Desaparición y asesinatos: la mal llamada 'limpieza social' en Cúcuta

Por: Juan Carlos Granados y Luis Miguel Gamba

***Algunos de los nombres fueron cambiados para salvaguardar la seguridad e integridad de las fuentes.

Camilo Roa tenía 28 años, era un hombre muy calmado, su problema era la adicción a las drogas, pero trabajaba para comprarse sus dosis, no tenía complicaciones en su casa y su familia sabía que consumía. Cuando no tenía dinero para adquirir drogas les pedía a sus padres, nunca intentó robar ni tomar dinero sin permiso. Camilo era un habitante de la Ciudadela de Juan Atalaya, esta zona es un conjunto de comunas, es el sector más poblado de Cúcuta y también uno de los más afectados por el conflicto armado. Trabajaba lavando buses, una vez su jornada laboral terminaba iba a una ‘olla’ del barrio Antonio Santos a comprar la droga. 


Esta zona era constantemente vigilada por paramilitares que identificaban a los consumidores y los asechaban. La tarde del 7 de septiembre del 2010, Camilo no tenía dinero y esperó para ir con un amigo a una de las ‘ollas’, su acompañante al parecer tenía antecedentes penales y supuestamente había robado una cadena de oro a la madre de un militar. Sin saberlo, Camilo al estar consumiendo drogas y estar acompañado de un supuesto ladrón, se convirtió en objetivo de una “limpieza social”.


Hombres armados se acercaron a él y su amigo y los subieron en un carro, luego Camilo fue encontrado muerto y descuartizado en una bolsa en el Canal de Bogotá, conducto que atraviesa la ciudad y que es alojado por habitantes de calle en algunas partes. La otra persona fue encontrada al lado del Estadio General Santander en las mismas condiciones. La Policía no realizó ninguna investigación, al final el caso terminó archivado, no se supo cuál fue el carro que se los llevó, ni quiénes fueron, tampoco se obtuvo material audiovisual en las cámaras del sector. La investigación quedó en nada.

 

Créditos: Isabela Carrascal 

 

Este es uno de muchos casos que se han presentado en esta región del país y la mayoría sigue en la impunidad. Wilfredo Cañizares, líder social y jefe de la Fundación Progresar, es un actor que ha luchado por los derechos humanos en Norte de Santander. Cuenta que ese tipo de crímenes iniciaron en los años 80, siendo una práctica llevada a cabo por las guerrillas las cuales ingresaban a sectores marginales donde había un vacío de poder, en zonas donde se presentaba un abandono estatal. “Buscaban asesinar a los consumidores de drogas, mujeres dedicadas a la prostitución, ladrones, gente señalada por la misma comunidad como indeseada para lograr tener control de la zona y apoyo de los habitantes”, señala el líder social.


Sin embargo, Cañizares no responsabiliza únicamente a las guerrillas y cuenta que en 1999 con la llegada de los grupos paramilitares desde Urabá a Norte de Santander y con el auge del conflicto en el departamento, esta práctica se intensificó. ‘Los paras’ al igual que las bandas criminales empezaron a utilizar esta modalidad de asesinato como método para expandir su control territorial y montar operaciones de microtráfico. 


Dos masacres que cometieron ´los paras’ fueron en un billar del barrio Cecilia Castro en abril del 2002 y la del barrio Antonia Santos en febrero del 2001, donde asesinaron en total a doce personas que supuestamente consumían drogas. La Fundación Progresar ha logrado documentar que en los últimos tres años se han cometido 45 homicidios bajo esta modalidad, 17 en el 2018, 22 en el 2019 y 6 en el 2020. 


Siguiendo esta lógica de control territorial e imposición de poder sobre zonas de Cúcuta, se presentaron muchas de estas masacres en distintos sectores de la ciudad. Julián Gonzáles, docente universitario de matemáticas, vivió en el barrio Aeropuerto de Cúcuta desde 1994 hasta 2005. Este barrio ha sido uno de los sectores de la ciudad que más afectado se ha visto por los grupos armados. 


En 1994, cerca de la zona, se encontraba un asentamiento guerrillero y delincuencia común, pero luego en el año 2000 los paramilitares llegaron y se adueñaron de la zona. “Cuando llegaron ‘los paras’ se reflejó una falsa paz, una falsa tranquilidad porque, aunque los cascareros fueron desterrados o eliminados, ellos exigían cuotas y eran los dueños de la vida o la muerte en la zona”, sostiene Julián.


Los paramilitares avisaban a sus objetivos militares que tenían que irse, relata Julián que conseguían el número de la persona amenazada y le decían que se fuera o si no ya sabía lo que le sucedía. Por lo general, si el amenazado no se iba, luego aparecía muerto. El docente cuenta que en un barrio que está próximo al barrio Aeropuerto que se llama Toledo Plata, había una banda delincuencial de jóvenes llamada Los Simpson. 


Eran aproximadamente 150 muchachos que estaban entre los 12 a los 21 años, solían atracar en el sector, pero una vez irrumpieron los paramilitares la mayoría fueron asesinados y sus cuerpos fueron arrojados a un canal de la zona. Julián siempre consideró que, si bien esos muchachos no hacían ningún bien, tenía consciencia de la situación social y económica en la que se habían formado, siempre los vio como niños mal encaminados.

 
Este suceso nuevamente quedó impune pese a que la comunidad supiera quienes eran los responsables, incluso se llegó a intuir una conexión entre paramilitares y militares. “Parecía que estaban coordinados con la fuerza pública, siempre que llegaban las autoridades a la zona nunca estaban los grupos armados, pero apenas se iban volvían a transitar con total tranquilidad”, asegura el docente. No había forma de contrarrestar a esos grupos por el abandono estatal tan grande que existía, los paramilitares muchas veces realizaban las “limpiezas sociales” de día y la Policía llegaba horas después. 


Cuando asesinaban a medianoche, los levantamientos de los cuerpos se llevaban a cabo a las 6 o 7 de la mañana del otro día. “Al que le mataban a una persona, simplemente deducía quiénes lo habían asesinado por la forma en que lo hacían, a bala. Tocaba enterrarlo y callarse porque si no seguían con los demás familiares”, dice Julián desde su propia experiencia. Su primo fue asesinado por ser consumidor de drogas y a otro primo lo mataron por venderlas. Él y sus familiares sabían que no podían denunciar ni buscar ayuda en las autoridades porque los paramilitares trabajan con redes de informantes y si alguien hablaba también era asesinado. 


Aun así, ni siquiera en el tiempo de luto hubo un respiro. “En cada una de las misas nos percatamos de la presencia de paramilitares infiltrados, estaban vigilando durante todo el velorio que no se dijera nada”. De esa forma, se cohibía a las víctimas de pedir justicia, haciéndoles saber que estaban en el punto de mira y que se les observaría para que no empezaran a señalar a los paramilitares de ser los culpables de las muertes.

 

Créditos: Andrea Vejar

Debido al constante temor por parte de las víctimas, a la alianza entre paramilitares y la fuerza pública y por la cantidad de homicidios que empezaron a acontecer, ese tipo de masacres se normalizaron por parte de los habitantes. Aquel que quisiera cambiar esta situación por medio de las denuncias se convertía en objetivo militar por parte de quienes las realizaban. Así lo cuentan los habitantes de las zonas más afectadas por estos crímenes.
Jaime Rodríguez ha estado toda su vida en el barrio La Victoria de Atalaya. Actualmente tiene 65 años y recuerda que las “limpiezas sociales” en la zona empezaron en los años 97 o 98. “Todas las noches eran tiroteos, no sé si por parte de los paramilitares, mataban a todos los consumidores de marihuana, extorsionistas, jaladores de carros. Hay una parte que se llama el Cerro de la Cruz y ahí llevaban a los delincuentes y los fusilaban en la cancha de fútbol”, recuerda Jaime.


Al barrio La Victoria, hubo una época que lo llamaban Chechenia, esto en referencia a la guerra que hubo en la república rusa que dejó de 50.000 a 100.000 víctimas, también descrita como el infierno olvidado. “La entrada de esos grupos acabó los hurtos diarios; ya no se veían lo que se conoce como raponeros, esas personas que robaban a la gente, les quitaban los relojes, las cadenas. En Cúcuta no se volvieron a ver ese tipo de robos por mucho tiempo, ahorita se están volviendo a ver, pero mientras se hacían esas limpiezas no ocurría”, dice Rodríguez.


Los grupos de “limpieza social” irrumpían en los barrios de Atalaya matando a los traficantes de drogas, ladrones y personas señaladas de estar en ese tipo de movidas, tratando de ganar aprobación por parte de la comunidad. A pesar de eso, Jaime considera que tampoco se debe proceder de esa manera, cree que para eso está la justicia y debe ser esta la que vele por la seguridad, no los grupos armados. No obstante, confirma que con la llegada de los grupos armados a Atalaya los robos disminuyeron mucho, se sentía mucha más tranquilidad en el día a día. 


Pero esta tranquilidad estaba embadurnada de sangre, John Jairo Jácome, periodista que trabajó once años en el periódico La Opinión de Cúcuta, cuenta que se llegaron a reportar en un solo día 28 personas asesinadas bajo esta modalidad. “Había días en los que mataban a tanta gente que el periódico se quedaba corto en la narración de los hechos, entonces lo que hacíamos era una enumeración de nombres de personas asesinadas, pero no había una historia detrás de esas víctimas”, relata Jácome.


Pese a la cantidad mórbida de asesinatos que se presentaban, la población no se notaba conmocionada más allá que por el número, pues las personas asesinadas muchas veces no eran reclamadas o como el mismo John Jairo lo expresa “no tenían dolientes”. 


Tiempo después, según el periodista, las familias de estos jóvenes drogadictos o habitantes de calle salieron a reconocerlos cuando empezó el proceso de Justicia y Paz en 2006 y luego con la aprobación de la Ley de Víctimas en 2011. Se les daba una remuneración económica a aquellos que pudieran demostrar que sus familiares fueron asesinados por grupos paramilitares.

 
Entonces, los reclamantes iban a los periódicos a preguntar si el nombre de sus difuntos familiares aparecía en algún apartado del medio de comunicación y de ser así, compraban el ejemplar para llevarlo a los entes de reparación de víctimas. De esta forma, La Opinión comenzó a vender una gran cantidad de diarios viejos donde se constataba el nombre de los asesinados. 


En este proceso de Justicia y Paz también se reconoció una práctica que lleva a pensar que los habitantes de la ciudad no solamente habían normalizado estos asesinatos, sino que los encontraban necesarios. Jácome expresa que “las mismas comunidades pudieron haber exigido a quienes hacían las veces de autoridades en ese momento (paramilitares) para que las “limpiezas sociales” se adelantaran”. Algunos presidentes de juntas de acción comunal se unieron y establecieron vínculos de convivencia con ‘los paras’ que terminaron traducidos en hechos o actos de aniquilamiento social, aseguró el periodista.


Hoy en día las masacres siguen considerándose “limpiezas” a pesar de que son exterminios. La justicia no responde por las víctimas y la sociedad parece justificar los asesinatos, las comunidades les dan el visto bueno y muchas veces veneran estos crímenes. Estos homicidios en general no se han tomado como un problema, cada vez cobran más vidas, pero los hechos se ‘normalizan’.

Créditos: Heidy Martínez

Actualizado el: Jue, 04/01/2021 - 12:02