Antes de llegar al casco urbano de Quipile por el norte, se pasa muy cerca de Santa Marta, una de sus cuatro inspecciones. Esos pequeños corregimientos de casas contadas y de un silencio plácido, característico de un lugar habitado, en su mayoría, por adultos mayores. Esto en consecuencia de la migración de los jóvenes a la ciudad. Ellos mantienen la monotonía entre semana y esperan el mercado de los sábados y domingos.
Por una carretera, un poco descuidada y nublada, finalmente se llega al casco urbano. Contrario a lo que muchos se podrían imaginar de un pueblo cercano a la fría capital, es un lugar colorido, de palmeras y de viento cálido. Tiene seis calles de sur a norte y tres de oriente a occidente.
A diferencia de las inspecciones, lo primero que se escucha al llegar al casco urbano de Quipile en la mañana son lo gritos de niños y jóvenes que juegan en el polideportivo, ubicado a la entrada norte. Por la calle principal se observan, en cada costado, varios establecimientos. Dos corresponsales de Bancolombia, iglesias cristianas, ferreterías, heladerías, locales de ‘comidas rápidas’, una juguetería, un hotel y restaurante de nombre “Las Palmas” y una cafetería con un letrero que a invita a comprar ‘café orgánico quipileño’. Tres cuadras más abajo, ya se empieza a distinguir la iglesia alta y de colores blanco, ocre y azul celeste, y, en frente, un árbol de flores rosas que embellecen una de las esquinas del parque principal.
Solo se escucha el sonido de las cigarras, los pájaros y las hojas de los árboles al viento. Parece un pueblo solitario o quizás reservado, pues en el imaginario colombiano es costumbre ver en los parques principales gente sentada en las bancas; sin embargo, en Quipile, a excepción del polideportivo, solo se sigue el rastro de varios perros callejeros que atraviesan el lugar o que se echan en el suelo bajo la sombra de los árboles. Como es tradición, alrededor del parque se concentran los grandes poderes: la casa de Gobierno, la estación de Policía, el Banco Agrario de Colombia y la iglesia de Santa Ana.
Al detallar esta última, son visibles en la fachada decenas de pequeños huecos provocados por las balas, y en ese instante, uno se percata de que la guerra pasó por allí hace algún tiempo. Son marcas del pasado, de un pasado que no ha sido un impedimento para este pueblo. La vida siguió y con ello la siembra de café, plátano y caña. El comercio incrementó, parte de la población desplazada regresó y la tranquilidad, de la que tanto hablan los quipileños, renació.
"A mí no me gusta vivir en el pasado, yo prefiero pensar en el futuro", repite Ezequiel González, profesor retirado y habitante de Quipile hace 45 años, cada vez que alguien le pregunta por el conflicto armado en el pueblo. Él evita abrir esas heridas y ha tratado de borrarlas para siempre, así como ha resanado los orificios que dejaron las balas en la fachada de su casa, una vez que se enfrentaron la guerrilla y la Policía. Remodeló su casa y así, también su vida. Así como lo cree Ezequiel, son varios los pobladores que agradecen la tranquilidad actual, esa que llegó con la militarización en el 2003 y la cual desean que nunca se vaya.
La primera vez que se habló de los “muchachos”, nombre con el que comúnmente se conoció a la guerrilla de las Farc, fue alrededor del año 89. Llegaron ganándose la confianza de los campesinos, prometiendo proteger y acabar con los robos, así como ofreciendo a los jóvenes mejores opciones de vida, para dejar el azadón y unirse a su causa siendo informantes y, al final, muchos de ellos obligados se quedaron en las filas. Seis años después, su presencia incrementó. Ya no se hablaban de 15 o 20, sino de cerca de 200 guerrilleros que patrullaban las veredas e inspecciones del municipio, en la zona rural. Se trataba del Frente 42 de las Farc.
Comenzaron con asesinatos a campesinos que se tildaban de ladrones, deudores o “malos ciudadanos”, por ser conflictivos, maltratadores y desobedientes de la ley del grupo subversivo. Luego su presencia se hizo más evidente y empezaron los hostigamientos y extorsiones a finqueros y, finalmente, las agresiones contra las autoridades locales: alcalde, concejales, jueces y policías; incluyendo los crímenes contra policías en el marco del ‘Plan Pistola’ y el asesinato al alcalde de Quipile, Alberto Elías Torres, en diciembre del año 2000. Este llamado ‘Plan Pistola’ se dio en varias zonas del país donde hubo presencia guerrillera de las Farc y consistía en el asesinato indiscriminado y sorpresivo de policías, quienes no podían movilizarse en las ciudades y pueblos fuera de las horas de servicio con su uniforme.
La autoridad, desde entonces, la ejercieron ellos los guerrilleros de las Farc, quienes obligaban al gobierno local a impartir cuotas a los campesinos y les ordenaban qué hacer y qué no hacer con el dinero entregado al municipio por el gobierno nacional. La presión y las amenazas influyeron tanto que los concejales tuvieron que trasladarse en algún momento a Facatativá para desempeñar sus funciones.
De ahí para adelante no hubo marcha atrás. "Usted vivía ahí, pero usted no podía mandar en nada, era lo que ellos dijeran", asegura María*, habitante de Quipile. Nadie podía movilizarse dentro del pueblo ni fuera de él luego de las cinco de la tarde; la advertencia de las Farc era clara y fuerte. Luego de esa hora, los quipileños se encerraban y salían de sus casas hasta el otro día.
Quienes no lo soportaron se fueron. Otra de la mayores causas de desplazamiento en el municipio fue el reclutamiento forzado. Según cuenta la quipileña Leonor Sandoval, quien para esa época vivía en la vereda de El Sinaí, los guerrilleros informaban a los campesinos que por cada familia debía irse mínimo un hijo con el grupo armado. Tanto Leonor como Ana*, de la inspección de Santa Marta, huyeron hacia Bogotá para salvar a sus hijos del reclutamiento. “Del miedo uno sale corriendo para proteger a su familia”, aseguró Ana.
Entre los años 1995 y 2000 se tomaron cuatro veces el pueblo. Las consecuencias: dos víctimas mortales, un policía y una menor de edad; varios heridos; la destrucción total del palacio municipal; el saqueo a la Caja Agraria, actual Banco Agrario de Colombia; y la zozobra constante de que se volvieran ‘a meter al pueblo’. “Desde que hubo las tomas aquí nunca más hicieron juegos pirotécnicos ni nada de eso, porque si no más explotaba una mecha jugando tejo y uno de una vez quedaba tensionado”, cuenta María.
Pocos saben que tan cerca de Bogotá se vivió el conflicto. Fue más de una década en la que sus habitantes estuvieron abandonados por el Estado. “¿Cómo sería? [Que cuando mataron al policía Velasco], la misma institución no fue capaz de venir a recogerlo (...) ¿Cómo sería que cuando la Caja Agraria cerró en junio de 1999, sólo a los seis meses un representante de la entidad vino a recoger el dinero que quedaba en el banco? (...)¿Cómo sería que cuando el Ejército llegaba caminando, la guerrilla ya estaba lejos?”, esas son unas de las razones con las que María* denuncia el peligro y el abandono estatal que se vivió durante esos años. Fue solo hasta el 2003 que el Ejército llegó con fuerza a la región.
La entrada del Ejército se logró gracias a la retirada del Frente 42, consecuencia del debilitamiento de las Farc tras el asesinato de su principal cabecilla en Cundinamarca, Carlos Osorio Velasquez, alias ‘Marco Aurelio Buendía’; y la presión lograda por las Fuerzas Armadas bajo la operación ‘Libertad Uno’. El objetivo de este plan era romper con el cerco que las Farc habían construido durante 10 años alrededor de Bogotá, en las provincias de Oriente, Gualivá, Rionegro y Sumapaz. ‘Libertad Uno’ nace en el marco del llamado ‘Plan Patriota’ y de la Política de Seguridad Democrática del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. La militarización es recordada por muchos de los pobladores de Quipile como el momento clave para la recuperación de la tranquilidad en el municipio y la región.
Esa alegría que llegó a Quipile con la salida de la guerrilla se esfumó la madrugada del domingo 15 de junio de 2003. Según narran Berenice Cabra y Gloria Castro, habitantes del municipio, ese domingo miembros del Ejército; el CTI, Cuerpo Técnico de Investigación; y la Fiscalía irrumpieron en las casas de quienes, previamente, habían sido señalados por algunas personas como supuestos colaboradores de la guerrilla. Los sacaron a la plaza del pueblo, los amarraron y los subieron a dos camiones grandes. “Fueron más de 60 personas, hombres y mujeres, que se llevaron presos como si fueran de verdad gente de maldad. Pero no era sí”, cuenta Castro. Se los llevaron sin importar edad ni condición, entre ellos al padre de Berenice Cabra, quien para aquel entonces tenía 64 años, e iba a cumplir 65 15 días después de estos hechos y sufría de la tensión.
Eran las 4 de la mañana cuando tocaron en la casa de Berenice, quien vivía con su esposo y sus tres hijos pequeños. Golpearon con tanta insistencia la puerta, que se sentía como si la fueran a tumbar. Al abrir, entraron cuatro hombres del Ejército y con la autorización que llevaba un fiscal, empezaron a buscar panfletos, armas, drogas o cualquier objeto que los involucrará como colaboradores de las Farc. “¿Por qué a nosotros?”, se preguntaba Berenice sin respuesta. Más adelante se enteraría por cuenta de otro fiscal, que meses antes su familia había sido objeto de inteligencia. A Berenice la tildaban de formadora de niños para la milicia y a su esposo de difundir la ideología a profesores y padres de familia. “Éramos sospechosos porque para aquel entonces yo dictaba clases de guitarra, así que a mi casa entraban niños casi todos los días. Y mi esposo trabajaba en la Secretaría de Educación del departamento de Cundinamarca y realizaba reuniones en nuestra casa con los profesores del colegio municipal”, recordó Cabra.
Fueron casi dos horas sin recibir respuesta del porqué estaban allí. “No nos decían nada, solo revolcaban todo. Buscaron hasta debajo de los colchones donde estaban durmiendo mis hijos. Pero, no encontraron nada”, narra Berenice. Hasta las seis de la mañana recibieron una respuesta y reaccionaron sobre la magnitud del problema al que los estaban vinculando. Media hora después, los sacaron en pijama hasta la plaza central. Estando afuera se dieron cuenta de que no eran los únicos en el pueblo, algunos conocidos y vecinos ya estaban en la calle esperando a ver qué iba a pasar con sus familiares, que ahora eran señalados de tener nexos con el “terrorismo”.
Les pidieron nombre, número de cédula y les tomaron foto en frente de la estación de Policía. Luego, dentro de unos cuadrados delimitados por cuerdas amarillas que las autoridades habían instalado en la plaza, los acomodaron en grupos de 4 y 5 personas. A través de la neblina de esa fría mañana, Berenice vio en uno de los grupos a su padre. Estaba en pantaloneta y sin camiseta a la espera de qué iba a suceder.
Berenice y su esposo lograron un permiso con uno de los fiscales para cumplir un compromiso esa mañana en la iglesia, pues eran los encargados de cantar en la eucaristía de despedida de una religiosa. “Nos dijo: Vayan y vuelven a presentarse acá. Esto no es fácil, esto no se va a acabar hoy”, recordó Cabra. Con esas últimas palabras que se repetían una y otra vez en su cabeza, Berenice se fue a cantar a la eucaristía. Antes y durante la ceremonia, los acompañaron cuatro personas del Ejército y del CTI. “Estuvieron todo el tiempo con nosotros. Para bañarnos nos tocó prácticamente con ellos. Fue una situación muy violenta”, añade Cabra.
Terminando la misa, alguien entró a avisarle que se estaban llevando a su padre. A 60 personas del casco urbano y de las inspecciones, las estaban subiendo a dos camiones, amarrados todos con el mismo lazo. “Cuando veo a mi padre en ese tumulto, yo sentí la necesidad de subirme y bajarlo, pero tuve que pensar en mis hijos, en mi familia”, cuenta Berenice con la voz quebrada. Esa mañana, lloraron hombres y mujeres. Las autoridades se habían llevado a madres, padres, esposas, esposos, hijas, hijos, hermanas y hermanos.
Los acusados llegaron ese mismo domingo a la Dijin, Dirección de Investigación Criminal e INTERPOL de la Policía Nacional, en Bogotá y el jueves fueron trasladados a la cárcel: los hombres a La Picota y las mujeres a El Buen Pastor. “Mi padre me contaba que fue una situación muy humillante, no tanto por él sino por las mujeres, pues las hicieron desnudarse delante de ellos cuando estuvieron en la Dijin. Las hacían sentirse ultrajadas”, narró Cabra. En ese momento la comunidad de Quipile vivía con sentimientos encontrados, por un lado la alegría de la tranquilidad anhelada que por fin había llegado y, por el otro, la tristeza por la injusticia, pues se habían llevado a gente que, afirmaban, no tenía nada que ver con la guerrilla.
El padre de Berenice fue tipificado como colaborador de la guerrilla y por los delitos de revolución y terrorismo duró cuatro meses encarcelado, hasta que salió con el beneficio de casa por cárcel. Su proceso se alargó tres meses más, hasta que cerró por la insuficiencia de pruebas. Así pasó con la mayoría de los casos, a falta de pruebas y vencimiento de términos fueron dejados en libertad uno a uno. Algunos duraron días y otros, con menos suerte, hasta seis meses en la cárcel. Berenice Cabra y su familia afirman que la abogada que les fue asignada para la defensa de su padre, nunca les asesoró jurídicamente sobre lo que estaba ocurriendo.
En su canción “El día que Quipile lloró”, Berenice canta su versión de lo sucedido aquella madrugada y cómo, a partir de ese momento, “el Estado hirió el corazón” de esas 60 personas y de sus familias. “Uno queda chocado social y emocionalmente. A mí se me ha hecho muy difícil superarlo”, afirma Cabra. Para ella la reparación a la dignidad y el buen nombre de su familia es una deuda que el Estado tiene con ellos y con las demás personas afectadas con este caso al que califican como uno de ‘falsos positivos judiciales’.
Nunca se tuvo la certeza de quiénes eran o no verdaderos informantes, sin embargo, tanto Berenice como Juan*, habitante del pueblo, reconocen que algunas personas señaladas de ser presuntos colaboradores se volaron. No sólo huían de la Policía y el Ejército, sino también de los paramilitares. Aunque no es muy conocida la presencia de este grupo armado ilegal en el municipio, pues las versiones respecto al tema son variadas entre los habitantes del pueblo, Juan dice que fueron ellos, quienes para el año 2003 empezaron en las inspecciones a marcar las puertas con sus siglas y a matar a algunos supuestos informantes. Además, agrega que fue extorsionado por ellos. Por su parte, otro habitante que lleva viviendo en el municipio varias décadas habló de la presencia de grupos paramilitares pero en municipios aledaños, y aclaró que la muerte de estos “informantes” nunca se supo si fue a manos de paramilitares. “No se sabe, pero alguien sí debió haber hecho esa ‘limpieza’”, dijo.
Pasaron casi diez años para que se volvieran a ver los camiones de Bavaria y Coca-Cola por las calles de Quipile. Antes de los 2000 era impensable, pues la guerrilla no solo controlaba al gobierno local, sino también la mercancía que se vendía en el municipio. “Aquí, si usted tenía un agua de panela para tomársela, se la tomaba, o si no, ‘pasaba en blanco’, porque aquí la economía y todo estaba por el piso”, cuenta María*, quien en la ironía del momento, atiende la tienda que ahora tiene en el municipio. Hoy no solo se vende Águila y Coca-Cola, sino que esta ‘apertura económica’ ha dado paso para que los pobladores emprendan. Por ejemplo, la venta de café orgánico, cultivado, tostado, procesado y empacado por los mismos campesinos, hoy se vende para los turistas y pobladores en una de las cafeterías del pueblo.
Pero, ese no es el caso de todos los pobladores. Aunque hay mayores oportunidades ahora que el conflicto armado no está acechando, la mayoría de los campesinos deben seguir afrontando los mismos problemas que tienen la mayor parte de los agricultores colombianos, y es la falta de apoyo estatal para la producción de cultivos agrícolas y posterior comercialización de los productos. Es el caso de Fernando*, un campesino desplazado de Tumaco, Nariño, quien dejó los cultivos de coca para empezar de nuevo en Pulí, municipio vecino de Quipile, cultivando café. Para aquel entonces, Fernando* no se imaginaba que el problema que ahora lo aquejaría serían las deudas con el Banco Agrario, a causa del bajo precio del café. “Es trabajar uno a pérdida. Cuando sube de precio hasta ahora se está recogiendo y secando el café. Y cuando uno lo va a vender ya bajó. Entonces, ¿eso para qué sirve? Si la mano de obra vale, la recolecta de un saco de café vale, y ¿qué le puede quedar a uno? Nada”, argumenta Fernando*.
El comercio no fue el único que enfrentó cambios tras militarización, poco a poco Quipile ha logrado estabilizar su economía, exportando a otras regiones del país el cultivo de frutas, café y caña. Recientemente también se ha visto un incremento en la inversión de bienes raíces, y es que las casas no bajan de los 200 a 250 millones de pesos. “Estamos cerquita a Bogotá, el municipio tiene tres climas: arriba, en La Sierra, es frío; aquí [en el casco urbano] es medio, y aquí abajo es caliente. Tiene agua suficiente. Aquí se produce la panela y el café y arriba, en todo lo que es Santa Marta, se producen frutas, lulo; tomate de árbol...”, comenta Juan* sobre las cualidades de la región que la hacen tan atractiva para los compradores o inversionistas.
Con un presente, aparentemente apacible para Quipile, surge la duda sobre cómo va el proceso de justicia, verdad y reparación para las víctimas del conflicto. En el municipio hay más de 500 personas que hacen parte de la Asociación de Víctimas de Quipile, Asoquivi, en su mayoría quipileñas y otras oriundas de departamentos como Guaviare, Nariño y Casanare, que llegaron a la región durante la década de los 2000 desplazadas por la violencia. La asociación nació en 2014 con el objetivo de hacer cumplir los derechos de las víctimas de guerrilla y paramilitares, informarlas sobre las resoluciones de la Unidad de Víctimas, guiarlas en los procesos de reclamación de ayudas económicas y conocimiento de proyectos, y gestionar las actividades de acompañamiento psicosocial y de apoyo por parte de la gobernación de Cundinamarca.
Para una de las integrantes de la asociación, los espacios de reunión con las víctimas, que se realizan mínimo cuatro veces al año, son fundamentales para el proceso individual y colectivo de sanación. “Nos hemos dado cuenta que cuando ellos hablan y cuentan su historia, dejan salir todo eso que llevan guardado”, aseguró la integrante. La asociación no sólo funciona para la representación de sobrevivientes, sino que también se ha convertido en un espacio de apoyo mutuo y de resiliencia.