Son las palabras que sentencia Venus* mientras danza junto a sus compañeras en el Centro Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá. Venus es mujer, indígena, campesina y madre cabeza de hogar. Llegó desplazada a la capital en 1990, cuando tenía tan solo 15 años, luego de que la entonces guerrilla de las FARC-EP se tomara por un mes la vereda El Triunfo, en el municipio de Ortega, Tolima. Han pasado 33 años desde que varios hombres del grupo armado golpearon a su papá, violaron a su mamá, desaparecieron a su perra Kastalia —quien intentó ayudarla—, y la secuestraron a ella para agredirla sexualmente.
La violencia en contra Venus no paró ahí. Tras ser desplazada de su territorio, la ausencia de atención institucional y la vulnerabilidad económica la obligaron a prostituirse, así como a desarrollar enfermedades físicas y psicológicas. La historia de Venus y la de muchas mujeres que fueron víctimas de violencia sexual en el conflicto armado colombiano están atadas a un largo camino de revictimización.
De acuerdo con el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), entre 1959 y 2016, al menos 16.068 personas en el conflicto armado colombiano fueron violentadas sexualmente. De las cuales, 9 de cada 10 víctimas son mujeres.
Según el Informe Final de la Comisión de la Verdad, volumen Mi cuerpo es la verdad, la violencia sexual ha sido usada como estrategia de guerra por todos los grupos armados: paramilitares, guerrilleros y miembros de la fuerza pública. Sus objetivos son controlar el territorio; infundir terror en la población; humillar al adversario, es decir, a los hombres del bando contrario por no haber sido capaces de proteger a las mujeres, y generar desplazamiento forzado.
“Me sacaron de la casa y me llevaron con ellos. Yo les gritaba a mis papás que no me dejaran llevar, pero no hicieron nada. Me llevaron y me tuvieron como 2 o 3 noches. Me violaron, pasaba el uno, pasaba el otro. Muchos, muchos, muchos”, recuerda entre lágrimas Venus. Luego de las agresiones sexuales, fue abandonada en un río. Una persona la ayudó y la llevó a un pueblo. Allá se volvió habitante de calle y llegó a Bogotá. Meses después tuvo a su hijo, quien actualmente tiene 32 años, y es producto de los hechos victimizantes.
Durante el conflicto armado, las mujeres padecieron tácticas de guerra específicas contra ellas que no solo se ejecutaron con la violación sexual y el embarazo forzado, sino también con otras modalidades que identificó la Comisión de la Verdad. “Algunos paramilitares cuando controlaban el territorio ejercían una moral muy violenta sobre las mujeres, y les prohibían incluso el uso de minifalda. En el Magdalena Medio fueron dueños de algunos establecimientos de prostitución y explotación sexual”, detalla Flora Rodríguez Rondón, antropóloga e investigadora sobre género y sexualidad.
De acuerdo con el informe Mi cuerpo es la verdad, estas violencias representan las expresiones más crueles y con mayor carga simbólica contra las mujeres y son resultado del sistema patriarcal. El patriarcado —o relación de género establecido en la desigualdad— es la estructura política, económica, social y cultural más antigua y permanente en la humanidad. “Los impactos del conflicto armado en las mujeres fueron desproporcionados justamente por la existencia previa del patriarcado en la sociedad y en la cultura”, insiste el informe.
Así como Venus, el cuerpo de Mariposa*, una mujer indígena Emberá-Chamí de Pueblorrico, Antioquia, padeció los embates del conflicto. La tarde de un viernes de 1990 —cuando tenía tan solo 16 años— al salir de la escuela rumbo a su casa fue retenida en un rastrojo por miembros de las FARC-EP. La amordazaron, le quitaron los zapatos y la hicieron caminar toda la noche. “Me metieron a un campamento, me violaron y esa violación me produjo una hemorragia que casi que no se me quita. Me decían que por puta y por andar por esos caminos me pasaba lo que me pasaba”, rememora Mariposa con la fortaleza que ha construido tras años de liderar procesos de visibilización de violencia sexual.
Fueron cuatro días de maltrato físico y verbal donde otras violencias como la discriminación, el racismo y el sexismo se entrelazaron para establecer relaciones jerárquicas e injustas contra ella. Tras la agresión sexual, su mamá la trasladó a Andes, Antioquia. Un año después, en 1991, volvió a vivir lo mismo. “Me cogieron unos hombres subiendo un puente que se llamaba ‘El Colgante’, me retuvieron una mañana y me levantaron al otro día. Esa gente se le monta a uno encima y le hacen toda la noche y todo el día”, lamenta Mariposa.
Ese mismo año Mariposa se casó, pero los hechos victimizantes afectaron su salud física y mental, y su intimidad. “Yo no quería estar con mi esposo, ni tener relaciones, ni nada porque yo me acordaba de todo. Yo tuve a mi hijo fue por obra y gracia del Espíritu Santo y de un tratamiento, porque yo no pude volver a tener hijos debido seguro a esa violación”, confiesa Mariposa.
La Comisión de la Verdad identificó tres dinámicas patriarcales que exacerbaron las violencias contra las mujeres durante el conflicto armado:
Según cifras del CNMH, entre 1959 y 2016 se registraron al menos 14.534 casos de violencia sexual contra mujeres en contexto de conflicto armado, de los cuales, 562 se desconoce la fecha exacta. El 2002 fue el de mayor violencia sexual con 1.317 hechos, específicamente en Antioquia con 232 de ellos, seguido por Magdalena con 216 y Putumayo con 126. El artículo La periferización del conflicto armado colombiano, del abogado y politólogo Jerónimo Díaz Sierra, sostiene que en aquel momento las FARC-EP, el ELN y las AUC aumentaron su pie de fuerza y el número de ofensivas, y la fuerza pública incrementó sus operativos. Ese mismo año fue electo como presidente Álvaro Uribe Velez.
Respecto a estas cifras, hay reflexiones. El CNMH, en su informe ¡Basta Ya!, señala que el proceso de recolección de información comenzó de manera tardía por la nula voluntad política para reconocer la existencia del conflicto armado en el país, además de los obstáculos metodológicos y logísticos. El texto Memoria histórica con víctimas de violencia sexual: aproximación conceptual y metodológica, elaborado por la misma institución, apunta que algunas víctimas solo se presentan ante las instituciones del Estado en condición de desplazamiento forzado y el delito de violencia sexual no es denunciado.
El artículo La violencia sexual en contra de las mujeres como estrategia de despojo de tierras en el conflicto armado colombiano, de la abogada e investigadora Lina María Céspedes, afirma que la violencia sexual es una de las más invisibilizadas por las múltiples barreras que encuentran las mujeres para acceder a la justicia: desconocimiento de sus derechos, falta de recursos económicos, imposibilidad de probar el delito, funcionarios poco capacitados, retrasos en los trámites y vergüenza. Todo esto genera la existencia de subregistros, es decir, el número de casos registrados son inferiores a los ocurridos.
Así como Venus y Mariposa, Flor de Urraca* tiene una historia de vida llena de similitudes. Originaria de Yacopí, Cundinamarca, a sus 30 años, fue víctima de violencia sexual por paramilitares. La tarde del 19 de junio de 1987, mientras ella preparaba el almuerzo para su familia, tres hombres irrumpieron en su casa: le colocaron un trapo en la boca, la amarraron de píes y manos, y la violaron. “Me reventaron la boca, las manos y los ojos. Uno me agarró en el piso y me dio tres patadas. Pasó el otro y me pegó otro puño, y así. Me amenazaron con hacerle daño a mis hijos y tuve que irme. Al otro día amanecí moreteada en el monte”, recuerda Flor de Urraca.
Fueron tres días en los que merodeó entre la maraña para cuidar la vida de sus hijos y la de ella. De esa violación quedó embarazada, pero el bebé nació muy enfermo y tres meses después murió. “Yo sentía rabia porque era algo que no había buscado. Entonces, eso de tener un bebé enfermo y buscar la solución… y es que yo me di cuenta tarde porque no me llegaba el periodo. De ahí los mareos, las náuseas, todo”, expresa Flor de Urraca con mucho dolor.
El conflicto armado le arrebató la libertad a las mujeres para decidir sobre su vida sexual y reproductiva: fueron forzadas a ser madres. Algunas de ellas, por su corta edad y ausencia de educación, desconocían sus funciones anatómicas. Solo hasta que llegó el parto tuvieron conciencia del embarazo.
Según Alejandra Coll, asesora de incidencia del Centro de Derechos Reproductivos, hay un subregistro de violencias reproductivas porque hasta hace no más de 10 años se empezó a hablar en Colombia de su existencia. “Son las más invisibilizadas por muchas razones, pero especialmente por el desconocimiento sobre la autonomía reproductiva —como parte de los derechos fundamentales de las mujeres— que llevó a que no se investigara a profundidad”, asegura Coll.
Además, agrega que el derecho penal colombiano no ha reconocido algunas violencias reproductivas y eso también ha dificultado históricamente dimensionar la situación. “La anticoncepción forzada no es delito, técnicamente, todavía. Tampoco los embarazos forzados porque, a menos de que el embarazo sea producto de violencia sexual, no cabe en el derecho penal”, explica Coll.
Al respecto, Ana María Rodríguez, directora de la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), señala que el valor de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) está en que no se limita al derecho penal colombiano porque puede aplicar estándares del derecho internacional como el Estatuto de Roma. “Colombia lo ratificó en 2002 y continúa vigente, y ahí sí se reconocen todas las modalidades que están dentro del espectro de las violencias sexuales y reproductivas”, afirma Rodríguez.
El conflicto no solo se instaló en los territorios, sino también en el cuerpo de las mujeres que —para proteger la vida de sus familias y la propia— algunas no tuvieron más opción que desplazarse a Bogotá. Tales son los casos de estas tres mujeres que encontraron una ciudad hostil que, lejos de salvaguardar sus derechos y repararlas, continúa victimizándolas. “Cuando llegué, por lo que me sucedió, yo no quería saber de los hombres. No tengo familia aquí, así que lo único que hacía era pedir dinero por ahí, por la 19, por la 18, por el Santa Fe, para arriba y para abajo”, rememora Venus.
Tras deambular por la ciudad, pasar noches frías durmiendo bajo los puentes y aguantar hambre, Venus cayó en la prostitución. “Yo me resolví tener relaciones sexuales con hombres, pero cuando trataba de hacerlo veía en la cara de ellos a la guerrilla. Un día salí corriendo y el dueño de la residencia llamó a la Secretaría de Salud y me internaron, me colocaron medicamentos y perdí el conocimiento”, comenta Venus.
Según la investigadora Flora Rodríguez Rondón, lamentablemente, hay una idea muy arraiga en la sociedad de que las mujeres poseen un “bien” y es explotar sexualmente su cuerpo, en términos de recursos económicos, para poder sobrevivir. “Esto es sexo por supervivencia, no son decisiones libres, sino por coerción por sus mismas circunstancias de vida”, afirma Rodríguez.
En una investigación de la Secretaría de la Mujer, realizada en 2017 para la caracterización de personas que realizan actividades sexuales pagas en contexto de prostitución, se entrevistó a una muestra de 2.758 personas y el 1.7%, es decir, 47 de ellas señalaron ser víctimas del conflicto armado. Para ese año, según esa misma institución, se registraron 7.904 mujeres en situación de prostitución. Sin embargo, cuantificar las dimensiones de quienes están obligadas a explotar su corporeidad para subsistir, a causa del conflicto armado, comprende dificultades porque muchas de ellas deciden no ser parte de los registros.
Así lo señalan Venus y Mariposa, quienes jamás han querido figurar en un documento que las asocie con la prostitución. “Yo nunca he querido firmar esos registros porque a mí me da mucha vergüenza con ese método de ganarme la vida. Yo fui obligada a hacerlo para sobrevivir y me tocó seguir haciéndolo, pero no me siento cómoda y por esa razón yo nunca firmo”, admite Venus.
La Sentencia C-636 de 2009 de la Corte Constitucional de Colombia reconoce la prostitución como “una profesión u oficio de libre escogencia”, por lo tanto, su ejercicio no está prohibido en Colombia. La Sentencia T-629 de 2010 de la misma corte es el primer precedente jurídico en el país sobre prostitución como trabajo sexual y la acepta como una actividad económica, lícita, que se ejerce con autonomía individual o en establecimientos de comercio. Sin embargo, para Venus y Mariposa —quienes no han tenido libertad económica para elegir— esta conceptualización les resulta violenta.
“Esto no es un trabajo, es un acto obligado que tenemos las mujeres por necesidad cuando salimos del territorio por el conflicto armado, y porque no tenemos a quién o qué acudir. No tenemos educación, acceso a internet y computador”, revela Mariposa. Además, comenta que los saberes de la mujer rural son incompatibles con las perspectivas de ciudad, y la prostitución al no exigir una hoja de vida es la única opción posible para subsistir.
Luego de ser amenazada por segunda vez por las FARC-EP, Mariposa llegó en el 2004 a Bogotá. Tres años antes, en el 2001, su esposo fue desaparecido por ese grupo armado. “Esos mismos me vieron y me pusieron boleta. Me dieron 48 horas para salir con el niño y me tocó irme. Esa tristeza porque toca salir y dejar todo. Yo llegué a esta ciudad a seguir guerreando porque acá nos vuelven a pasar cosas”, precisa con nostalgia Mariposa.
El desespero de no tener cómo proveerle alimentos y hogar a su niño la obligaron —durante 4 años— a ejercer la prostitución. “Es durísimo, son cosas que uno no las puede contar. Durante el ejercicio de eso me amenazaron y varias compañeras fueron asesinadas por los mismos hombres. Es como si nosotras las mujeres fuéramos nada, nuestros cuerpos no son nada. Nos pasa algo y todo queda en la impunidad”, denuncia Mariposa.
Cuestiona que, aunque la prostitución es reconocida como una actividad económica licita, no tienen garantías ni estabilidad en los ingresos. “Si la prostitución fuera trabajo, nosotras recibiríamos salario mínimo, seguro de salud, prima navidad y las enfermedades de transmisión sexual serían tratadas como riesgos laborales, pero no. Eso es lo que tienen que entender las instituciones”, agrega Mariposa.
Tras huir de los paramilitares, Flor de Urraca llegó desplazada a Bogotá. Mientras buscaba trabajo, reciclaba cartones. Buscó y buscó, pero no encontró. “Un día una vieja me dice: yo la veo a usted caminando para allá y para acá, ¿no tiene trabajo?. Le dije: no, estoy buscando trabajo, pero también dónde vivir. Ella me dijo: yo conozco un sitio donde puede vivir y trabajar”, recuerda Flor de Urraca. Su ingenuidad la llevó a un lugar que tenía un bombillo rojo en la puerta y para su desgracia era un prostíbulo manejado por una red de trata.
Fueron meses de maltrato físico y emocional. “Ellos se quedaban con el dinero porque para eso ellos me daban techo y comida. Eso era tráfico de personas. Vivir eso es terrible, esos putos me violaban también. Lo que yo viví en el territorio, también lo viví acá en la ciudad”, admite Flor de Urraca. Meses después, logró huir del prostíbulo a través de un hombre que frecuentaba el lugar. Él se convirtió en su pareja sentimental, pero luego del primer mes llegaba borracho y la golpeaba. “Yo decía: ¿cómo es posible que yo tenga mamá y al final no tenga con quién contar?. Finalmente me pude escapar de ahí y luego me defendí trabajando en restaurantes, pero esto es mucho dolor”, expresa Flor de Urraca.
Al respecto, Julia Bedoya Ramírez, investigadora en temas de explotación sexual y trata de personas, explica que la línea de la trata la prostitución es muy delgada y en los últimos años ha cambiado el modus operandi del delito porque hay amenazas, extorsión, constricción y sometimiento de la víctima. “Antes era un tema de prostitución muy ligado a las necesidades y carencias del nivel de vida de las mujeres, pero ya no podría decirse que es algo voluntario porque va más hacía la comercialización del cuerpo, de negocios y en donde entran las mafias”, agrega Bedoya.
Después de enfrentar años de intermitencia entre habitar las calles de Bogotá y estar hospitalizada en centros psiquiátricos, solo hasta el 2017 Venus accedió a terapias gracias a una fundación. “Ellos me sacaron de donde yo estaba internada porque tenía que cuidar a mi hijo menor. Yo no quería que me lo quitara el el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), como pasó con mi hija intermedia. Allá me motivaron a encontrarle otro sentido a la vida”, reconoce Venus.
Los hechos victimizantes, tanto del conflicto armado como de la prostitución, afectaron su salud física y mental. Venus está diagnosticada con estrés postraumático y trastorno psicótico agudo. Su estabilidad emocional depende del consumo de fármacos de alta potencia como el Lorazepam y la Resperidona. También está recibiendo tratamiento de radioterapia en su útero, pues en el ejercicio de la prostitución adquirió los genotipos 16 y 18 del Virus del Papiloma Humano (VPH) que corresponden a alto riesgo de desarrollar cáncer de cuello uterino.
El artículo Salud mental y conflicto armado en Colombia, de los psicólogos Luis Moreno, Tatiana Bustos y Miguel Gómez, concluye que tras revisar 140 investigaciones, los principales diagnósticos y cuadros psicopatológicos en víctimas del conflicto son: depresión, ansiedad y estrés postraumático. Además, señalan que solo el 7% de las investigaciones reportó procesos de intervención y en muestras poblacionales mínimas. Por lo tanto, aconsejan estructurar programas de intervención psicológica y psicosocial fundamentados en enfoques clínicos, políticos, sociales y culturales para construir una cultura de paz.
Así como Venus, Mariposa y Flor de Urraca no han recibido a través del Estado atención psicológica y médica especializada para víctimas del conflicto armado. Estas tres mujeres son el reflejo del desamparo estatal que viven cientos de víctimas a diario y que tienen que lidiar con la indiferencia institucional y las cicatrices visibles e invisibles de la guerra.
Mariposa fue diagnosticada con VPH producto del ejercicio de la prostitución, le han practicado 9 cirugías en su pierna izquierda y solo hasta el 2021 —año en el que falleció su hijo— pudo acceder a tratamiento psicológico donde le diagnosticaron discapacidad psicosocial múltiple. Recientemente le detectaron Sepsis, una infección con respuesta inflamatoria en todo el cuerpo que es causada por una bacteria y puede ser mortal. “En la prostitución uno está en riesgo de que le peguen una enfermedad porque hay hombres que no les gusta usar condón y pues sí, a mí me hicieron un examen y tenía ese virus”, confiesa con preocupación Mariposa.
La investigación Prostitución y tráfico de personas en nueve países, de la psicóloga clínica e investigadora Melissa Farley, —considerado el estudio internacional de mayor escala realizado hasta la fecha— clasifica los síntomas de las mujeres en situación de prostitución y trata en la misma categoría de gravedad de los veteranos y refugiados de guerra: depresión, ansiedad, estrés postraumático, disociación, abuso de sustancias y enfermedades de transmisión sexual. Esto se debe a que, tanto el conflicto armado como la prostitución, son situaciones traumáticas y estresantes que afectan el bienestar físico, psicológico y emocional.
“Han venido psicólogos y me han atendido, pero no ha sido la atención correcta porque aún tengo los traumas, los recuerdos, los dolores. Me acuerdo de las cosas y las vuelvo a vivir otra vez. Eso es terrible tanto sufrimiento, tanta pensadera, tanto estrés, tanto dolor”, relata Flor de Urraca.
Venus, Mariposa y Flor de Urraca nacieron en fechas y territorios diferentes, pero comparten una historia de vida en común: violencia sexual, violencia reproductiva, privación a la libertad, tortura, desplazamiento forzado, destrucción del núcleo familiar, explotación de su corporeidad y violencia institucional. Estas tres mujeres, con educación básica primaria y sin asesoría jurídica, han tenido que leer y aprender sobre sus derechos para defenderse ante las instituciones del Estado, casi siempre sin éxito.
Según la Ley 1448 de 2011, toda persona que haya sufrido daños a partir del 1 de enero de 1985 como consecuencia de infracciones al Derecho Internacional Humanitario o violaciones a los derechos humanos —ocurridos con ocasión del conflicto armado interno— recibirá ayuda humanitaria, atención y reparación, para reivindicar su dignidad y asumir su plena ciudadanía. Sin embargo, hasta la fecha, ninguna de las tres ha sido ayudada, atendida, ni reparada.
“A mí nunca me han colaborado con nada, es una indiferencia total. En una ocasión fui a preguntar por mi reparación y el funcionario al ver mis soportes de discapacidad mental me dijo que él no trataba con locas”, lamenta Venus. Ella es consciente que la reparación va más allá del dinero y que, si pudiera pedir imposibles, elegiría volver a ser niña y regresar con sus papás. Sin embargo, lo más realista e inmediato que desea es acceso a dos derechos básicos. “Una casita me daría estabilidad porque todos los días pienso en el ‘pagadiario’ y eso me desequilibra emocionalmente. También educación para su hijo porque él es un niño muy esforzado”, expresa Venus con llanto.
La reparación para las mujeres víctimas del conflicto armado varía según sus necesidades físicas, psicológicas, económicas y sociales. En el caso de Mariposa, la reparación que anhela es atención psicológica, un proyecto productivo donde se pueda emplear y la posibilidad de ayudar a mujeres que han sufrido los mismos hechos victimizantes que ella, pero que no han podido avanzar. Esto último se le ha dificultado porque ella, como lideresa social, requiere un espacio de reunión e implementos materiales para hacerlo realidad. “Yo fui a la Unidad para las Víctimas y me dijeron que no me podían ayudar porque mi desplazamiento tenía que ser reciente. Quiero ayudar a las mujeres que lo necesiten para que aprendan de quienes hemos podido sanar”, comenta Mariposa llena de ilusión.
Clara Sandoval, experta en medidas de reparación a víctimas de violencia sexual, afirmó en una audiencia pública ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que la Ley 1448 es el recurso con mayor efectividad para las víctimas, pero que se debe implementar el enfoque de género para mejorar su efectividad. “El Registro Único de Víctimas (RUV) reporta que hay más de 7 millones de víctimas sujeto de reparación, hay 39 mil mujeres registradas como víctimas de violencia sexual y solo el 33 por ciento han recibido reparación, y se estima que tardaría 57 años reparar a todas las víctimas del RUV”, añade Sandoval.
Las demoras en el acceso a la reparación no solo preocupan a los expertos, sino también a las víctimas, quienes esperan recibir una compensación económica para estabilizar sus proyectos de vida, restaurar su dignidad y acceder a servicios de atención integral. Así lo afirma Flor de Urraca —quien está próxima a llegar a su tercera edad— y teme que la espera supere su tiempo de vida. “A mí no me han reparado y este año cumplo 60 años. Yo no tengo nada, yo vivo en la casa de mi mamá. Necesito atención en salud física y mental, una casa propia y un lugar donde pueda trabajar porque yo vendo sopas en la calle”, asegura Flor de Urraca.
Las historias de estas tres mujeres representan la realidad de miles de mujeres víctimas que continúan enfrentando la ausencia de reparación y de justicia. El pasado 27 de septiembre la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), a través del Auto 103 de 2022 que anunció la etapa de agrupación y concentración para investigar la violencia sexual y reproductiva, abrió la etapa de reconocimiento de verdad, responsabilidad, determinación de hechos y conductas del macrocaso 11 sobre violencias basadas en género.
En la etapa de agrupación, la JEP encontró registro de 35.138 víctimas de todos los actores del conflicto, por hechos de violencia sexual, reproductiva y otras violencias de género cometidas entre 1957 y 2016. En la etapa de reconocimiento definió tres subcasos: 1. Violencia basada en género contra personas civiles cometidas por miembros de las FARC-EP, 2. Violencia basada en género contra personas civiles cometidas por miembros de la fuerza pública, y 3. Violencia de género y por prejuicio al interior de la fuerza pública y de las FARC-EP.
Según María Angela Escobar, coordinadora nacional de la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales, el macrocaso 11 infravalora la violencia sexual porque la JEP la está tratando de manera transversal y no central. “Esperábamos que abrieran un macrocaso exclusivamente de violencia sexual porque es un delito autónomo y específico, pero en su lugar tenemos violencia de género que no es un delito, sino una categoría de análisis”, comenta con descontento.
De acuerdo con análisis preliminares de la JEP, las víctimas en su mayoría son mujeres jóvenes, entre los 18 y 29 años. Las estructuras de las FARC-EP a las que se les atribuye un mayor número de hechos son el Bloque Oriental y el Comando Conjunto Central. En la fase de agrupación y concentración, la JEP identificó un listado de presuntos autores —la mayoría reconocidos por sus nombres de guerra—, y está en proceso de establecer sus nombres legales y a las unidades a las que pertenecieron.
Algunos miembros de las FARC-EP continúan negando que la violencia sexual hizo parte de sus estrategias de guerra. Dicha posición es defendida bajo el argumento de que los estatutos de esa organización armada categorizaron la violencia sexual como una falta grave y que, en caso de que algún guerrillero la cometiera, se sometía a un consejo de guerra y a su fusilamiento.“La violencia sexual no era una política, pero nos la quieren meter como una política. Yo que anduve en muchos frentes y en muchas unidades y estuve casi 40 años en la guerrilla, nunca supe de una violación o un fusilamiento”, comenta Reinel Guzmán, alias ‘Rafael Gutiérrez’, quien fue tercero al mando del Bloque Oriental.
Según Ana María Rodríguez, directora de la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), si un firmante del Acuerdo de Paz no colabora con la JEP, sus crímenes serán investigados y juzgados por la Corte Penal Internacional (CPI). Agrega que la violencia sexual es uno de los crímenes más graves y reprochables, y que por eso sienten mucha vergüenza de admitir lo que hicieron. “En la guerra probablemente encontraron justificación para hacerlo, pero en este punto no, y más si se evidencia que fue una estrategia para ganar alguna ventaja militar o afectar a un enemigo en específico. No solo es un alto costo político, sino también social”, explica Rodríguez.
La apertura del macrocaso 11 es el resultado de la intensa lucha que realizó el movimiento feminista, organizaciones que representan a víctimas, y víctimas que trabajaron inquebrantablemente desde los diálogos del Acuerdo de Paz en La Habana, Cuba. Este hito histórico posiciona a la JEP como el primer tribunal de justicia transicional en el mundo encargado de investigar, juzgar y sancionar las violencias de género en el conflicto armado.
Para Lilibeth Cortes, subdirectora de Justicia Transicional en la Corporación Sisma Mujer, resulta lamentable que, cinco años después del inicio de la JEP, se abra el macrocaso 11 porque implica un retraso en el acceso a la justicia para las mujeres en relación con otros macrocasos que ya están más adelantados. “Hay que avanzar en la reparación a medida que avanza el proceso porque no hay tiempo, necesitamos que esto se haga de manera paralela”, enfatiza Cortes. Aún queda por definir la manera en que se aplicará el enfoque de género, la acreditación de las víctimas y la citación de comparecientes.
*Los nombres de las mujeres fueron cambiados para proteger sus identidades, ellas mismas los eligieron.