¿CÓMO SE VIVIÓ LA VIOLENCIA SEXUAL DURANTE EL CONFLICTO ARMADO?

Por: Catalina Sanabria y Sebastián Muñoz

En el marco del conflicto armado en Colombia, se registraron de manera oficial al menos 15.711 víctimas de violencia sexual. Esto, entre 1959 y 2017 según una de las bases de datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH). Nueve de cada diez personas violentadas sexualmente durante la guerra fueron mujeres y se desconoce en casi un 90% su situación actual, si están vivas, muertas o desaparecidas. Navegue esta radiografía de la violencia sexual en el conflicto armado, en la que explicamos las cifras del CNMH desde el análisis de su geografía y desde el universo y los perjuicios psicológicos de las víctimas.

El conflicto ha dejado huellas imborrables en los cuerpos de las víctimas. Sus actores no se han conformado con apoderarse de los territorios que les son estratégicos, sino que también han colonizado los cuerpos de sus habitantes. De este modo, las miles de masacres en Colombia muchas veces vinieron acompañadas de abusos sexuales y del deterioro del tejido social, sobre todo de los pueblos rurales. Los líderes bélicos proyectaban que para destruir al enemigo también debían quebrantar su dignidad. Es ahí cuando la violencia sexual se configura como estrategia de guerra y forma de tortura.

El instrumentalizar a la mujer como un objeto sexual genera que, en medio del conflicto, se les perciba como “botín de guerra”. Así, actores paramilitares, miembros de la fuerza pública y guerrilleros han abusado de ellas, interpretándolo como recompensa de la victoria o como un medio para quebrantar a sus enemigos. Teóricos y estudiosos se han preguntado durante años por qué dichos personajes han arremetido sexualmente en contra de civiles indefensos, tanto mujeres como hombres y hasta niñas y niños. Aquí algunas pistas de sus hallazgos.

Existe un consenso entre autores que escriben sobre la violencia, como Tatiana Peláez Acevedo, en que una de las formas más efectivas para destruir la moral colectiva es mediante el cuerpo. No bastaba con asesinarlos, se debía dejar una marca en la moral pública y así las personas violadas podían advertir a otras sobre lo que les esperaba si desobedecían, oponían resistencia o simplemente trataban de defender su vida y su sexualidad.

 

Antioquia, epicentro de la violencia sexual durante el conflicto

 

Según la base de datos del CNMH, entre 1959 y 2017 se registraron al menos 15.020 casos de violencia sexual en el país y de otros 691 se desconoce la fecha, todos se dieron dentro del marco de la guerra. El año 2002 fue el de mayor violencia sexual, con 1487 casos. Específicamente en Antioquia se presentaron 249 de ellos, departamento seguido por Magdalena con 244 registros, pues el Bloque Norte de las AUC se expandía y consolidaba para la época. Respecto al contexto político de aquel entonces, ese mismo año quedó electo como presidente Álvaro Uribe Vélez.

Según el artículo Conflicto armado y pobreza en Antioquia Colombia de Maya Taborda, Muñetón Santa y Horbath Corredor, en 2002 también aumentó la ofensiva del Ejército y se dio el ascenso y la consolidación del paramilitarismo a través de la cooptación de territorios que estaban bajo dominio guerrillero. Dichas enfrentas trajeron consigo una ingente cantidad de delitos y abusos sexuales. Dicho artículo también narra que las dinámicas de la guerra, a manos de las FARC, el EPL, el ELN, la fuerza pública y varios grupos paramilitares, abarcaron casi la totalidad del territorio de Antioquia, especialmente entre 1995 y 2000.

 

De allí se puede explicar que tanto en los periodos como en los lugares donde se agudizó el conflicto, también se dio mayor violencia sexual. Teniendo en cuenta todo el rango cronológico de la base de datos y no solo el año 2002, el departamento antioqueño sigue estando a la cabeza, ya que representa casi el 20% del total de las víctimas registradas. Sin embargo, es importante tener en consideración la proporción poblacional para analizar este problema, pues Antioquia tiene una gran cantidad de habitantes.

Si los datos se analizan bajo otra perspectiva, la información cambia. Teniendo presente los afectados en relación con la tasa demográfica de cada departamento, el putumayense sería el principal perjudicado. De cada 100.000 habitantes, al menos 245 fueron víctimas de violencia sexual en Putumayo durante el conflicto armado entre 1959 y 2017. En la lista sigue Caquetá con 162 y Guaviare con 156 personas afectadas, mientras que de Antioquia se registran 45. De esta manera, incluso si el antioqueño tiene la mayor cantidad de casos, Putumayo tuvo mayor cantidad de victimización según su proporción poblacional.

 

Las cifras son apenas la punta del iceberg

 

Hay reflexiones respecto a estos datos. Sandra Patricia Mojica, socióloga de la Universidad Nacional de Colombia y quien ha dedicado su vida profesional a abogar por los derechos y políticas públicas para las mujeres (actualmente es gerente del programa Derecho a la Justicia de Oxfam), afirma que las cifras son apenas ‘la punta del iceberg’, pues muchas historias no llegan a conocerse.

Es común que las mujeres no hagan las denuncias debido a distintas razones: el miedo, el riesgo de amenazas tanto contra ellas como contra sus familias, la falta de seguridad y de garantías de no repetición, etcétera. Igualmente, según la socióloga, la impunidad de los delitos sexuales en Colombia es gigantesca.

 

“La ruta en general para que una víctima ponga la denuncia, ni siquiera sólo en el marco del conflicto armado, no es sencilla. Las trabas institucionales son muy grandes, pues la mujer es revictimizada y finalmente pueden pasar cinco, diez años sin que le resuelvan su caso —si es que se resuelven —”, asegura.

 

Además, tampoco hay acompañamientos psicosociales y jurídicos que a las víctimas les permitan llevar un proceso de tal naturaleza, los cuales son necesarios porque se le está haciendo frente a grupos armados tanto legales como ilegales, un inmenso número de figuras intimidantes y poderosas en Colombia. Mojica enfatiza que todas las mujeres deberían tener derecho a la paz y acceso a la justicia, y sin embargo eso es lo que más se les vulnera.

Aunque en la guerra la violencia sexual se haya convertido en una de las principales herramientas de sumisión de los pueblos, en una consecuencia inminente de la deshumanización del enemigo, hay factores de fondo que obdedecen a una sociedad patriarcal. Incluso en los espacios cotidianos como el transporte público y hasta el propio hogar, esta problemática se manifiesta. La socióloga explica que en un contexto civil, el 60% de los victimarios de violencia sexual son personas cercanas o conocidas por la víctima.

Organizaciones de y para las mujeres buscan cambiar esta realidad, que se deje de normalizar la violencia sexual y que se erradiquen estas prácticas bajo discursos de revictimización como el de “en la guerra todo se vale”. Argumentan que las mujeres no tienen la culpa por los crímenes a manos de grupos armados o cualquier otro perpetrador. Algunos de esos colectivos son La Casa de la Mujer, Mujer Sigue Mis Pasos y la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales. Este último tiene procesos internacionales y recursos asociados con el ginecólogo congoleño Denis Mukgewe, Nobel de Paz por su labor de reparación fisiológica a mujeres que han sido violadas.


Convivir con el trauma

 

Silvia María Antonia Rivera, psicóloga de la Universidad Javeriana y psicoanalista, ha dedicado gran parte de su carrera profesional a realizar investigaciones en torno a los traumas que ha dejado el conflicto armado. Rivera ha atendido víctimas de violencia sexual y ha estudiado sus casos tanto en el contexto de la guerra como en el ambiente cotidiano. Según ella, las secuelas psíquicas que deja el abuso sexual se trasladan a distintas áreas de la vida, pues los procesos de confianza personal y la apropiación del cuerpo se ven interrumpidos por la experiencia traumática.

Rivera afirma que un episodio de violencia sexual puede acompañar a la víctima por el resto de sus años, en tanto puede llegar a destruir su capacidad para tener una vida sana. Las víctimas jóvenes sufren un proceso de introspección y encierro en sí mismas porque pierden el deseo de explorar el mundo y experimentarse en este: “lo que logra el agresor es cerrar el mundo de esta niña o joven, pues impone su voluntad sexual sobre las necesidades afectivas de la joven y trunca elaboraciones que son necesarias para que la niña pueda estructurarse de forma sana psicológicamente”, dice Rivera.

De este modo, el tratamiento no se enfoca en desaparecer la memoria traumática, pues esto puede resultar imposible. Por el contrario, se enfatiza en la habilidad que puede desarrollar la víctima para resignificar dicho trauma, para saber vivir con este y convertirlo en algo distinto, ya que, como afirma Rivera, “existe un profundo temor por parte de la víctima de que su cuerpo vuelva a ser violentado. Los procesos identitarios y el entendimiento de la persona como parte del mundo se ven profundamente truncados”.

Además, la violencia sexual viene acompañada de narrativas que se dan después de la agresión y vulneran la psicología de las víctimas. El machismo se traslada al trato que se les da incluso desde el marco civil y la esfera privada. Rivera plantea que muchas veces “son las mismas familias las que callan el abuso, por temor a que el padre proveedor se vaya (...) Además, se insinúa que la sociedad responsabiliza a las mujeres y niñas del abuso”.

Rivera afirma que una de las principales diferencias entre la violencia sexual en el contexto del conflicto armado y la violencia sexual en el ámbito civil es que en este último es más difícil evitar encontrarse con el victimario en el futuro. “La gran mayoría de casos de violencia sexual en la cotidianidad es ocasionado por un familiar o persona cercana, por lo que resulta imposible evitar a dicho familiar en el futuro. En el contexto del conflicto armado, las víctimas se desplazaban o se movían de sus hogares para evitar seguir siendo violentadas”, afirma Rivera.

 

La institucionalidad: revictimización y carencia de oportunidades

 

 

La base de datos referenciada muestra que entre mujeres y hombres, 750 víctimas están vivas, 942 muertas y 19 desaparecidas. Se desconoce la situación actual de las 14.000 personas restantes, pero se sabe que 13.092 son mujeres. Según la especialista Carolina Mosquera, investigadora de la organización Sisma Mujer, este problema se puede relacionar con la violencia institucional, es decir, aquellos hechos victimizantes que se dan por parte del Estado. Para ella, también hay una falta de verdad de los victimarios, así como fallas en las entidades para indagar cada uno de los casos y el estado de las víctimas.

Mosquera pone un ejemplo: el caso de Deyanira Guerrero, una lideresa social de Putumayo e integrante de la Alianza Tejedoras de Vida. El 2 de mayo de 2018, Deyanira salió de su casa y no volvió. Al día de hoy no se sabe sobre su paradero ni su estado. Al respecto, el periodista Daniel Samper Ospina escribió una columna en su reciente medio de comunicación Los Danieles. Aquí un fragmento:

“Deyanira tiene 38 años. O tendría. O debería tener: nadie sabe cómo referirse a la presencia invisible en que se convirtió. Jonier, su hijo de catorce años, dice que, para no estar triste, se imagina que ella está trabajando en la tienda, común y corriente, y que por la tarde vendrá ayudarle a hacer tareas (...) Cada uno debe imaginarse qué pasó, y administrar la esperanza traicionera de que un día cualquiera entrará de nuevo por la puerta”.

Unos meses antes, Deyanira había sido amenazada (no se sabe por parte de quién) debido a su labor social con la Alianza Tejedoras de Vida. Sin embargo, Mosquera afirma que la justicia colombiana insinuó que su desaparición podría deberse a una “escapada” con su pareja. Según ella, este tipo de aseveraciones son frecuentes al tratar las desapariciones sobre todo de mujeres, porque los estereotipos y las violencias de género se han reforzado en nuestra sociedad.

Comúnmente se escuchan juicios machistas hacia las mujeres víctimas. Ello las revictimiza y es una de las principales trabas para que denuncien los abusos que se han dado en su contra o para saber lo que les ha pasado a las desaparecidas, explica la experta. Así se entorpecen, interrumpen y se archivan las investigaciones, y en muchas las víctimas se vuelven casi que fantasmas, como dice Samper “otro cuerpo etéreo que nadie sabe dónde está” ni qué le sucedió.

El sesgo machista no solo está presente en la ciudadanía, sino incluso en la jurisdicción y en las políticas públicas del país. Hay allí un tema de fondo que es la falta de oportunidades para las mujeres. Mosquera sostiene: “hay una ecuación de la que hablamos en Sisma Mujer: a mayor vulnerabilidad, mayor riesgo y a mayores capacidades, menor riesgo.  Entonces si se avanza en desarrollar esas capacidades de las mujeres, por ejemplo con inserción económica, empleabilidad, acceso a la educación y a la educación superior, así tendrían más elementos para no estar vulnerables frente a los escenarios de la guerra (...) Muchas se enlistaron a grupos armados ilegales porque en sus casas no tenían las condiciones materiales para llevar una vida digna”.

 

Víctimas silenciadas

 

La psicóloga y psicoanalista Silvia Rivera considera que las víctimas masculinas de abuso sexual han sido profundamente invisibilizadas, pues no existe un reconocimiento social del delito de violencia sexual hacia los hombres. De esta manera, según Rivera, la culpabilización resulta más profunda en los hombres, pues socialmente se considera que si un hombre es violado, es porque así lo deseó. “He tenido estudiantes de maestría que han revisado las políticas públicas sobre violencia sexual que se habían hecho en Colombia desde inicios del proceso de paz. Todas las políticas públicas estaban escritas en femenino, había muy pocas referencias a los hombres. Ni siquiera hay un acompañamiento legal para ellos”, afirma Rivera.

En la base de datos del Observatorio de Memoria y Conflicto se confirma lo anterior, pues solo 1 de cada 10 casos de violencia sexual se arremeten contra hombres. No obstante, comparado con el caso de las mujeres, los hombres tendrían menos posibilidades de sobrevivir a la violencia sexual. Según la base, 470 hombres fueron asesinados tras ser violentados sexualmente. Sólo 74 víctimas masculinas permanecieron vivas, mientras que 208 tienen una situación desconocida. Por otro lado, 676 mujeres sobrevivieron al acto de violencia sexual, mientras que 472 fueron encontradas muertas. Aunque la información de los perpetradores de esta violencia sexual es reducida, se sabe que quienes más transgredieron a las mujeres fueron miembros de la guerrilla, dejando 18 víctimas a su paso, mientras que los agentes del estado vulneraron en mayor medida a los hombres, a 34 en total.

 

 

La violencia interseccional: víctimas indígenas, afrocolombianas y LGBTI

 

Percibir a los grupos de víctimas como una masa homogénea y uniforme es uno de los principales tropiezos que se cometen al analizar las heridas que dejó el conflicto armado. Dilucidar los matices de la guerra y las diversas formas de victimización permite esbozar con mayor claridad la multidimensionalidad del conflicto, además de las múltiples formas de sufrimiento y resistencia que existen a partir de un solo hecho: la violencia sexual. De esta manera, las víctimas afrocolombianas e indígenas experimentan la opresión sexual desde un ángulo distinto al de las víctimas campesinas.

La interseccionalidad aparece cuando múltiples marcadores de diferencia, como la etnia, la orientación sexual, la discapacidad física, la raza y el género, se interrelacionan. Segun Martha Zapata y Andrea Cuenca, en su articulo Guía de un enfoque interseccional: Metodología para el Diseño y Aplicación de Indicadores de Inclusión Social, “la interacción entre dos o más de estos marcadores de diferencia genera nuevas desigualdades, dando origen a procesos de discriminación múltiple”. Por ejemplo, las violencias de las que es víctima una mujer indígena desplazada son el cúmulo de agresiones por su identidad nativa, más aquellas por ser mujer y todas las que acarrea el desplazamiento forzado. Esto permite pensar que existen factores que acentúan la opresión dependiendo de las características físicas e identitarias de las víctimas.

Históricamente, las comunidades indígenas y afrocolombianas han sido despojadas de sus territorios y sus cuerpos como una estrategia de colonización de tierras y de mentes. En la colonia, los cuerpos de los indígenas y las personas negras eran vistos como objetos de satisfacción para los colonizadores. Según el reportaje La guerra inscrita en el cuerpo realizado por, entre otros autores, Tatiana Peláez, la violencia racial y étnica se reprodujo profundamente en el conflicto armado. Los territorios indígenas y afrocolombianos han sido sitios recurridos por actores armados debido al interés que existe en los recursos de sus tierras y a lo estratégicos que son, por lo recónditos, para el transporte de mercancías ilícitas. De este modo, la violencia sexual hacia estas comunidades ha venido acompañada, de manera particular, de otro tipo de victimizaciones, como el desplazamiento forzado y la discriminación racial.

Las mujeres son sometidas a violencia sexual como una estrategia de sometimiento, pues cosifica su cuerpo hasta convertirlo en un objeto de placer. Además, cuando la mujer es afrocolombiana o indígena, la violencia sexual viene acompañada de estigmatización por parte de los perpetradores, además del despojo de su tierra y cuerpo, pues se ve legitimada la agresión. Para Carolina Mosquera, una de las principales diferencias que persisten cuando una víctima de violencia sexual es indígena o afrocolombiana es la naturalización por parte del público del crimen: “las personas no se indignan de la misma forma cuando una víctima es indígena o afrocolombiana. En cambio, cuando la mujer es blanca, hay más protesta. Lo anterior genera un discurso de legitimación al victimario, pues éste siente que puede seguir cometiendo los crímenes sin que se les reclame por ello”, relata.

Debido al imaginario social de las mujeres afro e indígenas como subordinadas y poco culturizadas, la violencia sexual busca reafirmar la posición del perpetrador como “superior” pues reproduce dicha sumisión y posición de vulnerabilidad en la víctima. Entonces, la violencia sexual no solo se relaciona con el hecho de ser mujer, sino también con la etnia o el color de piel de dicha víctima.

En diversas ocasiones, la violencia sexual de las mujeres afro viene acompañada de una exotización del cuerpo negro. Según la investigadora Tatiana Peláez, en su informe La guerra inscrita en el cuerpo del CHMH, el “atractivo” de dichos cuerpos viene acompañado de los estigmas que persisten en el imaginario colectivo en torno a la mujer negra y sus “dotaciones”. Del mismo modo, los estereotipos y estigmas que rodean a la indígena profundizan las formas de violencia sexual, en tanto la perpetración de la opresión se ve como una forma de “exterminio social”.

Peláez afirma que existe una narrativa interiorizada en el discurso de la sociedad, sobre todo en los sectores más privilegiados: la narrativa del desarrollo y la necesidad de difundir la “civilización” en el país. Se perciben a grupos como los indígenas y afrocolombianos como personas “poco civilizadas”, por lo que se percibe como “un favor” el hecho de llevar el “desarrollo” a sus territorios.

No obstante, señala Peláez, la anterior narrativa ha perpetrado lógicas de opresión, en tanto se ve a las personas indígenas como inferiores, por lo que su sufrimiento se ve como menos relevante. Prueba de ello es que en varios relatos de mujeres indígenas siendo abusadas, ellas expresaban que los abusadores se burlaban de su forma de hablar y expresarse mientras sufrían pues no podían hablar bien el español.

La violencia sexual hacia las víctimas LGBTI es percibida por los perpetradores como una violencia justificada, pues consideran que la violación es la mejor forma de “moralizar” las conductas que ellos consideran repulsivas, según Peláez. De esta manera, mujeres lesbianas que fueron violadas de forma masiva por soldados relatan que lo hacían para “mostrarles que era mejor estar con un hombre” o para que “fueran mujeres de verdad”. Igualmente, el castigo hacia las mujeres transexuales era transmitido a través de la violencia sexual, por lo que las formas de discriminación se extrapolaban al plano sexual en el conflicto, explica la autora.

 

Violencia simbólica

 

En el contexto del conflicto armado, la violencia sexual viene acompañada de marcas en el cuerpo, que dejan inscrito el recuerdo del dolor que se sufrió en el momento del daño. Según Carolina Mosquera, en el conflicto armado la violencia sexual suele realizarse con sevicia, pues tiene el doble propósito de satisfacer al victimario y destruir la dignidad de la víctima.

“Yo llegué a mi casa (…) y me entré al baño ya me empecé a mirar, nunca entendí por qué tanto daño, uno siente dolor ¿cierto?, y la angustia, pero ya cuando llegué y me senté me miré y me faltaba un pedazo del pitón del seno, toda mordida, aquí rasguñada y ese dolor”, afirma Colibrí, mujer adulta víctima, en un testimonio inscrito en el Centro Nacional de Memoria Histórica. Así, las marcas en el cuerpo pueden revivir el recuerdo traumático.

La especialista Sandra Mojica expresa que eso también puede suceder con un niño o una niña que nació fruto de la violación a una mujer durante el conflicto armado. La responsabilidad en cualquier caso no es del menor, sino del perpetrador, pero la violencia simbólica se puede manifestar al darse este tipo de embarazo no deseado y al tener el hijo voluntaria o forzadamente, esto último debido a que hay muchos impedimentos y controversias alrededor del aborto en Colombia. De algún modo, esto puede remitir a un recuerdo traumático y doloroso.

Además, según la base de datos, la mayoría de las víctimas fueron violentadas muy jóvenes, a una edad en que comúnmente están iniciando su vida sexual, están cambiando, reconociéndose y explorando el cuerpo propio. Si en este punto de sus vidas son víctimas de violencia sexual, según Silvia Rivera, la construcción de su identidad se puede ver perjudicada y más tiempo deben convivir con el trauma. Las personas vulneradas sexualmente durante el conflicto armado tenían, en su mayoría, entre 18 y 28 años, quienes representan un total de 4.835 casos. Les siguen aquellas entre el rango de 13 a 17: 3.317 víctimas. Las cifras y análisis expuestos en este reportaje no solo revelan la gravedad de la violencia sexual durante el conflicto armado en Colombia, sino que profundiza en la necesidad de atención a estas víctimas con un enfoque interseccional y de género.
 

 

Actualizado el: Jue, 03/25/2021 - 23:32