“Mataron a las personas más claves de la comunidad”

En 18 de abril de 2004, Margoth Fince Epinayú de 70 años y miembro de la Asociación Indígena de Autoridades Tradicionales Wayuu, fue asesinada por paramilitares. En la masacre, ordenada por alias “Jorge 40”, los ‘paras’ también mataron a Rosa Fince, líder de la comunidad, y desaparecieron a Diana y a Reina Fince. La abogada Débora Barros Fince, familiar de las víctimas, narra estos hechos y explica cómo la comunidad desplazada logró regresar a sus tierras a pesar de las dificultades.

“En ese entonces, abril de 2014, había tres miembros del Ejército en la comunidad, que se retiraron. Estaban allá haciendo acompañamiento, seguridad. El interés de los paramilitares era por el puerto natural, con libre circulación para el tema del contrabando, del narcotráfico.

Rosa Fincer, Diana, Reina, eran hermanas de mi mamá. Yo era la inspectora de Policía del municipio, vivía en una pieza en Uribia e iba todos los fines de semana para la casa en Bahía Portete. Tenía 25, 26 años. Pasó alguien y dijo: ‘En Portete hay una masacre’. Me mandaron avisar a mí, yo no podía creer. Fue horrible, el miedo, el terror. En ese momento no había celulares. Lo que hice fue avisar el alcalde, y él no quiso creer. Después fuimos a Riohacha para pedir ayuda a la Defensoría para ir a la comunidad. 

Un grupo pudo subir tres días después de la masacre, porque, con el miedo, no sabíamos si la gente estaba viva, muerta, o qué había pasado. Lo que se especulaba era que habían matado toda la comunidad. La gente estaba metida en los manglares, escondida. Varias personas de mi familia subieron en carros con acompañamiento del mismo Ejército y la gente empezó a salir. Estaban en los arroyos escondidos.  Se recogieron los cadáveres y el olor.... había un olor fuerte. 

Yo no subí a los tres días. En ese momento alias “Pablo” dijo que me iba a matar. Un día antes me dijeron que había hombres armados en la zona, amenazando la comunidad. Los que se fueron encontraron un brazo quemado en un camión. De pronto era de una de las desaparecidas. No pudimos saber nada sobre ellas. 
Ahora hay gente ya viviendo ahí, retornados. Hay una escuelita, poco a poco la comunidad se fue urbanizando. Lo que está abandonado son las ruinas de las casas donde hubo muertes, pero eso nunca se va a habitar. Por respeto, por mantener la memoria. 

Mi familia está ahí, fuimos unos de los primeros que volvimos, a los diez años de la masacre. Los que no habían vuelto era por el miedo, porque decían que había hombres armados allá. La comunidad está allá, normal, con dificultades porque no hay agua, no hay un apoyo del gobierno nacional, pero está allá. 


El proceso de retorno se organizó a través de la Unidad de Víctimas, pero el territorio nunca se abandonó, íbamos todos los años a cada aniversario de la masacre, nos concentrábamos en estar todos juntos, en hacer una comida. Eso ayuda a que la comunidad se mantenga unida y a los que están esperanzados a aguantar, soportar. Trabajamos la reunión de la comunidad, hablamos de la reconstrucción de la memoria, del tema de los niños, de recuperar la confianza en las instituciones. Recibimos acompañamiento de otras instituciones, que nos orientaron y nos dieron la fortaleza.

Los que están ahí en la comunidad son los que están arraigados al territorio, concentrados en cuidar y recuperar todo eso, las cosas que de alguna manera se perdieron. Pero allá está el tema del agua, es lo primordial que se necesita y no lo hay. No hay transporte, es muy difícil. Los niños van a la escuelita ahí mismo, no es una escuela que fuera realmente dada por las autoridades de la educación, o por el Ministerio de Educación, sino que una de las muchachas enseña los niños a escribir, a hablar tanto el español como el wayuunaiki. Pero el gobierno no está, la comunidad retornó voluntariamente, el gobierno tenía que dar las garantías, pero no las ha dado.

El gobierno dio la reparación por desplazamiento a cada familia, casi 17 millones de pesos, no a todos, faltan algunos. Desplazados fueron 80, 90 familias en el momento, que hoy equivalen a unas 115, 120. Pero en Bahía Portete no hay nada más que unas 40. El resto se han ido a diferentes ciudades. 

La pérdida del territorio para los wayuu tiene una consecuencia grande de pérdida de la lengua, es algo gravísimo. Si se pierde la lengua se está perdiendo la esencia de la mujer wayuu, la vivencia y la existencia del pueblo, es como un exterminio. Hicieron una cosa terrible, mataron a las personas más claves de la comunidad: a la autoridad tradicional y a la líder, y eso fue lo que logró el desplazamiento. Fue terrible, marcó la vida de toda la comunidad. En el pueblo wayuu, las mujeres son muy sagradas, no puede haber conflictos grandes, las mujeres están ahí para intervenir, para ayudar en el tema del dialogo, y no para asesinarlas. El daño en la comunidad también fue grande por las formas en que fueron asesinadas. 

Hoy en día, por lo menos en la comunidad de Portete, las mujeres fueron quienes tomaron la iniciativa de negociar, de hablar, de no quedarse calladas. Son las que organizan la estructura económica, social y educativa de la comunidad, pensando en mantener la supervivencia de la unidad del pueblo. No es fácil, porque, aun siendo de la misma comunidad, hay hombres machistas que no permiten que las mujeres asuman el manejo. Pero, en nuestro caso, nuestro abuelo, que es la máxima autoridad, y nuestros tíos, fueron quienes nos dieron esas facultades para que fuéramos nosotras, las mujeres, que lideráramos. Ese gesto hermoso de pronto lo hicieron por la memoria de las mujeres que murieron en la comunidad.

Uno sabe que las personas se van a morir, pero que las asesinen de esa forma... eso es algo que no se puede olvidar. Después de todo lo que pasó, todo el mundo cogió el miedo. Y volver a unificarnos es un logro histórico para uno, volver al territorio donde uno sabe que es de uno. Si uno no tiene territorio, no tiene identidad. Tener esa memoria y reconstruir todo eso es uno de los mensajes que deja la lucha y la resistencia.
Desde antes que se diera ese tema del proceso de paz, decíamos que la paz, el diálogo, tenía que darse. Y hay mecanismos de entendimiento para lograr eso. En los wayuu, cada comunidad tiene su autoridad, el palabrero, y cada comunidad maneja sus contrastes. Uno aprende con los abuelos y con las autoridades tradicionales.