Ningún nombre

Este es un cementerio blanco lleno de tumbas de colores y nombres que no les pertenecen a los cuerpos que guardan. Tiene, a la entrada, una lista de personas asesinadas o desaparecidas; y está inconclusa, dicen, porque el espacio se quedó corto y Hermes Pompilio, el pintor de aquella lista, murió una mañana de Semana Santa. Es el cementerio de Puerto Berrío, Antioquia, que guarda los restos de cientos de NN que nadie ha reclamado.

Pudo ser la vehemencia con la que el río Magdalena arrastró los cuerpos que la violencia arrojó desde más al sur, o la fuerza con la que deseaban dejar de verlos a diario. Nadie lo sabe. En cualquier caso, hubo algo que llevó a los porteños, como son conocidos los habitantes del pueblo, a desarrollar una práctica que sorprendería hasta al más creyente: adoptar los cuerpos sin nombre que desde los años 80 han visto pasar por su río.

A estos muertos ajenos llevan décadas rescatándolos de sus sepulcros de agua y cuidándolos hasta que los vuelven muy suyos. Tan suyos que los escogen para bautizarlos con nombres imaginados o de sus propios desaparecidos, les llevan flores y les pintan las tumbas con los colores más vivos y más bonitos. Como diciéndoles “qué alegría haberlos encontrado”.

Si es cierto que la vida imita la ficción este caso lo comprueba. En 1968 Gabriel García Márquez escribió “El ahogado más hermoso del mundo”, la historia de un pueblo costero al que un día llega un muerto arrastrado por el mar. Al salir del agua el cuerpo era tan grande y tan bello que sorprendió a todas las mujeres y las hizo desear secretamente poder quedarse con él, “así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas. ¡Bendito sea Dios - suspiraron-: es nuestro!”.

Es la historia de Puerto Berrío, que no solo encuentra inspiración en la ficción sino que también se narra de la forma más real en Los Escogidos, libro de Patricia Nieto.

Por cada rescatado del río sin reclamar hay alguien aliviado por poder decirlo suyo. ¿Por qué? Porque aquí creen que las ánimas de los NN son cumplidoras de deseos. Los adoptan para poder susurrarles cerquita “si me consigues un buen trabajo, te pongo una lápida”, “si me das los números del chance, te juro que regalo dos mercados”, o “si me ayudan a encontrar a mi hija, le pongo luz a todo el cementerio”. Esta última fue la promesa que le hizo Blanca Nury Bustamante, hace más de 10 años, a todas las almas de los NN. Hoy, siguen sin iluminación.

Lizeth tenía nueve años cuando desapareció en el 2007 en una de las calles con olor a río de La Milla Dos, barrio de pescadores y atarrayas. “Cuando pasó lo de mi hija yo pasaba toda la noche pidiéndole a las ánimas por ella”, cuenta Blanca Nury, “dejaba la puerta de la casa abierta y cuando me despertaba seguía igual, nada me pasaba porque ellas me cuidaban”.

Han sido dos los NN que Blanca Nury ha adoptado. A la primera la nombró Isabel y al segundo Jhon Jairo. “Es el mismo nombre de mi otro hijo desaparecido”, aclara. La incertidumbre de no tener un cuerpo al que enterrar la llevó a llorarle a uno desconocido. Y aunque sabe que no es Jhon Jairo, el que un día salió a buscar trabajo sin que nadie nunca supiera qué fue lo que encontró, la espera se le ha hecho más llevadera. Aquí, son las ánimas y no los santos quienes ofrecen consuelo.

“Si a mi hijo me lo mataron y lo botaron, tal vez alguien lo haya recogido y lo haya enterrado. Otra persona también puede estar pidiendo por él. O quizás si tienen esta costumbre también lo hayan adoptado”

La violencia convirtió a este pueblo en un receptor de muertos ajenos y sus habitantes han sabido vivir con la carga. Para la Fiscalía General de la Nación, en cambio, esta costumbre no ha sido tan conveniente. El hecho de que varios de los NN, nadie sabe cuántos, hayan sido pasados a un osario con nombres que parecen reales y sin ninguna seña de ser restos rescatados del río, ha dificultado las labores de búsqueda que esta entidad adelanta.

A pesar de los esfuerzos de la Iglesia católica de convencer a los fieles de dejar de adoptar almas que jamás conocieron, los porteños se han creado una identidad alrededor de esta práctica y no dejarán de hacerlo. Ni siquiera porque en el cementerio ahora encuentran un letrero firmado por la Fiscalía y la Parroquia Nuestra Señora de los Dolores en el que se lee: “Favor no borrar, pintar o cambiar los datos de los NN”.

No es terquedad, es que en estos cuerpos desconocidos encontraron el reflejo perfecto de lo que son sus propios desaparecidos, de Jhon Jairo y Lizeth, que, aunque no han vuelto, tomaron forma en deseos y penitencias.

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Los dedos de Elkin Présiga son tan lisos que ya no tienen huellas dactilares. La firmeza con la que saca la chinchorra del agua le ha ido arrancando pedazos de piel que, en todo caso, no son comparables con las partes humanas que ha encontrado en muchos de sus recorridos por el Río Magdalena. De tanto sacar NN nunca quiso adoptar uno. No es fácil navegar alrededor de la muerte.

Elkin es pescador desde inicios de la década de los 90. Piensa mucho antes de hablar y es precavido con cada palabra. Debe ser por el miedo. Repite constantemente la frase: “Si uno se pone a hablar…”, pero nunca la termina. Es fácil intuir lo que quiere decir: que si uno se pone a hablar encuentra, como tantos otros, la muerte.

Después de más de 15 años pescando, Elkin sabe que el río que bordea su pueblo guarda mucho más que peces y palizadas. El Magdalena contiene la historia de cientos que ni él ni otros pescadores han encontrado.

Pero no es solo la violencia arrastrada por el Magdalena. Está la propia, también, que ha dejado 1.112 asesinados y 538 desaparecidos en Puerto Berrío desde 1985. Según el Registro Único de Víctimas, la violencia empezó a escalar en el 96. Pero en el imaginario de muchos porteños la época más dura fue entre el 82 y el 87.

“En ese puente uno escuchaba los tiros, cuando menos, uno sentía que caían los cuerpos al río. Entonces uno que pescaba de noche se quedaba callado y no prendía la linterna, porque si lo veían, venían por uno”. El puente del que habla Elkin es el Monumental, que comunica a Antioquia con Santander. Es pleno Magdalena Medio.

La casa de Aleyda Uribe, en el barrio La Milla Dos, siempre ha tenido vista hacia ese puente. Su patio da al río y fue allí donde vio por primera vez un cuerpo flotando y después decenas de veces más. Así creció: sabiendo que la muerte pasaba detrás de su casa.

“Yo le decía a mi mamá: ‘Deje a las ánimas en paz, uno después de muerto no quiere que lo molesten”, cuenta Aleyda. Su mamá le rezaba a las almas que bajaban por el río; eran cuatro, o cinco diarias, dicen. Pero también a las de los asesinados en Puerto Berrío, que eran muchos, pues la violencia paramilitar encontró refugio en estas calles.

El primero fue Ramón Isaza, que a finales de los 70 armó a ‘Los Escopeteros’ con la excusa de defender a la población de las Farc. En 1982, Isaza y sus hombres se unieron a las Autodefensas Campesinas de Puerto Boyacá (ACPB), comandadas por Gonzalo y Henry Pérez. Cuando en 1991 Gonzalo es asesinado por uno de sus hombres y Henry por Pablo Escobar, las ACPB le entregan las armas al gobierno de César Gaviria.

Pero la tranquilidad no duró mucho. En 1992, Isaza decidió rearmarse y creó las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio. Dos años después, uno de los hombres de los Pérez, Arnubio Triana Mahecha, alias ‘Botalón’, revivió las ACPB. Y, aunque los dos se desmovilizaron en 2006, la violencia nunca dejó estas calles. Ahora es la disputa por el control del microtráfico la que pone los muertos; más ánimas a las que rezarles.

Sí, la historia de Puerto Berrío parece la de un cuento, pero mucho más cruel y un tanto pintoresco. Mientras camina por una calle llena de pájaros en los cables de luz, Manuel Monsalve, habitante de Puerto Berrío, cuenta que esas aves llegaron hace muchos, muchos, años y que nunca se fueron. Esto no tendría nada de extraño sino fuera porque son golondrinas migratorias y nunca están más de seis meses en el mismo lugar. Tanto a las ánimas como a las aves les gusta este pueblo ribereño.

Y es que no se sabe si es la vehemencia de la violencia o la fuerza con la que desean que se acabe, pero en Puerto Berrío pintan sus puertas con los colores más vivos y más bonitos. Como diciendo “miren, todavía tenemos mucha vida por cuidar”.