"Igual la vida no es ese dolor, hay que echar pa' lante"

El 2 de mayo de 2002, guerrilleros del Bloque José María Córdoba las Farc y paramilitares del Bloque Élmer Cárdenas se enfrentaron entre las cabeceras municipales de Vigía del Fuerte y Bojayá, conocida en la zona como Bellavista. Allí, los paramilitares se escondieron detrás de la Iglesia y hacia las 11 de la mañana las Farc lanzaron contra ellos una pipeta de gas llena de metralla que cayó dentro de la parroquia, donde se refugiaban más de 300 personas. En los hechos murieron 98 personas. Una madre sobreviv

“Mi vida antes, era una vida normal. En ese entonces yo trabajaba como asistente de farmacia en el centro de salud de Bellavista, vivía con mi esposo y mis seis hijos en el barrio Bellaluz arriba de la iglesia. Siempre he vivido cerca a la iglesia, antes y después de lo que nos pasó.

 

Para ese entonces se vivía muy bien, tenía empleo en la farmacia y algunas veces colaboraba como auxiliar de enfermería, tenía cerca la iglesia y conseguíamos pescado y plátano fresco a la orilla del río. Ya nada es como antes, aunque los jóvenes disfruten vivir aquí.

El primero de mayo estuve todo el día en la iglesia y en el centro de salud. Recuerdo muy bien que eran como las cinco de la tarde cuando me fui a ver a mis hijos que estaban en la casa, luego de los disparos que se habían escuchado en la mañana de ese día.

El combate comenzó desde la mañana del primero, no sabemos si fue que se cansaron, pero los disparos cesaron en horas de la tarde de ese día. La noche estuvo tranquila, pero a las cinco de la mañana del 2 de mayo empezaron a disparar de nuevo.

Eran las seis de la mañana cuando me levante, me monté encima de unos cajones y tablas que había para intentar ver por una claraboya hacia afuera. Cuando me asomé, era evidente, por un lado estaba la guerrilla y por el otro los paramilitares. Lo único en lo que pensé fue en irme con mis hijos de ahí.

Muchos pensamos en refugiarnos en la iglesia, nadie nos avisó que fuéramos hacía allá, eso fue voluntario. Como era la casa de Dios, creímos que iba a haber respeto, pero no fue así.

Cuando llegué con mis hijos, el padre me pidió que le colaborara repartiendo una avena y unos panes que habíamos traído el día anterior. Unos ya se habían terminado la avena, otros la tenían en la mano y muchos otros ni siquiera la habían recibido cuando cayó la pipeta.

Unos minutos antes yo estaba a punto de salir de la iglesia para ir al centro a buscar la droga para los nervios que se me había acabado, cuando el padre me gritó:

-¡Rosita no salgas! ¿Qué pasó?, pregunté.

-¿En dónde están tus hijos?

-Allá están, respondí.

Yo había dejado a mis hijos en una esquina. Cuando el padre me dijo eso, entré corriendo, me acurruque y así como las gallinas meten a sus pollitos debajo del ala para protegerlos, lo mismo hice yo con mis hijos.

A los cinco minutos de haberme sentado ahí, estalló la pipeta. En ese momento lo único que hice fue cerrar mis ojos, aunque escuchaba lamentos, los ojos me pesaban, no podía abrirlos. Creo que una de las razones por las que no podía mirar era por el miedo a ver alguno de mis hijos muerto a mi lado.

Me dije: ‘Tengo que dejar la cobardía a un lado’. Cuando abrí los ojos, una de mis hijas estaba muy herida, tenía mucha sangre. Me paré rápido, le di a cuidar mis hijos a una tía y me fui a la casa de los curas a lavar a mi hija para poder ver las heridas. Sus labios y manos eran morados, estaba pasmada del susto.

Regresé por mis hijos, los cogí y me fui. Cuando iba saliendo me encontré con el padre, él no se movía, tenía la cabeza mirando hacia arriba como si estuviera pensando, lo llame como dos o tres veces hasta que reaccionó.

'¿Padre vamos a dejar que nos terminen de matar acá?' Le grité. El padre dijo que nos fuéramos a donde las monjas, salió corriendo adelante, como yo tenía a mis hijos casi que no me dejan salir de ahí, los paramilitares no nos dejaban.

En el momento en el que pude salir me fui para la casa. Llegamos y estaba el papá de mis hijos desesperado de pensar en que alguno de nosotros se había muerto, recuerdo que le dije: ¡Hombre, no se murieron. Están heridos, pero están vivos! Mi esposo era docente de la institución educativa de aquí de bellavista por eso él no estuvo en la iglesia.

Cogimos todos los trapos blancos que encontramos en la casa y nos montamos en unos botes junto con el padre y las misioneras, hasta que remando con las manos, porque ni palos encontramos, llegamos a Vigía del Fuerte. En Vigía duré cuatro días y de ahí salí para Quibdó.

Durante los tres meses siguientes yo no era la misma, no podía dejar de pensar en lo sucedido. No hacía sino llorar y llorar, hasta que un día me dije que tenía que cambiar. Lo que hice fue volver a Bellavista, yo creo que eso fue lo que me sirvió. Recuerdo que en la mañana y en la tarde iba a la iglesia a rezar y a llorar, así superé todo ese dolor.

Regresar a mi pueblo fue una terapia constante porque yo conocía a todas las personas que murieron. Por eso es que en este momento cuento y no me sale una lagrima. Dios es quien me ha dado mucha fortaleza para luchar por mis derechos y los derechos de las otras víctimas.

Igual la vida no es ese dolor, uno no se puede quedar ahí, hay que echar pa’ lante En este momento acompaño a un grupo de mujeres víctimas de la masacre en talleres de costura y tejido. He logrado hacer parte del comité de víctimas de Bojayá en donde puedo luchar por los derechos de las personas que, como yo, hemos sufrido el conflicto. Además, me dedico a cuidar a mis nietos y a colaborarles a mis hijos en lo que necesiten."