Siempre tuve
dos opciones

“Ya no más conflicto.
Ya no más conflicto. Ya no más”

Me he preguntado muchas veces si mi vida hubiera sido distinta si a mi papá no lo hubieran asesinado. ¿Estudiaría lo que estudié? ¿Cómo sería mi familia? ¿Cómo sería mi hermana? No tengo la vida que tuvo mi tío, quien cayó en cosas malas. Aún a mi mente llegan recuerdos y sueños de lo que pasó.

Nací en Zona Bananera, un municipio que queda a dos horas de Santa Marta. Tiene un paisaje casi uniforme, de cultivos de banano intercalados con plantaciones de palma. Entre calles polvorientas, jugué y crecí por diez años. Mis papás trabajaban para empresas de guineo.

De pequeño fui feliz. Mi niñez fue muy bonita al lado de mis padres y mi hermana. La mayoría hubiera querido una vida como la mía en esos años. En el colegio era el mejor. Siempre ganaba medallas, diplomas y las banderitas de Colombia colgadas en mi uniforme, por buen estudiante y disciplinado. Mi mamá los guardó por muchos años, hasta que el tiempo hizo de las suyas y estaban desgastados. Los botamos.

A veces, como todo niño, no quería ir al colegio. Cuando salía de mi casa con el uniforme limpio, me arrastraba por el suelo, para llegar a la casa con la excusa de que me había peleado con alguien y de que me había ensuciado. Era mentira, pero cumplía con mi propósito de no ir.

Hay cosas que marcan. Como las medallas y diplomas, también lo hace el maltrato. Mi mamá fue muy valiente al separarse de mi papá; ocurrió unos meses antes de que lo asesinaran. Ella no se fue porque no lo amara, sino por los golpes: no quería que nosotros creciéramos viendo eso. La situación de mi familia hizo que por un pequeño lapso mi mamá se fuera, mientras mi hermana y yo nos quedamos a vivir con mi papá y mi abuela materna.

En se acabó la tranquilidad y fue la ruptura de mi infancia. En la noche del Jueves Santo de ese año, un grupo armado paseaba por el pueblo. Nosotros, mi hermana de cuatro y yo de diez años, esperábamos asustados en la casa el regreso de mi papá. A lo lejos escuchamos cuatro disparos. Mi hermana gritó “¡mataron a mi papá!”. Así fue: mataron a un hombre bueno, trabajador, buen papá, al que le gustaba el fútbol.

A raíz de su muerte, empezaron a pasar muchas cosas. Un tío se llenó de odio, de venganza, y terminó en armas. Otros se dedicaron a ser informantes de uno u otro grupo armado. A mis primos también los mataron. Todo se desencadenó por el homicidio de mi papá, que ni él ni nosotros nos merecíamos.

Yo tenía dos opciones: la primera, irme con mi tío; la segunda, recordar lo que tantas veces me dijo mi papá: “yo quiero verlo superado”. En esa época lo perdimos todo. Llenos de miedo y dolor, nos fuimos a María La Baja, un municipio que pertenece a los Montes de María. Es un territorio rico en música, que suena a bullerengue, que suena a viento en decadencia, que se asemeja al dolor y al llanto. Un ritmo que sana.

Mi mamá volvió a casarse, con un señor que nos amó y cuidó como sus hijos. Vivíamos en una pequeña habitación en la casa de los papás de mi padrastro, que también eran desplazados. Dormíamos los cuatro en una cama. No teníamos mucho, pero fue la forma que ella encontró de protegernos y de protegerse de lo que había pasado en Zona Bananera. Sabíamos que teníamos que irnos de allá, porque la violencia puede acabar con familias enteras.

La situación económica de mi familia estaba bastante mal, había días que solo comíamos bollo de maíz duro. Mi mamá, con el corazón en la mano, nos dejó en María La Baja para irse con su nuevo esposo a probar suerte en Venezuela. Así lo hicieron muchos colombianos, para huir del conflicto y de la pobreza. Regresaron y fuimos felices por un tiempo. No podíamos creer que teníamos a mamá de regreso. Decidimos probar suerte en otro municipio de los Montes de María, pero la historia se repitió.

Ellos cuidaban una finca de un señor importante de la región, pero llegaron miembros de un grupo armado y nos dieron horas para abandonar la tierra. En esa época ello afectó mi futuro regreso al colegio. Con los papás de mi padrastro, también desplazados, regresamos a María La Baja.

Llegar a un lugar desconocido, y más siendo desplazado, puede traer otras cosas. La adaptación no fue sencilla, empezando por el colegio. No me querían recibir en el grado que dejé cuando me fui con mi familia a cuidar la finca, no querían que entrara a ese colegio. Pusieron tantos obstáculos… Cuando eres desplazado y te reconoces como víctima del conflicto, cae sobre ti una estigmatización. Te ven como un bicho raro que no debió venir. Mi mamá puso tutelas hasta que pude entrar a estudiar, y terminé ahí mi bachillerato.

Me demostré y les demostré de lo que era capaz. Muchos creen que cuando eres desplazado o te asesinaron a un familiar es porque algo hiciste, porque seguro andabas en malos pasos. No. Nosotros no hicimos nada y mi papá tampoco. Las víctimas no pedimos que nos pase esto y tampoco que nos miren como si fuéramos diferentes.

Desde niño me gustaron las matemáticas. Cuando salí del colegio soñaba con estudiarlas, pero donde hice mi carrera no las había. Busqué otras opciones y me enamoré de la contaduría. Ya han pasado más de 20 años desde la muerte de mi papá, que me ha llevado por este camino.

Tanto mi papá como mi mamá, que no estudiaron, pusieron todo su empeño en que teníamos que ser profesionales, tener una mejor vida y ayudar a los demás. Mi mamá fue lideresa del municipio por 15 años. Crecí viéndola ayudar a una comunidad de desplazados para que se asentara en María La Baja. Ella, la mujer valiente, me enseñó el amor por lo social.

Llegar a María La Baja me permitió vivir mi vida de una manera distinta, aprender una forma de entablar relaciones sociales cuando es difícil porque no eres de ahí. El bullerengue, la danza y el arte nos salvaron y nos sanaron. Una de sus modalidades es el bullerengue sentado, un aire melancólico, lento y cadencioso que muchas veces confundimos con un lamento. Con los movimientos y el ritmo contamos la vida, las experiencias y la cotidianidad. Desde el arte mostramos la verdad, porque el bullerengue hace visible lo invisible. Es la manera de contar qué nos pasó.

Dude mucho en si contar mi vida de esta forma. No es fácil recordar y revivir todo lo que sentimos con mi hermana. Me di ánimo y construí mi relato, porque también es una oportunidad de conocer otras historias y de construir un país sin violencia, donde las familias vivan tranquilas.