Los ríos siempre han estado allí, al píe de los pueblos que quieren ser ciudades y de ciudades con aires de pueblo. Han estado consagrados a grandes movilizaciones de tradición pesquera a la cual la mujer accedía de manera limitada. La relación de ellas con el río solo se enmarcaba en las labores domésticas como lavar la ropa o bañar a los hijos. Era mal visto que una mujer pescara, era un trabajo de hombres. Ellas preparaban la comida producto de la pesca y se resignaban a guardar en neceseres las escamas coloridas de peces grandes que sus maridos les llevaban.
Pero el conflicto armado en Colombia rompió de manera abrupta ciertas tradiciones. La relación de las mujeres con los afluentes dejó de ser distante por cuenta de las masacres y los asesinatos selectivos. Ellas comenzaron a buscar a sus familiares asesinados y desaparecidos en las corrientes de esos ríos asentados en tierras del olvido. En el municipio de Puerto Wilches (Santander), ubicado en la margen derecha del río Magdalena, los paramilitares destruyeron la vida de muchas mujeres. Leonela Durán, de 13 años, fue una de ellas. “Lalo”, un hombre del pueblo que primero fue guerrillero y después paramilitar, se fijó en ella desde que la vio vendiendo chance en compañía de su madre Custodia Durán Martínez.
La primera vez que llegó a su casa, Leonela se escondió debajo de la cama. Un 30 de octubre de 2000 regresó por la adolescente, la sacó a la fuerza, la embarcó en una lancha rumbo a San Pablo (Bolívar), la violó y la asesinó. “La gente me decía que le había mochado la cabeza y que la había botado al río. Eso fue muy tormentoso para mí, yo no dormía ni comía, acabaron con las ilusiones de ella y la mía”, relata Custodia.
La madre empezó una búsqueda incesante por el río. La poca plata que tenía para comer la utilizó para pagar los viajes en lanchas. Con sus tres hijos pequeños llegó a los puertos cercanos y a los comandos de los paramilitares a preguntar por Leonela. “Me decían que me fuera para la casa, que dejara de gastar plata en pasajes, que no la siguiera buscando porque ella estaba lejos, tan lejos que no la iba a encontrar”. Pero seguía esperanzada y salía corriendo como loca cada vez que se enteraba que habían hallado cuerpos en el río Magdalena. Pero ninguno era el de Leonela.
Custodia no denunció el caso de inmediato por miedo. “Cuando ‘Lalo’ se la llevó, duró un poco de días perdido, luego apareció y le pregunté “¿Usted qué hizo con mi hija? Me respondió: señora, tranquila, cuando la vea le digo que le escriba. Él siempre me seguía a donde iba. Lo veía todos los días y pasaba por mi lado, me decía adiós o llegaba a donde yo estaba. No sé qué me quería decir o me quería hacer”. Siete años después instauró la denuncia ante Justicia y Paz y un año más tarde se enteró que lo habían asesinado. La búsqueda de Custodia acabó al enterarse que unos paramilitares, presos en la cárcel de Bucaramanga, confesaron haber participado en el asesinato de Leonela. La madre tuvo que aceptar que su hija fue arrojada a pedazos en el río que la vio nacer. Entonces su relación con el Magdalena cambió, era de desprecio, ya no recibía ni agradecía el alimento que le proporcionaba. Cada vez que se acercaba al afluente, su mirada se perdía en las aguas revueltas y se imaginaba a Leonela extendiendo sus brazos, pidiéndole ayuda.
Ya han pasado 18 años y la sigue llorando como el primer día. Custodia es madre soltera, de siete hijos, sigue vendiendo chance y es una de las cinco recicladoras que hay en Puerto Wilches. Gracias a estos oficios los ha sacado adelante. Su casa, que era de cartón, la hizo de bloques. Sus vecinos son testigos de que ella misma los pegó uno a uno. Con el tiempo, el río Magdalena, aun con sus aguas con olor a barro y petróleo y contaminadas con mercurio por la explotación del oro, volvió a ser para Custodia la vida del pueblo, el que provee de pescado a su familia, el que la desplaza hacia el otro lado cuando el nivel sube, el que le da agua cada vez que se daña el acueducto municipal y el guardián de la memoria de Leonela.
En Puerto Wilches también vive Carmen Hernández, hermana de Víctor, a quien el 5 de julio de 2000 lo sacaron borracho de una tienda, lo subieron a “la última lágrima” (como le llamaban a la camioneta de los paramilitares) y lo mataron en el río. “Nunca lo encontramos, dicen que lo rajaron y le sacaron el mondongo. A mi papá, quien lideró su búsqueda por muchos años, le dijeron que no insistiera más. Mi mamá no comía ni dormía, se escondía debajo de la cama. La pena los mató”, cuenta esta madre de dos hijos, a quienes ha sacado adelante sin ayuda de nadie.
La desaparición de su hermano afectó profundamente a Carmen. Se intentó suicidar en una ocasión y el cura del pueblo la hizo entrar en razón. “No entiendo cómo pueden tirar a un ser humano al río, como si el río fuera culpable. ¿Tendrá sentido la vida? A veces quisiera morirme”, sostuvo Carmen, quien luego de contar su historia y desahogarse por más de dos horas, confesó que sus lágrimas han sido su único psicólogo. “Mi pecho se comprime cada vez que veo el río, saber que mi hermano está allá abajo me atormenta. El río no tiene la culpa, él siempre va a estar allí, de Víctor solo me queda el río”, se consuela.
Custodia y Carmen, al igual que otras mujeres del pueblo han recibido el apoyo de Ruth Elena Pertuz Argumedo, quien las ha capacitado y ayudado a defender sus derechos como víctimas. Ella es el enlace municipal de Atención a Víctimas en Puerto Wilches y lleva diez años en el proceso de reconstrucción de la memoria histórica del conflicto asociado al río Magdalena. “Hemos escogido este escenario porque es un punto que generó impacto debido a las desapariciones en el afluente durante el conflicto”, señaló.
A Ruth le llamó poderosamente la atención que las mujeres que se atrevían a denunciar, eran las mismas víctimas valientes que padecían un luto eterno. En 2007 empezó a asistirlas y a reconstruir con ellas la memoria histórica en su localidad.
La mayoría de las afectadas por el conflicto eran amas de casas que se mantenían detrás de las cortinas, dedicadas a la crianza de sus hijos y a la atención de los esposos, en su mayoría eran palmeros y pescadores. No tenían estudios ni sabían trabajar, dependían económicamente de ellos. Cuando a los hombres los asesinan ellas toman las riendas del hogar. Validaron sus estudios y se capacitaron. Hoy son conductoras de ‘mototaxis’, trabajan de vigilantes, en ventas ambulantes y también son pescadoras. “Ya no son el rastro de lo que eran: sumisas, calladas y desconocidas. Con los medios que tuvieron a su alcance formaron hijos profesionales”, explica Ruth, a quien el conflicto marcó su vida al igual que a sus hermanas. Durante las épocas más crueles, se mantenían encerradas para evitar que los paramilitares se las llevaran, como le ocurrió a Leonela.
Ruth vive para su familia y las víctimas. Con ellas sigue escribiendo la línea de tiempo del conflicto en su región y tejiendo la memoria de quienes fueron desaparecidos en el río. Un mural al pie del afluente llevará sus nombres para que nadie olvide que allí viven.
Aunque aún es considerado un asunto de machos, muchas mujeres en Puerto Wilches, que heredaron el gusto por la pesca, aprovecharon la desmovilización paramilitar para regresar al río, no solo a resguardar la memoria de sus desaparecidos, sino a continuar con la tradición pesquera de la familia. Esta vez no serían coprotagonistas de la historia. Volvieron como protagonistas, a pescar durante horas para luego regresar a casa con la provisión de alimento fruto de su labor.
Puerto Wilches, al cual se llega en botes, canoas o en grandes embarcaciones como el ferry integra la provincia de Mares, pues además del Magdalena, también es bañado por el río Sogamoso. Allí una mujer aporta su grano de arena para cambiar la tradición machista. Ella es Ofelia Jaimes, presidenta de la Asociación de Pescadores, Agricultores y Acuicultores de Cayumba (Aspaac). Es cabeza de familia, madre de tres hijos, que cuando no patronea, ‘tira la canalete’ (dirige la canoa) o echa la atarraya. Es ejemplo para otras que salen adelante con el sudor de sus frentes. “Nosotros somos 28 miembros, de los cuales tres somos mujeres. Estamos empoderándonos del río en su cuidado y protección para el beneficio de los pescadores y sus familias”, explica orgullosa Leopoldina Cristancho, quien colabora en las labores administrativas del negocio.
A dos horas de Puerto Wilches (Santander), en lancha, se encuentra el municipio de San Pablo (sur de Bolívar), ubicado en la margen izquierda del río Magdalena. Allí vive Ernestina Gutiérrez, una mujer de 73 años a quien el 15 de octubre de 2001 las AUC le desaparecieron a su hijo Wilson Cardona Gutiérrez, de 27 años. Él estaba en la cantina La Victoria con su hermano. La cantinera le contó que los paramilitares se los llevaron para el comando que instalaron en la orilla del río. “Yo Salí llorando para allá y pedí a esos comandantes que me devolvieran a los muchachos. En una esquina encontré su camisa. A las 12 de la noche me entregaron al menor, todo golpeado y amoratado. Él escuchaba que su hermano lloraba”, cuenta la mujer.
Ernestina y su hijo menor regresaron a casa destrozados. A las 5:00 de la mañana siguiente volvió a insistirles que se lo regresaran. “Me dijeron váyase sino quiere que le pase lo mismo. Les rogué que me dijeran a dónde lo habían echado para darle cristiana sepultura, uno de esos hombres me gritaba que lo habían echado al río, que me fuera sino le tiraban una bomba a mi casa”, cuenta Ernestina, quien le pidió ayuda a los pescadores para buscar el cuerpo. Con su cédula salía a buscarlo por todas partes, ni los restos halló. “Un día fui en lancha a Betulia (Sucre) porque dijeron que un chulo se estaba comiendo un cadáver, pero no era el de mi hijo. ¡Ay… nunca lo encontré!”. Ernestina dejó de comer pescado por mucho tiempo y llora cada vez que mira el río. “Allí está Wilson”, dice.
En San Pablo, Ernestina y 150 mujeres del pueblo han encontrado asesoría y apoyo en Nélida Ayala Avellaneda, representante de la organización Mujeres Desplazadas Víctimas del Conflicto Armado Rural y Urbano de San Pablo (Mudevisa). Les enseña a utilizar la ruta de atención que ofrece el Estado y al que tienen derecho como víctimas, pues muchas de ellas quedaron traumatizadas luego de ser violadas por combatientes.
“Ellas no se atrevían a denunciar, pero lo hicieron luego de recibir capacitación y asistencia sicológica. Ahora están a la espera de ser reparadas. Ya se inició el proceso de caracterización”, explica Nélida, quien siete veces ha sufrido la violencia de los grupos armados. Primero el ELN le asesinó a su esposo, Jairo Espinel. Luego en 1978 el mismo grupo la secuestró cuando era concejal de su municipio. En 1998 los paramilitares asesinaron a su hermano José Daniel Ayala Avellaneda, aspirante a la Alcaldía. En el 2005 las AUC fueron a matarla a su casa porque alguien informó que le colaboraba a la guerrilla. En el 2015 los paramilitares la desplazaron a ella y a su familia porque se negaron a pagar extorsión. Volvió a ser blanco de los ‘paras’ porque evitó que a su hijo lo reclutaran. Aumentaron las extorsiones y las amenazas de asesinarla a ella y a su primogénito, obligándolos a desplazarse hacia Barrancabermeja. El 10 de diciembre de 2017 retornó a su pueblo para continuar su trabajo como lideresa comunitaria y miembro de la Mesa de Víctimas.
Viendo que el tejido social de su comunidad estaba deshecho por el conflicto armado, la minería ilegal, el desempleo y la drogadicción, Nélida lideró un trabajo que hoy es reconocido en Colombia. Donó 233 hectáreas de terrenos para que la población sembrara palma africana y empezara a dejar de vivir del negocio de la coca. De esta forma motivó la inversión en la región y ahora hay un promedio de 13 mil hectáreas sembradas de palma y más de 3 mil 500 trabajadores jóvenes con empleo. Por su labor de emprendimiento socioeconómico recibió dos galardones: el premio de Mujer Palmera, de Fedepalma y el 5° puesto en el concurso “Mujeres que cambian al mundo”, de la ONG Caritas Española.
Ella dice que no ha cambiado al mundo, pero sí ha transformado el de muchas mujeres y hombres, con quienes trabaja en la construcción de memoria histórica de San Pablo. Uno de esos logros se observa en el parque central, donde fueron sembrados árboles que hoy representan a los nativos asesinados y desaparecidos dentro y fuera del río Magdalena. A dos horas por tierra desde Barrancabermeja, se encuentra Puerto Berrío, ubicado en la subregión del Magdalena Medio del departamento de Antioquia. En este municipio bordeado por un cementerio de NN, vive Blanca Nury Bustamante, a quien le desaparecieron dos hijos: En el 2003 a Jhon Jairo Sosa Bustamante cuando prestaba sus servicios al Ejército Nacional, y en el 2007 a su pequeña Lizeth, de 9 años, de quien pensaba estaba jugando con sus amiguitos en la terraza de una casa vecina. Cree que pudieron llevársela los grupos armados.
Pese a los años que han transcurrido, todavía guarda la esperanza de encontrarlos. “Esa nunca se pierde (la esperanza), es duro no saber si están vivos o muertos, si tienen hambre o no tienen dónde dormir…”, cuenta Blanca Nury, quien revienta en llanto, toma aire y le da gracias a Dios por la fortaleza que le ha otorgado para soportar el dolor. “A mí me mataron a un hermano pero lo enterré y sé dónde lo dejé. Esto no tiene perdón de Dios. Destruyeron a mi familia, se acabó mi casa. Mi esposo me dejó, mi hijo está metido en el vicio, me culpa de todo lo que pasó. Dios sabe que no fue así”, relata visiblemente afectada.
Para contravenir la intención paramilitar, que buscaba desaparecer sin dejar rastros, Blanca Nury adopta a los NN que sacan del río Magdalena y transportan en carretas hasta el cementerio. Allí los entierra, reza y calla. Hoy lidera la Asociación de Mujeres Solas Víctimas de la Violencia en Puerto Berrío, a través de la cual lucha porque se respeten sus derechos. Les brinda apoyo desde el suministro de papelería hasta en la búsqueda de familiares desaparecidos.
A sus 50 años algunas cosas empiezan a olvidársele, pero ella es memoria viva en Puerto Berrío. Todavía recuerda que el Magdalena arrasó con muchas casas, entre esas la de ella, y perdió muchos documentos valiosos donde estaban las historias y procesos de la gente desaparecida de su pueblo.
En este mismo municipio vive Aleyda Uribe, presidenta de la Asociación de Mujeres Emprendedoras Víctimas del Conflicto. Está conformada por 84 lideresas que año tras año rinden homenaje a sus desaparecidos, muchos de ellos lanzados al río desde el puente. Ellas reúnen aproximadamente 300 personas del pueblo que llegan con sus barcas rodeadas de velas y llenas de flores y rosas que luego son lanzadas a las aguas del Magdalena. Con ritos, misas y lágrimas intentan dignificar la memoria de sus seres queridos.
En las regiones golpeadas por la violencia han sido las mujeres las que toman la iniciativa de organizarse para reconstruir memoria histórica sobre lo ocurrido en las aguas de sus localidades, pero ante los miedos que aún persisten, la dinámica resulta diferente. Pese a que en los departamentos de Antioquia, Santander y Bolívar ellas están organizadas en asociaciones y llevan muchos años recogiendo las historias, no se atreven a remover públicamente el tema de las desapariciones actuales. Caso contrario ocurre en el sur de Córdoba. Viudas, hijas, hermanas y abuelas rompieron el silencio a finales de abril de 2018. Las ganas de hacer memoria superan los miedos.
En Tierralta familias como los Hernández fueron casi exterminadas. María de las Nieves Hernández Echevarría, que perdió 13 de sus integrantes, invitó a las mujeres a una reunión para decirles que ya había llegado la hora de contar cómo sucedieron las cosas. A la cita acudieron Beatriz Cardona Hernández y Airlines Hernández Cardona, dos de las 14 viudas que dejaron las masacres del 22 y 27 de mayo de 2001 en el río Sinú.
“Háblalo porque esto lo va a saber el mundo entero, tú tienes la oportunidad de decir las cosas como son. Mira que así vas a poder dormir un poco tranquila”, le decía Sonia a su hermana. A Beatriz las Farc le asesinaron a su esposo Juan Palacio y la desplazaron con sus pequeñas hijas. Su silencio, que duró 17 años, lo dejó a un lado para narrar su tragedia durante una hora. “Nunca he participado en un acto de memoria, pero me gustaría, sería bonito que todo Tierralta y todo Colombia sepa quiénes fueron los que murieron, eso está como tapado en el olvido. Me gustaría que se hiciera una caminata con sus fotografías y nombres. Nadie los recuerda, solo nosotros porque nos duele. Qué todo el mundo sepa que dejaron hijos y familias”, agregó Beatriz respirando profundo y apretando los dientes para no llorar.
Entre tanto, a Airlines Hernández le gustaría regresar al río, donde fueron arrojados los cuerpos de su padre Guillermo Hernández, su compañero Daury Hernández, su cuñado Dairo Hernández, su tío Faiber Cardona y sus primos. “Para descargar ese peso tuve que volver a ese sitio. Cuando pasé por donde los habían matado, largué el llanto y la gente me miraba. Todo está perdonado, pero es duro recordar que sus cuerpos fueron arrojados al río y que los tuvimos que recoger como cualquier pedazo. Para asimilarlo tuve que entrar a la zona y descargar el peso que tenía. Me gustaría volver a la parte donde mataron a mi papá y a mi esposo para rendirles un homenaje”, sostiene la viuda.
María de la Nieves Hernández, quien está empeñada en la construcción de la memoria de su familia, coordina con la Mesa de Víctimas de Tierralta un homenaje en el Sinú para finales de mayo de 2018, pues quiere que Colombia conozca lo que vivieron los campesinos de Tierralta. “Qué se haga memoria en el río, pero que no quede allí sepultada, que salga”, advierte.
Colombia, país de ríos con almas anegadas de lágrimas, hoy tiene al pie de sus riberas grandes organizaciones de mujeres fuertes que reconstruyen sus vidas y la memoria de sus parientes desaparecidos en los afluentes. Combatiendo la soledad y el olvido reviven los nombres y sueños de sus muertos. El río es como una mujer que pare y adopta hijos ajenos, que lo ha dado todo y se enfrenta a las complejidades y crueldades humanas.
En el Magdalena Medio, ya sea en Antioquia o al sur de Bolívar, o en el Alto Sinú, al sur de Córdoba, la paz todavía no llega, pero los ríos hablan y ellas escuchan. Esos afluentes que les sirven de transporte y les dan sustento, hoy son fuente de memoria. Aunque los cuerpos de sus seres queridos yacen en sus aguas, siguen inspirando vida y desarrollo. Y como dice Carmen: “ya no están nuestros familiares, pero nos queda el río”.