El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) registró 1982 masacres entre 1980 y 2012, que le causaron la muerte a más de 11 mil personas, según la base de datos publicada por esa entidad en marzo de 2014. Esos son los datos que se presentan en este reportaje. Sin embargo, nuevas investigaciones y posteriores actualizaciones han incrementado el número total de masacres ocurridas en Colombia a 2700.
El departamento en donde más se presentaron este tipo de hechos fue Antioquia, con 598, aunque también es el más poblado del país. Una medición más adecuada es aquella que tiene en cuenta la población del municipio o departamento que se está analizando, de modo que sea posible analizar el impacto de la violencia sobre el número de habitantes. En términos relativos, es en Cesar en donde ha habido un mayor impacto sobre la población, con 83.2 muertos en masacres por cada 100 mil habitantes.
Las masacres son solo una de las 14 modalidades de violencia que el CNMH define en el informe ¡Basta ya!, en donde también se recogen datos de desapariciones forzadas, asesinatos selectivos, atentados terroristas, minas antipersonal, delitos contra la integridad sexual, desplazamiento, entre otras.
No todos los actores armados cometieron con la misma frecuencia estos hechos violentos. Las masacres fueron ampliamente utilizadas por grupos paramilitares, mientras que, por ejemplo, los secuestros fueron más usuales entre las guerrillas, especialmente las FARC.
A pesar de que las masacres son uno de los crímenes que más llaman la atención de la opinión pública, la mayoría de ellas no supera las 10 víctimas. El 93% de las masacres cometidas en el país tienen esa característica.
Para que el Centro Nacional de Memoria Histórica considere un hecho como masacre, debe cumplir con varias características: ser un homicidio intencional de cuatro o más personas en estado de indefensión, haber ocurrido en iguales circunstancias de tiempo, modo y lugar, tener el propósito de exponer la violencia, a modo de ejemplo o lección para otros, y, además, debe haber sido cometido por un grupo armado o tenerse indicios de que lo haya sido.
No existe en la legislación internacional ni en el Código Penal Colombiano un delito llamado masacre. Eso no quiere decir que las conductas que conforman una masacre queden por fuera de la legislación. El derecho penal aborda estos actos como un homicidio en concurso de conductas punibles, es decir, la cantidad de personas asesinadas agrava la sanción en contra de quien lo comete. Además, en los casos en los que sea necesario, se agregan otros delitos cometidos en torno al mismo hecho, como la tortura o el concierto para delinquir.
La razón por la cual la masacre no se considera un delito es porque, de ser así, habría que definir el número de personas asesinadas que se requieren para que se cumpla la conducta típica. Eso, como explica Andrés Suárez, investigador del CNMH, causaría que los grupos armados buscaran evitar ser procesados por ese delito y modificaran algunas características del hecho, por ejemplo, asesinando a menos de cuatro personas y desapareciendo al resto. Eso implicaría que, al tratar de evitar una conducta punible, se favoreciera el incremento de otra como los asesinatos selectivos o la desaparición forzada.
Aún así, la sistematización de este tipo de datos estadísticos sobre la violencia en Colombia requiere definiciones claras. Por esa razón, el CNMH utiliza las características mencionadas para establecer qué se considera como masacre y qué no. Esa definición de las categorías le permite al Estado y a las instituciones que se dedican a la recolección de los datos sobre la guerra encontrar patrones, establecer causas del conflicto, construir memoria colectiva y formular políticas públicas. Pero eso no está exento de controversia.
Por ejemplo, en la base de datos de las masacres ocurridas en Colombia entre 1980 y 2012, no aparecen hechos muy conocidos, que en su momento fueron cubiertos con gran despliegue de los medios de comunicación, y que se consideran los casos insignia de la violencia que ha vivido el país. Esto sucede con la masacre de Bojayá del 2002, cometida por las FARC, en la cual murieron más de 70 personas como consecuencia directa de la explosión de un cilindro bomba que cayó sobre una iglesia durante un enfrentamiento con los paramilitares.
Tampoco aparece en esta recolección de información el caso de la conocida “masacre de Trujillo”, cometida por los paramilitares del Norte del Valle, en la que se calcula que murieron 245 personas entre 1986 y 1994. En ambos casos, el de Bojayá y el de Trujillo, hay una de las características de la clasificación de masacres que no se cumple. Como explica Andrés Suárez, en Bojayá no hubo una intención de atacar directamente a la población civil, sino que se presentó durante un enfrentamiento entre la guerrilla y los paramilitares que puso en el medio de la confrontación a los civiles. En Trujillo, afirma Suárez, no hubo idénticas circunstancias de tiempo, modo y lugar, sino que se trató de una serie de asesinatos colectivos y de masacres más pequeñas durante ocho años.
Esta sistematización de los datos de la violencia es útil porque permite notar fenómenos que a simple vista no se ven. Por ejemplo, la base de datos muestra que el municipio de Turbo, en el Urabá antioqueño, ha sufrido 42 masacres en las que hubo 266 víctimas. Eso indica que ese municipio tiene un índice de 255 muertos por cada 100 mil habitantes, muy por encima del promedio nacional. Pero no es el único, la mayoría de los municipios de esa región tiene índices similares o mucho peores.
Estas cifras tienen sentido cuando se recuerda la cruda historia de violencia que ha sufrido la región de Urabá. Esta es la zona en donde Carlos Castaño creó, en 1997, su aparato paramilitar conformado por más de treinta estructuras que ya estaban activas en el área. Pero Urabá no siempre fue una zona paramilitar.
Debido a la gran presencia de compañías bananeras, esta era una zona de fuerte actividad sindical y obrera. Este era el lugar perfecto para el afianzamiento de los movimientos guerrilleros. Las FARC y el EPL tenían dividido el territorio desde la década de los 70. Para esa época la división era más que territorial, era ideológica. El EPL era una guerrilla de corte maoísta, que creía que el motor de la revolución tenía que ser el campesino. El Frente 5 de las FARC estaba más concentrado en armar su base social con los sindicatos y sus luchas eran más de corte marxista-leninista, que ponía en la cabeza de la revolución a los obreros.
Las diferencias ideológicas causaban también formas distintas de lucha. Las FARC estaban más interesadas en la participación en política de la mano del Partido Comunista, mientras que el EPL, en esa época, no la tenía dentro de sus prioridades. Bernardo Gutiérrez, comandante del Frente 5 de las FARC se separó de esa guerrilla en 1978 y, junto con varios de sus hombres, se unió al EPL porque ahí encontraba más afinidad ideológica. Las FARC nunca le perdonó esa ofensa a Gutiérrez ni al EPL.
Esas tensiones explotaron en 1991 cuando el EPL se desmovilizó e inició el tránsito hacia un partido político que se llamó Esperanza, Paz y Libertad. Esa fue ya no solo una traición a las FARC sino una traición a la revolución misma. De esa manera quedó zanjada la división entre los territorios controlados por cada uno porque además un nuevo partido político significaba una fuerte competencia para la Unión Patriótica y el Partido Comunista. Las FARC respondieron con fuego.
Una de las acciones violentas más fuertes en contra de Esperanza, Paz y Libertad fue la masacre de La Chinita, en Apartadó. Militantes del movimiento político organizaron junto a varias familias del barrio una fiesta para recoger dinero y poder comprar útiles escolares para los niños que estaban a punto de empezar a estudiar. A las 2 de la mañana, un grupo de varios hombres de las FARC entró al barrio y asesinó a 35 personas.
Algunos de los desmovilizados del EPL no pretendían dejarse asesinar por las FARC y como respuesta crearon los Comandos Populares. Esta fue una guerra entre guerrillas que le abrió la puerta a Carlos Castaño a la región de Urabá. Las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, comandadas por la familia Castaño, aprovecharon ese enfrentamiento para aliarse con los Comandos Populares y enfrentarse a las FARC. Una de las estrategias más usadas para amedrentar al enemigo fueron las masacres.
Hay una tendencia en el país, como señala Suárez, de que por cada masacre cometida por las FARC, los paramilitares cometieron 3. Incluso, dice el investigador, en las épocas más fuertes de la violencia la relación llegó a ser de 6 a 1, es decir, los paramilitares cometieron hasta seis veces más masacres que las FARC. En Urabá no fue así. Suárez señala que esta es la única región del país en donde la relación fue pareja. Los peores años de esta guerra fueron entre 1993 y 1997. El caso de Turbo es ilustrativo: de las 42 masacres que ocurrieron en ese municipio, 21 de ellas, la mitad, ocurrieron entre 1993 y 1996.
La consecuencia para las FARC fue perder todo el apoyo popular que había tenido durante tantos años en Urabá. Por el contrario, sus enemigos cada vez se hicieron más fuertes y terminaron expulsando a la guerrilla de la zona y cooptando las bases sociales que tenía el EPL y el movimiento Esperanza, Paz y Libertad. Fue así como Urabá se convirtió en uno de los principales bastiones del movimiento paramilitar, hasta el punto de convertirse en la región en donde más de 30 estructuras paramilitares se unieron para conformar las Autodefensas Unidas de Colombia.
Autores: Karen Ortiz y David Riaño