• Las amenazas contra funcionarios de Parques Nacionales, Cormacarena y líderes ambientales son una constante en el Parque Tinigua. Actualmente es el área protegida más deforestada de Colombia.
• La ganadería extensiva e ilegal está acabando con el parque. Empresas de leche y carne estarían comprando productos provenientes del área protegida y fomentado una mayor deforestación.
• Si se pierde la conectividad entre los Parques Tinigua, Picachos y Macarena se estaría perdiendo el principal corredor de unión entre ecosistemas amazónicos, andinos y orinocenses.
Con el cese al fuego de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en medio del proceso de paz, autoridades ambientales como Parques Nacionales Naturales (PNN) pudieron aumentar su presencia en territorios que antes estaban vedados. Sin embargo, las amenazas contra estos funcionarios, aparentemente por parte de grupos disidentes de la guerrilla, han aumentado desde 2017. Alianzas entre los remanentes de las FARC con otros grupos ilegales que intentan apoderarse de las tierras del área protegida para establecer actividades como ganadería y especular con los precios de los terrenos ha incrementado la deforestación y el peligro de quienes quieren defender el parque.
Los funcionarios que protegen el parque Tinigua tienen miedo. Los panfletos que circulan por parte de las disidencias de las FARC los han declarado objetivo militar. Ante la amenazas, muchos funcionarios intentan no estar en lugares públicos con los uniformes de la entidad y permanecen la mayor parte del tiempo fuera del parque, en las cabeceras de los municipios de La Uribe, Vista Hermosa y La Macarena.
Tinigua es uno de los parques más afectados por esta violencia y es un lugar donde la naturaleza también está en riesgo. Según datos del Proyecto de Monitoreo de la Amazonía Andina (MAAP) es el parque nacional que más bosque perdió entre 2017 y 2018. Así lo confirman también las cifras entregadas por PNN. La ganadería dentro del área protegida ha aumentado exponencialmente, no solo para comercializar carne y leche sino como una estrategia para expandirse y adueñarse de enormes cantidades de hectáreas de tierra.
Según Nicolás Pérez, geógrafo e investigador del Observatorio de Conflictos Ambientales (OCA) de la Universidad Nacional de Colombia, los procesos de deforestación empiezan a sedimentar el suelo, reduciendo su fertilidad. “Cuando eso pasa ya no crece nada y es muy probable que no vuelvas a tener lo que tenías antes, o sea, árboles de un gran diámetro de base, toda la biodiversidad. Uno ve rastrojos o vegetación producto de colonización pero no vas a volver a ver un flormorado (Tabeuiba rosea) o una ceiba (Ceiba pentandra)”, asegura.
Los parques Tinigua y Macarena están separados por el río Guayabero. A pesar de su cercanía, la deforestación afecta de manera más fuerte al Tinigua. Pérez asegura que esto se debe a que “Tinigua es un bosque denso de tierra firme”, lo que permite desarrollar actividades de tipo agrícola y ganadero. A diferencia de Macarena, donde “hay vegetación rupícula, es decir, que crece sobre roca”.
Mongabay Latam y Rutas del Conflicto viajaron hasta esta área protegida donde la vaca se ha convertido en la protagonista del paisaje. Enormes parches de pastos han reemplazado a los bosques naturales y la situación es tan crítica que incluso, según dicen fuentes oficiales, la leche que se produce dentro del parque está siendo comprada por empresas legales. Las fuentes tienen miedo de hablar, a pesar de que los municipios visitados cuentan con fuerte presencia militar en sus cascos urbanos muy pocos sienten seguridad.
Hace unos un funcionario de Parque Tinigua, que prefirió mantener su nombre en reserva, ingresó a trabajar en el Área de Manejo Especial de la Macarena (AMEM), zona que regula las actividades humanas para mantener la estabilidad ecológica y reúne a los parques Macarena, Tinigua y Picachos, además del Sumapaz. Recuerda con entusiasmo que después de finalizado el conflicto con las Farc se percibía un ambiente de esperanza, en el que iniciaban charlas con las comunidades al interior del parque Tinigua —territorio de 214 361 hectáreas, consolidado como parque en 1989— y las instituciones empezaban a conocer la biodiversidad de una zona que estuvo vetada por años para los investigadores por causa de la guerra.
Hoy esta área protegida enfrenta múltiples problemas. Uno de ellos, para empezar, es que PNN solo cuenta con 14 funcionarios para ejercer autoridad en la zona. Esto muestra, en teoría, que un solo funcionario debe cuidar poco más de 15 000 hectáreas, lo cual es imposible.
A esto se le suma que, según comentan los funcionarios en voz baja y con temor, han circulado panfletos firmados por grupos disidentes de las Farc en los que se amenaza y se prohíbe el ingreso de los funcionarios al parque.
Esas intimidaciones se han convertido en realidad. Por ejemplo, la directora de PNN, Julia Miranda, le confirmó a Mongabay Latam y Rutas del Conflicto que la cabaña operativa ‘Aires del Perdido’ de PNN, utilizada para hacer vigilancia y control dentro de Tinigua, ubicada en la vereda El Rubí del municipio de La Macarena, fue saqueada en el primer semestre de este año. Otro funcionario aseguró que, hasta la fecha, no se han podido establecer cuáles elementos fueron hurtados porque no hay garantías de seguridad para ir hasta el lugar. “Todo lo que sabemos ha sido informado por las comunidades”, dice.
El saqueo de las herramientas de trabajo de los funcionarios de PNN es una constante. En 2017 ya les habían robado algunas partes de las motos con las que se movilizaban por el territorio. La entidad tiene conocimiento de que en el Parque Nacional Natural Tinigua existen cerca de 402 kilómetros de trochas que han sido construidas por las comunidades —o en su momento por las Farc— pero los funcionarios solo tienen acceso a 18 rutas seguras en el territorio.
El Estado no tiene conocimiento de todas las vías, ya que fueron abiertas por las comunidades en los años de ausencia de los funcionarios. Según Jenny Santander, investigadora del OCA, lo más grave es que se convierten en motores de deforestación. “La vía dinamiza y por ahí entra todo, por ahí empiezo a tumbar”, comenta.
La mayoría de las actividades que se realizan dentro del parque son reuniones con las comunidades. “Vamos derecho a lo que vamos y no nos podemos detener. No podemos parar en una tienda a tomar nada porque a veces es peligroso”, cuenta el funcionario de parques. Y agrega que evitan utilizar aparatos electrónicos para que la gente no piense que ellos colaboran con las intervenciones militares, como la que se realizó en el Parque Nacional Natural Cordillera de los Picachos (ver reportaje de Picachos).
Los habitantes del sector dicen que esa intervención militar complicó la seguridad de toda la zona. Los funcionarios de Parques señalan que después de esto, varias personas se acercaron a las oficinas a intimidarlos. El problema, para los funcionarios de PNN, es que ellos no tienen ninguna facultad para decidir sobre actuaciones de la fuerza pública y eso es algo que no todas las comunidades entienden. Según Julia Miranda, directora de la entidad, las intervenciones que se realizan en los parques están a cargo de la Fiscalía, lo que hace PNN es poner la denuncia de lo que está pasando en cada área protegida.
Los funcionarios también aseguran que solo quienes están en el territorio conocen las verdaderas limitaciones que se tienen en la zona. “Hay que venir, vivir acá, sufrir acá, vivir con miedo todos los días para saber qué se puede y qué no se puede hacer”, dice el funcionario, con una expresión de preocupación.
La tranquilidad ha ido desapareciendo. El funcionario que insiste en permanecer anónimo, cuenta que escribía acerca del trabajo que realizan los funcionarios al interior del parque, sobre cómo era su relación con las comunidades y cómo avanzaban en acuerdos de conservación después de la firma del Acuerdo de Paz. Sin embargo, baja la mirada y dice que dejó de escribir cuando las presiones y las dificultades volvieron. “Dejé de escribir cuando dejé de ver esperanza”, dice.
En medio de los problemas, uno de los propósitos de los guardaparques en Tinigua ha sido la búsqueda de acuerdos de conservación con las comunidades campesinas que habitan allí. El objetivo es llegar a consensos con las familias para que dejen de expandir sus territorios y detengan la tala de bosques. Al igual que en La Macarena y Picachos, muchas personas vivían dentro del parque antes de que este fuera declarado, otros acabaron allí tras ser desplazados por la violencia y también están los que por órdenes de grupos ilegales se instalaron en el área para deforestar y ocupar la zona, según cuenta la directora de PNN, Julia Miranda.
La institución pretende que los ocupantes liberen terrenos de manera voluntaria para iniciar un proceso de restauración del bosque. “Ellos van a ser nuestros aliados en la conservación, entre más aliados, más ocupantes van a tener la intención de conservar”, asegura otra funcionario de la entidad que, por seguridad, también pidió que su nombre no fuera revelado. El parque Tinigua es uno de los que más ha avanzado en los acuerdos de conservación con las comunidades y con suerte, en los próximo meses, se verán los resultados de esta estrategia con la firma de los primeros de ellos.
Las dificultades para llegar a esta firma definitiva han sido varias. Una de las principales es el inconformismo de los campesinos que viven en el parque y no sienten que se les dé una verdadera solución a sus problemas. “Somos conscientes de que hay que cuidar, pero así como hay que cuidar la flora y la fauna, nosotros también tenemos derechos. No estamos cerrados a dejar de talar, pero ¿a cambio de qué?”, afirma Alirio Aranda, campesino que habita al interior y que lucía cansado por los largos viajes que debe hacer para salir de su finca en el parque donde habita desde hace más de 23 años y quien ve con preocupación que no hay una verdadera posibilidad de reubicación.
En total, Mongabay y Rutas del conflicto hablaron con tres funcionarios del parque, pero la situación a la que se ven expuesta hizo que todos exigieron anonimato. Una de ellos dice que en la región hay personas que tienen grandes extensiones de tierra. Según Aranda, esto se debe a la poca rentabilidad de los cultivos, por lo que muchos tienen decenas de hectáreas con pasto que utilizan para ganado propio o para arrendarlo. “En mi caso, yo tengo 60 hectáreas en pastos. Si me proporcionaran el apoyo para montar 10 hectáreas en aguacate, yo dejaría 50 de potrero para que volviera a nacer el bosque. Porque yo sé que con 10 hectáreas de aguacate vivo mejor que con esas 60 hectáreas de pasto”, dice.
Sin embargo, por el carácter de conservación de los parques, la única actividad legal que se puede realizar al interior es el ecoturismo de bajo impacto, por lo que propuestas como la de Aranda no cuentan con el apoyo de la institucionalidad.
Una solución que también se ha planteado es el pago a campesinos a cambio de cuidar el bosque. Sin embargo, para los investigadores del OCA, como Juan Manuel Rengifo, este es un tema delicado que puede convertirse en un motor de deforestación. “Esos incentivos se convierten en incentivos perversos. Ante la expectativa de que va a haber un proyecto de pago por servicios ambientales, la gente tumba porque entienden que si ya está conservado, no les van a pagar. Les van a pagar por zonas que se están deforestando”.
Como si la lista de dificultades no fuera suficiente, otro obstáculo ha sido la presión de los grupos armados para que las comunidades no trabajen con PNN. “Se percibía libertad de las personas para expresarse. La gente hablaba en las reuniones, la gente relataba sus experiencias. Los líderes hablaban con un poco de confianza, o bueno, de libertad”, recuerda uno de los funcionarios de PNN. Pero eso ya quedó en el pasado.
Ahora la situación se ha vuelto más complicada, “muchos líderes nos dicen: no puedo ir a su oficina, no me pueden ver hablando con usted, veámonos en otro lado. O cuando usted esté con el uniforme no me salude. En unas veredas nos han dicho: ‘no vengan, no vamos a tener reuniones porque nos lo prohibieron, corremos riesgos si trabajamos con ustedes’ ”, dice con voz preocupada el funcionario.
Uno de los hechos que más impactó la relación con la comunidad, así como la estabilidad emocional de los guardaparques, fue el asesinato a fines del año pasado de Héctor Fabio Almario, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Getsemaní en el municipio de La Macarena, quien estaba trabajando con PNN en acuerdos de conservación en las áreas de influencia del parque Tinigua. El crimen ocurrió después de que el líder se reuniera en La Macarena con un funcionario de Cormacarena —otra autoridad ambiental de la región—.
Los funcionarios de PNN aseguran que no solo sus vidas corren peligro sino también la de los líderes ambientales de la zona que son constantemente amenazados y se ven obligados a salir del territorio por seguridad. Por esta razón, los acuerdos de conservación y las mesas de concertación avanzan y retroceden todo el tiempo, pues el asesinato de los líderes o su salida de los territorios hacen que los procesos tengan que empezar desde cero y en medio de un clima de inseguridad.
Los funcionarios de PNN viven con angustia, ansiedad y preocupación, por eso ninguno revela su nombre. “Cuando salgo, a veces tengo dificultades en mis procesos de relacionamiento, mi vida social y familiar no es la misma. Y a veces cuando vienen compañeros de otros parques que no tienen esas amenazas es muy diferente su manera de relacionarse con el entorno”, asegura uno de los guardaparques.
Habitantes del parque Tinigua, investigadores, organizaciones y entidades de control reconocen a la ganadería como uno de los grandes problemas asociados a la deforestación. Una de las razones es que la agricultura es muy difícil en la zona —además de la dificultad de sacar los productos porque no hay infraestructura vial— y que el suelo no es productivo. “Estos terrenos son estériles, esta parte de la cordillera no produce sino pastico y parte de café, pero acá no dura. La gente se dedicó a la lechería”, dice Ismael Garzón Gutiérrez, representante de la Asociación Campesina Ambiental de Uribe, Meta (Acatamu).
La pobreza de estos suelos se debe, según Jenny Santander, investigadora del OCA, a que “la selva amazónica es un ecosistema con unos procesos tan rápidos de transformación que por eso se dice que son pobres, es un metabolismo muy enérgico. Son pobres desde el punto de vista de las actividades humanas”. Con esto también concuerda Juan Manuel Rengifo, quien dice que “los suelos no son buenos, no tienen muchos nutrientes y dependen un poco de la hojarasca y de la materia orgánica que viene de esa vegetación natural y que forma un colchón encima de esas tierras”.
La productividad de las tierras en el Tinigua, según los investigadores del OCA, puede durar entre 7 y 10 años, luego empiezan a disminuir los niveles de producción. Lo que sucede después es un círculo vicioso perverso para la Amazonia. La respuesta a esta problemática en muchos casos ha sido talar más selva y sembrar pasto para ganadería en las áreas deforestadas que ya se aprovecharon.
A diferencia de la ganadería que se desarrolla en otros parques, según Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), lo que existe en el Tinigua es “una ganadería más intensiva, doble propósito y con un nivel de tecnificación importante, que incluso es atendida por los cuartos fríos de las lecheras que compran grandes cantidades de leche en ese territorio”.
Este último punto es crítico para Julia Miranda, directora de PNN. Dice que es necesario “que haya una responsabilidad de una industria y un empresariado que son pujantes e importantes para la economía del país y que, precisamente, deben dar ejemplo y no aceptar leche y carne que vengan de áreas protegidas”.
Organizaciones como la Asociación Campesina Ambiental Losada Guayabero, ASCAL-G y Acatamu denuncian que en los operativos en los que se decomisa ganado y se busca atacar la deforestación, terminan afectando a los campesinos que están en el territorio y que muchas veces ni siquiera son los dueños de las vacas. PNN ha pedido a la Fiscalía que indique quiénes son los dueños de este ganado, pero los intereses económicos que hay detrás son tan fuertes que encontrar sus nombres o divulgarlos sería una sentencia de muerte.
José Garzón, vicepresidente de ASCAL-G, le explicó a Mongabay Latam y Rutas del Conflicto que los campesinos que tienen ganado propio suelen tener pocas cabezas. Lo que ocurre normalmente es que una persona con capital económico pone el ganado y el campesino la manutención, y al final se reparten las ganancias por mitades. “Al campesino siempre le termina tocando lo más duro, porque lo más pesado es la alimentación, los medicamentos y al final es el que termina poniendo la cara si pasa algo”, dice Garzón.
El problema se vuelve más grande ya que, según PNN, durante los últimos años se han iniciado nuevas etapas de colonización. “Parque Tinigua es el que más afectación ha tenido en los últimos dos años, en donde, básicamente, por información que hemos tenido de las mismas comunidades, hay alrededor de 550 familias nuevas que ingresaron en el año 2018”, indica Julia Miranda, directora de la entidad.
Miranda asegura que muchas familias han sido puestas ahí por grupos armados, quienes “abren territorios y dan órdenes de deforestación, y ahí es donde llegan familias para que cuiden el ganado, para que cultiven coca”.
Las diferentes fuentes consultadas para este reportaje aseguraron que el precio por tumbar una hectárea de bosque, en promedio, es de 500 000 pesos (aproximadamente 150 dólares) y que hay talas que llegan a ser de cientos de hectáreas y son ordenadas por una sola persona.
“Son lotes donde, por ejemplo, unas 10 motosierras operadas por hasta 20 personas están tumbando. Las ‘tumbas’ son de 300 hectáreas y luego a eso le meten candela [fuego], eso se tiene que hacer cuando está entrando el verano para que se seque y se pueda quemar”, comenta Alirio Aranda, campesino que habita al interior del parque Tinigua.
Las comunidades denuncian que los mayores deforestadores del territorio son personas que tienen grandes recursos económicos, ya que una tala grande puede costar varios millones de pesos, mientras que los campesinos talan una o dos hectáreas de bosque para sus cultivos de diario vivir.
La zona norte del Tinigua es la menos deforestada y la que aún mantiene la conectividad con los parques Picachos y Sierra de la Macarena. Según Rodrigo Botero, la conservación de esta área está atada a la estrategia desplegada durante el conflicto armado. “Esto fue una decisión militar de las FARC. No es que ahí no haya habido una colonización espontánea. Ahí había un corredor armado que funcionaba así y por eso se mantuvo sin tocarse”.
Ciro Galindo, quien trabajó como guardaparques en Tinigua en 1996, recuerda que no tenían problema con las Farc para realizar su labor. “La guerrilla se identificaba mucho con la conservación, claro que ellos lo hacían con el objetivo de que, si en algún momento tenían una represión, tenían de dónde echar mano”, afirma. El bosque le servía de escudo a la guerrilla, era su protección y escondite ante cualquier ataque armado.
El temor por lo que iba a pasar con la selva llegó después de la salida de la guerrilla del territorio. “Quién sabe qué pase ahora cuando hay nuevos actores armados. Si van a preservar ese corredor armado o no”, comenta Botero y añade que la importancia de la conectividad de Tinigua con los Parques Macarena y Picachos se basa en que la biodiversidad de Colombia está ligada al movimiento de especies entre los diferentes ecosistemas.
“Los Parques Nacionales y en general todas las áreas protegidas no pueden quedar como islas en un territorio, para que sean funcionales necesitan estar debidamente conectadas”, dice Julia Miranda, directora de PNN. Este elemento permite, por ejemplo, la movilización de los grandes felinos como el jaguar. “Si no hay conexión, los bosques se empiezan a deteriorar y a perder biodiversidad”, asegura.
La deforestación no es un tema nuevo, pero ha ido aumentando con la salida de las Farc del territorio. La incertidumbre gira en cómo se preservará la selva ahora que nuevos grupos armados están ingresando al área protegida, dada la poca presencia estatal. Las amenazas contra funcionarios de PNN, líderes ambientales y trabajadores de Cormacarena ha dificultado el trabajo en Tinigua. Si no se toman medidas verdaderamente efectivas este parque podría desaparecer, afectando la conexión entre ecosistemas amazónicos, andinos y orinocenses. Si eso ocurre sería una verdadera catástrofe ambiental.