volvió un experto en determinar cómo habían sido desmembrados. “Cuando era con motosierra se veía porque la motosierra desgarra la carne, pero cuando era con cuchillo o machete, el corte era diferente”, explica Jesús, con una naturalidad aterradora.
Esa naturalidad no es gratuita. Jesús cuenta que en una época hubo un comandante de la estación de Policía de Honda que les pidió a los pescadores que no recogieran más cuerpos del río porque las cifras estaban aumentando tanto que temía que se empezaran a hacer comentarios o a estigmatizar al pueblo como violento, cuando los muertos venían de otro lado.
Desde entonces, acercar los cuerpos a la orilla pasó de ser un acto humanitario a uno burocrático. Los pescadores tenían que reportar el hecho a la Policía y estar presentes para el levantamiento, contar su testimonio, y demás procedimientos que les tomaban mucho tiempo que necesitaban para pescar. Todo esto sería normal para alguien que, por ejemplo, ha sido testigo de un asesinato, y hasta se diría que su deber era dar declaración. Pero si esa exigencia se le hiciera a los pescadores del Magdalena, estarían todo el día en trámites judiciales y no pescando. Por eso, Jesús y muchos de sus compañeros decidieron que lo mejor sería dejar que los cuerpos siguieran su camino y que se encargara otro. La cantidad de víctimas que perdieron la oportunidad de ser encontradas por esta burocracia no se sabrá nunca.
La práctica de lanzar muertos a los ríos fue, en su gran mayoría, cometida por grupos paramilitares. La zona del Magdalena Medio tenía una fuerte presencia de estas estructuras, como las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio (Acmm), comandadas por Ramón Isaza, de quien se dice que convirtió este afluente en una enorme fosa común. Este grupo se conformó en 1991, pero muchos de sus hombres aterrorizaban a la población desde finales de los años 70.
Las Autodefensas de Puerto Boyacá pusieron su cuota de víctimas en las aguas del Magdalena y demás ríos aledaños. Este fue uno de los primeros grupos de las llamadas autodefensas conformados en Colombia, en 1982, y estuvo al mando de Gonzalo Pérez y su hijo Henry. Luego de que los ambos fueron asesinados, y de un par de años de guerra entre jefes paramilitares, Arnubio Triana, alias ‘Botalón’, tomó el mando, a mediados de los años noventa. Tanto Gonzalo como Henry, y más tarde ‘Botalón’, son conocidos en la zona como unos de los que más lanzaron cuerpos al Magdalena.
Más hacia el norte, las Autodefensas de Santander y Sur del Cesar, que tuvieron presencia entre 1993 y 1999, al mando de Guillermo Cristancho Acosta, alias ‘Camilo Morantes’, cometieron varias masacres en la zona aledaña a Barrancabermeja y arrojaron los cuerpos de algunas de sus víctimas al río.
A finales de los noventa se creó el Bloque Central Bolívar por órdenes de Carlos y Vicente Castaño. Su intención era que los grupos paramilitares de la zona del Magdalena Medio quedaran bajo órdenes de una misma estructura. Este grupo tuvo injerencia en varias regiones del país. En San Pablo, sur de Bolívar, cometieron una masacre en enero de 1999 y algunas de las víctimas fueron a dar a las aguas del Magdalena.
Los grupos paramilitares no fueron los únicos que utilizaron esta forma de desaparición forzada. Ana Beatriz Castañeda, Eulogio Bustos Lozano y su hijo Edinson desaparecieron el 10 de abril del 2000 en Natagaima, sur del Tolima. Hombres armados que pertenecían a los frentes 21 y 25 de las Farc se llevaron a Eulogio Bustos, el padre, de su casa en la vereda Mercadillo. Cuando Ana Beatriz se enteró de que su esposo había sido raptado se subió en su caballo y se fue a buscarlo. Horas después, el hijo que vivía con ellos, Edinson, salió a tratar de encontrar a sus padres. Su cuerpo fue el único que fue recuperado.
Robin Bustos, hijo y hermano de las víctimas, cuenta que el cuerpo de Edinson tenía evidentes signos de tortura. No se le olvida que el cráneo de su hermano y varios de sus huesos estaban fracturados. Un campesino de la zona, conocido de la familia, estaba cazando cuando se encontró con los restos de Edinson a orillas de la quebrada Ularco, a tres kilómetros del río Magdalena, ocho días después de su desaparición. Esa persona informó a Robin del paradero del cadáver y él fue a buscarlo. El estado de descomposición del cuerpo hizo muy difícil el reconocimiento, que se logró por la ropa que llevaba puesta.
La familia tuvo que llevarse los restos de Edinson hasta la cabecera municipal con ayuda de miembros de la Defensa Civil y allí se realizó el levantamiento, pues las autoridades no tenían las garantías de seguridad para ir hasta el sitio en donde se encontró.
Del paradero de Ana Beatriz y Eulogio solo se han escuchado rumores. Ana Beatriz trabajaba en la región como promotora de salud y por eso la gente de las veredas la conocía y la apreciaba. Muchas personas participaron en su búsqueda, pero las versiones son contradictorias. Algunos dicen que los mataron y los lanzaron al río Magdalena, otros señalan que pueden estar enterrados en una fosa común y los más optimistas aseguran que todavía están vivos.
Robin no sabe cuál es la razón por la que parte de su familia fue asesinada y desaparecida. Lo único que puede hacer es lanzar hipótesis. Él cree que el hecho de que su madre trabajara atendiendo y curando a combatientes, tanto de la guerrilla como de los paramilitares, y a población civil, pudo haber causado que la acusaran de colaborar con alguno de los bandos enfrentados. Su padre, dice, fue el señuelo, porque se lo llevaron para atraer a Ana Beatriz, quien seguramente iría en búsqueda de su esposo.
En otros casos, la desaparición forzada tuvo unas motivaciones diferentes a señalar al otro como auxiliador del enemigo. Este es el caso de Leonela Bustos, quien desapareció hace 18 años del municipio de Puerto Wilches, Santander. Custodia, su madre, recuerda que en ese momento las dos estaban comiendo cuando dos hombres armados llegaron a su casa y le dijeron a Leonela que los tenía que acompañar, que “la necesitaban”. La montaron a una chalupa y se la llevaron hasta San Pablo, sur de Bolívar.
Leonela tenía 13 años en el momento de su desaparición y cursaba cuarto de primaria en un colegio del municipio. Quien se la llevó era fue un hombre conocido de la familia. Custodia lo recuerda porque lo vio crecer, conoció a toda su familia y sabe perfectamente que él decía estar enamorado de su hija. “Una vez ese hombre vino hasta acá. Cuando ella lo vio llegar se escondió debajo de la cama”, cuenta. El perpetrador se unió a uno de los grupos armados presentes en la zona y cuando se la llevó estaba metido “en esa gente, la gente del monte”, dice Custodia.
Después de que Leonela desapareció, “Lalo”, el responsable, estuvo ausente de Puerto Wilches por varios días. Cuando Custodia lo volvió a ver le preguntó qué había hecho con su hija. Él le respondió: “Doña Custodia, tranquila, que si algún día yo llego a ir por allá, yo le digo a ella que le escriba”. Todos los días, dice, lo veía pasar frente a su puesto de venta de chance y él siempre la saludaba, como si quisiera recordarle que ahí estaba, pese a todo. Los rumores que llegaron a oídos de la madre sobre el paradero de Leonela decían que después de ser abusada sexulamente, lanzaron su cuerpo al río. Dieciocho años después, Custodia todavía no sabe qué pasó con su hija.
Las heridas causadas por la desaparición forzada quedan abiertas porque no hay un cuerpo al que llorar y visitar en el cementerio. La incertidumbre es la mejor amiga de la esperanza, y esa es la última que se pierde. Jorge Oliveros no sabe bien si es la esperanza o el hecho de que nunca vio a su padre muerto, pero él todavía no ha hecho el duelo, a pesar de que han pasado casi 18 años desde que desapareció.
Jorge tenía 12 años cuando cuatro hombres que dijeron pertenecer a las Auc sacaron a Eliécer Oliveros de su casa en frente de su familia, el 17 de julio del 2000, en Cantagallo, sur de Bolívar. Entre ellos estaba el comandante de ese grupo en la zona, a quien le decían ‘El Niche’. Eliécer los acompañó sin oponer resistencia y Jorge supone que lo hizo para que sus hijos no tuvieran que ver cómo se lo llevaban apuntándole con armas. Jorge salió junto a su hermano, quien en ese momento tenía seis años, a buscar a su padre y fueron hasta la casa en donde vivía ‘El Niche’, quien, mientras limpiaba su arma, les dijo que su papá a esa hora ya estaba muerto, que no perdieran tiempo buscándolo.
Los hombres que lo desaparecieron le dijeron a sus familiares que lo hicieron como castigo porque, según ellos, Eliécer era un ladrón, un cuatrero y ayudaba a la guerrilla. El día siguiente esos hombres saquearon la casa y se llevaron un televisor, un enfriador, un motor y hasta la cama. Ese fue el pago por lo que Eliécer supuestamente se había robado y por haber trabajado con la guerrilla.
Dos días después, cerca de El Banco, un municipio del departamento del Magdalena, encontraron un cuerpo que tenía puesto un pantalón azul y una camisa gris con rayas azules. Por la ropa y por la cicatriz que Eliécer tenía en la rodilla izquierda identificaron el cuerpo. Los hermanos de Eliécer, tíos de Jorge, fueron a recogerlo, y allá mismo, en El Banco, en donde nació, lo enterraron.
Los hijos nunca pudieron ver el cuerpo ni estuvieron presentes en su sepultura. La última vez que vieron a su papá estaba vivo. A pesar de que Jorge sabe qué pasó con él, dice que nunca lo ha llorado porque no ha podido hacerse a la idea de que esté muerto. La mentira que él mismo se repite, cuenta con voz entrecortada, es que su papá se fue, que los dejó, pero que sigue vivo.
Hoy Jorge es el inspector de Policía de Cantagallo. Por su trabajo, dice, ha tenido que atender en su oficina en repetidas ocasiones a la persona que señaló a su padre de ser colaborador de la guerrilla. Jorge sabe que esa persona lo hizo porque el comandante del grupo paramilitar que asesinó a Eliécer se lo contó. Sin embargo, dice que su papá siempre le enseñó a no guardar rencores y él no los guarda.
Un cementerio es un lugar de certezas. Allí va la gente a visitar a sus muertos porque sabe que ahí están y seguirán estando. Esa posibilidad le es negada a quienes sufrieron la desaparición forzada de sus familiares en los ríos de Colombia. A pesar de que esta práctica fue muy común durante la época más dura de la violencia, todavía ocurre.
El lunes 12 de marzo del 2018, los pescadores de Ambalema, Tolima, vieron pasar un cadáver flotando por el río. Esa misma semana, el miércoles 14, en La Dorada sacaron un cuerpo de esas aguas. Las razones por las cuales estas personas fueron lanzadas al río, igual que la identidad de las más de 300 víctimas que pasaron por ahí, solo las sabe el Magdalena.