LA CONVIVENCIA CON LA AUSENCIA

Más del 90% de los municipios en Colombia ha sufrido la desaparición forzada de una parte de sus habitantes en los últimos 60 años. Aunque muchas veces permanece un estigma sobre la salud mental dentro de las comunidades, que termina por revictimizar a los familiares que buscan a sus seres queridos, las organizaciones de víctimas y muchos de quienes han sido testigos del horror de este crimen han creado formas de no olvidar y de resignificar la vida de quienes siguen ausentes.

“Eran como el viento, que no sabe a dónde viene, ni tampoco a dónde va, venían e iban sin rumbo ni dirección dejando en mi alma una triste emoción, dejando a su paso una espeluznante impresión. Sí, sí, río yo los vi pasar, sé que venían contigo en su triste trasegar, también sé que se te aguaron los ojos cuando los que eran gente irremediablemente se convirtieron en despojo, tú los llevaste entre tus minuciosas y oscuras aguas pero a pesar de todo gritos de dolor por ellos das, viste a la montaña que se levantaba como una anhelante esperanza rogándole siempre a Dios para que estos crímenes en la impunidad no quedaran”.


Poema de María Isabel Espinosa, poetisa de Cartago, Valle.

Recetor es un pequeño pueblo del Casanare, cerca a los límites con Boyacá, con apenas cuatro calles, perdido en medio de las montañas de la cordillera Oriental que descienden hacia los Llanos. Inclusive, las casas del parque principal colindan con el denso bosque del Piedemonte y se pierden con la neblina que sube constantemente por la empinada ladera.

Es un pueblo de campesinos apacibles que sufrió mucho tiempo por la guerra y que vivió su momento más crítico de enero a marzo de 2003: en esos tres meses, según cuenta el Centro Nacional de Memoria Histórica, , el grupo paramilitar Autodefensas Campesinas del Casanare desapareció al menos a 60 personas, lo que representaba casi el 3% del total de población de todo el municipio, que tenía 2357 habitantes, según el

El terror de las desapariciones hizo que parte del pueblo huyera, dejando sus casas y sus tierras. Yeison Salamanca, que lleva 17 años buscando a su hermana desde entonces, cuenta que el pueblo se hundió en una tristeza enorme y no fue el mismo después porque algunos no regresaron nunca más. “Los que volvimos encontramos un pueblo ausente, solitario. Muchas familias tuvieron problemas por todo el dolor y en otros pueblos insistían en señalarnos de guerrilleros. Hemos luchado mucho para reconstruirnos como comunidad nosotros mismos, porque el Estado nunca ha traído un psicólogo para las víctimas”, cuenta Salamanca.

La de Recetor es una de centenares de historias de pueblos en Colombia, afectados por las consecuencias psicosociales de la desaparición forzada. Según cifras del CNMH, al menos 942 municipios de los 1122 que tiene el país, sufrieron algún caso de este crimen, que no solo busca borrar la existencia de sus víctimas y producir un enorme dolor y desconcierto en sus familiares, sino que afecta a las comunidades del entorno de diferentes maneras.

La convivencia habitual de estos pueblos se afecta gravemente por factores que acompañan la desaparición forzada como el desplazamiento, el estigma que se genera sobre las víctimas y la descomposición familiar. Según el sicólogo Wilson López, líder del grupo de investigación Lazos Sociales y Culturas de Paz de la Universidad Javeriana, la sistematicidad y magnitud de este crimen, hace que los efectos psicológicos “vayan más allá del individuo y afecten otros niveles como la familia, la comunidad completa o la sociedad en general”.

En el caso de Recetor, la comunidad terminó afectada por el terror y el desplazamiento, producto de la desaparición forzada masiva. Jimmy Carreño tenía 12 años cuando los paramilitares de las Autodefensas Campesinas del Casanare desaparecieron a su madre, su padrastro y a varios de sus vecinos. Ante el miedo, los abuelos de Jimmy se lo llevaron junto a sus hermanos a la cercana ciudad de Yopal, dejando abandonadas sus fincas. “El cambio que nosotros tuvimos fue drástico, tuvimos que encontrarnos con otro tipo de personas, con otro tipo de cultura. Lo peor fue que mis abuelos tuvieron que vender la tierra barata para podernos ir, perdimos casi todo lo que teníamos”, le contó Jimmy a periodistas de Rutas del Conflicto en una entrevista de 2015.

Los efectos del desplazamiento son particulares cuando se trata de familiares de desaparecidos que, además de dejar toda su vida atrás, deben renunciar a la búsqueda y la denuncia en el lugar en el que ocurrieron los hechos. En otros casos, la búsqueda de sus seres queridos es la que hace que abandonen todo.

Cerca de 400 km al noroccidente de Recetor se encuentra Barrancabermeja, una ciudad con cerca de 200 mil habitantes a orillas del río Magdalena. Allí, el 28 de febrero de 1999, paramilitares se llevaron a Edgar Sierra de 17 años para desaparecerlo. En medio de la desesperación por la incertidumbre, su madre, Manuela Sidray dejó todo lo que tenía y se fue a buscar a su hijo.

“Renuncié a mi trabajo porque me llamaron por teléfono y me dijeron: ‘Si usted quiere que le devolvamos a su hijo tiene que irse para otra parte’. Ahí fue lo más terrible, porque tuvimos que irnos de la casa en la que ya tenía 20 años de vivir ahí… Yo viendo el trasteo, cada cosa que sacaba era horrible. Yo no trabajé más y me dediqué a buscar a mi hijo por todo lado”, cuenta Manuela.

El estigma

Han pasado 21 años y Manuela sigue buscando a su hijo. Mario Jaimes Mejía, un exparamilitar confesó que lo había asesinado y había arrojado su cuerpo al río Lebrija y por mucho tiempo señaló a la víctima de ser un guerrillero.

Según el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, Desaparición forzada: balance de la contribución del CNMH al esclarecimiento histórico, este tipo de acusaciones han sido frecuentes entre los grupos armados y terminan marcando a sus familiares. “El uso de guías o listas como parte de la ejecución de la desaparición forzada, así como la estigmatización de la víctima para respaldar el desarrollo del crimen, fueron mecanismos usados por los actores armados, no solo para justificar las desapariciones, sino también para procurar la ruptura de los lazos entre los miembros de las comunidades, lo que a su vez les reportaría réditos en términos del control de la población”, señala el documento.

Además de la búsqueda constante, Manuela ha hecho hasta lo imposible por limpiar el nombre de su hijo, inclusive encarando varias veces al victimario. ”Hubo un día en la última versión que dio en el proceso judicial que ese señor me dijo que me pedía perdón porque mi hijo sí era un joven inocente. Que él no era ladrón de carros, ni de motos, que no era nada de eso, que él simplemente el día de esa masacre estaba en el lugar equivocado, que se lo llevó porque tenía que llevarle a alguien a su jefe, ‘alias’ ”, cuenta Manuela.

Según el informe del CNMH, el estigma no solo busca marcar a las víctimas individualmente, sino que apunta a las comunidades en diferentes formas, como castigo social a toda una población o un colectivo social. Varios pueblos a orillas del río Magdalena y otros ríos del país, fueron señaladas de colaborar con el enemigo y amenzados para que no rescataran los cuerpos que flotaban en sus aguas y concretar la desaparición de sus víctimas.

La violencia del conflicto armado en Barrancabermeja disminuyó notablemente después de la desmovilización paramilitar en 2006. Pero muchos familiares de los más de mil desaparecidos, que según el CNMH dejaron los grupos armados entre 1975 y 2013, continuaron con la búsqueda de sus seres queridos.

Manuela regresó a la ciudad en 2005 y ha lidiado con el dolor de la ausencia de Édgar. Cuenta que aunque la mayoría de sus vecinos la han respaldado siempre en su lucha por la verdad, ha tenido que enfrentar la revictimización de algunas personas que la han acusado de mentir con la historia de su hijo. “Una vecina comenzó con unos chismes a decir que yo me estaba inventando todo, que mi hijo estaba vivo y yo lo tenía en otra ciudad. Un psicólogo que trajo una organización social me ayudó mucho, me dijo que esas palabras dañinas hay que echarlas en un saco roto para que no lo afecten a uno”, explica Manuela.

El médico e investigador Saúl Franco, comisionado de la para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición, ha investigado el impacto social de la desaparición forzada y sus consecuencias sobre la salud mental y física de las víctimas. “Todas estas situaciones que crea la desaparición no paran de revictimizar a estas personas que ya cargan un dolor muy grande. Además de perder a su ser querido, tienen que cargar el peso de varios estigmas. Su insistencia en la búsqueda y su lucha para evitar la impunidad es vista muchas veces como algo patológico, los tachan de ‘loquitos’ o simplemente no les creen”, explica Franco.

El comisionado señala que, inclusive, puede darse el caso de personas de la comunidad que subestimen el sufrimiento de las víctimas acusando a los desaparecidos como personas que no volvieron a sus hogares porque se enlistaron voluntariamente en los grupos ilegales. Este es el caso de un familiar de una persona que se llevaron los paramilitares de Barrancabermeja y del cual no se volvió a saber nada. “La gente no sabe lo doloroso que puede ser que inventen esas cosas. De él dijeron que no había vuelto porque se volvió , cuando la justicia ya nos ha reconocido como víctimas”, explica el habitante de esta ciudad, cuya identidad no se publica para evitar la revictimización de su ser querido.

El daño a la familia

Ana García* es una mujer que hace lo posible por subsistir con su hijo en medio de la pobreza y continuar la búsqueda de su esposo y de la verdad detrás de su desaparición a manos de paramilitares en 2004. Recuerda que durante los meses después de que ocurrieran los hechos, en medio de la zozobra por la incertidumbre, su situación emocional empeoró luego de que los familiares sospecharan de que ella hubiera participado en la desaparición y la acusaran de no hacer lo suficiente para buscar a la víctima. “Me decían que por qué yo le había dicho que fuera al lugar de donde se lo llevaron, que por qué no estaba haciendo lo suficiente para que se supiera algo de él. Es terrible porque me hicieron sentir culpable y pienso que no hice nada malo. Me tocó salir a trabajar para darle de comer a mi hijo y con eso ya no tuve tanto tiempo para buscarlo”, cuenta Ana.

Estas circunstancias son comunes en varios relatos de víctimas recogidos para esta investigación. Según ha descrito en varios documentos Carlos Martín Beristain, médico y sicólogo con un amplia experiencia en atención psicosocial de víctimas en varios países del mundo y comisionado de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición, los hechos que rodean este crimen generan tensiones entre los integrantes de las familias de los desaparecidos.

“Muchas veces no hay espacio para reconocer los sentimientos porque la sobrevivencia de cada día se convierte en lo más importante para la familia. Los familiares de desaparecidos se sienten mal si tratan de reconstruir sus relaciones con otras personas, porque les resulta difícil o les produce un sentimiento de culpa el hecho de recuperar su vida o de encontrarse afectivamente mejor sin saber qué ha pasado con su familiar”, señaló Beristain en la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condenó al Estado colombiano por la desaparición y muerte de 19 personas en 1987.

El caso de Ana expone también un rasgo común en las historias de muchas familias de desaparecidos, que señala el comisionado Saúl Franco: las víctimas son hombres que mantenían económicamente hogares humildes. Así, sus parejas tienen que salir a trabajar para subsistir y al mismo tiempo no cesar de buscar a su familiar.

El hijo de Ana era muy pequeño cuando desaparecieron al padre y no recuerda el dolor de ese momento. ”Tenía como cuatro años, él no tuvo los recuerdos con el papá ni esa angustia que vivimos, pero luego creció y le ha hecho mucha falta. El sufrió mucho en la adolescencia, comenzó a portarse mal y le echaba la culpa a la falta del papá, yo creo que esto tuvo que ver para que se metiera en las drogas”, cuenta Ana.

El psicólogo Beristain explica en la investigación Manual sobre perspectiva psicosocial en la investigación de derechos humanos que “los (hijos) más mayores tienen que asumir responsabilidades familiares y hacerse cargo de otros hermanitos. Muchos de los hijos e hijas de personas que han sido torturadas o desaparecidas han manifestado problemas afectivos, de apetito y sueño, retraso escolar o evasión de la realidad”.

Como ocurrió con el hijo de Ana, la vida de algunos hijos de las víctimas se afecta severamente por las circunstancias que acompañan este tipo crimen. El psicólogo e investigador Miguel Gutiérrez, profesor de la Universidad del Rosario que ha trabajado con varias comunidades violentadas en medio del conflicto armado en Colombia, explica que la desaparición dispara en la vida de muchas víctimas una serie de problemas con múltiples consecuencias.

“Es una bola de nieve que se ramifica en todos los campos. Lo que ve uno frecuentemente es la perpetuación y replicación de violencias. Entonces el hijo, como la mamá estaba deprimida, como efecto de la desaparición del padre y no pudo estar pendiente de él, es agresivo y termina pegándole a la esposa y esos hijos ven otra vez eso y se crea unas cadena terribles”, explica Gutiérrez.

La solidaridad en medio de la indiferencia

Apenas unos kilómetros río arriba de Barrancabermeja, en una serie de pueblos a orillas del Magdalena, decenas de mujeres, algunas que también buscan a sus familiares desaparecidos, han adoptado los cuerpos de víctimas enterradas en los cementerios como personas no identificadas. Les rezan, los lloran, a algunos incluso les asignan poderes milagrosos.

Las víctimas enterradas en estas fosas son los desaparecidos aguas arriba, que a su vez son buscados por otros familiares. Llegaron a estos pueblos flotando en condiciones de descomposición y fueron rescatados por los habitantes de la región y sepultados como no identificados.

El psicólogo Gutiérrez insiste en que, aunque en algún momento el Estado tendrá que exhumar estos cuerpos y procurar entregárselos a sus verdaderos familiares, estas acciones surgieron espontáneamente como un genuino gesto de retornarle valor y dignidad a lo que eran considerados por muchos como un desecho. “Son unas reacciones fascinantes de solidaridad y aportan mucho al país. Muchas mujeres que han adoptado los cuerpos no son víctimas no han vivido la desaparición de un familiar , en una muestra de que alguien que no ha sufrido directamente por la guerra puede conmoverse y eso es una enseñanza enorme para esta sociedad tan indiferente”, señala Gutiérrez.

Otro caso que muestra la reacción de comunidades ante estas circunstancias que rodean la desaparición forzada está cruzando la cordillera Central de los Andes, al occidente de Barrancabermeja, a orillas del río Cauca. Al norte del municipio de Cartago en el departamento del Valle del Cauca, en una serie de pueblos de los departamentos de Risaralda y Caldas, gran parte de la comunidad ha arriesgado sus vidas y se ha visto afectada en su salud emocional, al registrar y rescatar cientos de cadáveres de víctimas de desaparición forzada.

Por más de 15 años, María Isabel Espinosa ha descrito en un cuaderno los cuerpos de más de 200 personas que han pasado flotando por el río Cauca, en un remolino muy cerca de su casa en Cartago. Sus notas registran el sexo, los tatuajes, la ropa, visibles señas de tortura y otros detalles que ha podido ver desde la orilla de este río, que se convirtió desde mediados de la década de los ochenta en una enorme fosa acuática a donde han ido a parar miles de desaparecidos.

El dolor que ha sentido todos estos años está presente en varios poemas que ha escrito, en los que también menciona a las madres que llegan desde los pueblos río arribaa preguntarle por sus registros, por cualquier dato que les de alguna certeza sobre el paradero de sus hijos.

María Isabel, que ha ganado varios premios por su trabajo literario, señala que comenzó su registro, aterrada por la indiferencia de las personas que viven en la zona, que veían día tras días pasar cuerpos como si fueran parte del paisaje. “Es muy duro ver la indiferencia. Aunque también puede ser por miedo, porque a mí me amenazaron los victimarios cuando se dieron cuenta de lo que hacía. Yo lo hago para ayudar a las madres que vienen luego a preguntarme por sus hijos”, cuenta la poetisa

Todo el el dolor que ha compartido con las madres ha dejado marcas en la salud emocional de María Isabel, que ha encontrado en su fe un alivio para vivir con el horror que ha tenido que presenciar. “Cada vez que pienso en esto, yo me quiebro… Mis hijos me dicen que pare, que no siga, pero yo no puedo seguir mi vida sabiendo todo lo que están viviendo las madres por sus hijos”, dice.

Al igual que a María Isabel, en los pueblos de la zona, la desaparición forzada marcó a varias personas: una familia se ganó la vida por años lanzándose a las aguas turbias a rescatar los cadáveres en el caserío de Irra en el departamento de Caldas; un fotógrafo mantiene en su casa imágenes de más de 100 cuerpos en descomposición que luego terminaron sepultados como no identificados en un cementerio cercano; los bomberos de los pueblos apuntaban en sus registros los detalles de los muertos, algunos con signos de tortura. Ninguno de ellos ha recibido atención psicológica del Estado, porque no son víctimas directas del conflicto armado.

El psicólogo Gutiérrez señala que existe un enorme camino que debe recorrer el país para atender los impactos psicosociales de la desaparición forzada. Según el comisionado Franco, este debe ser un compromiso que asuma el Estado para garantizar el fin de los ciclos de violencia, la no repetición.

Las comunidades no se rinden

Eran las 3 de la tarde del 28 de febrero de 2020. Cerca de 100 personas se reúnen en un parque de Barrancabermeja, bajo un sol intenso y unos 35 grados de temperatura. Tienen en sus manos carteles con fotografías de sus familiares, las víctimas de la masacre cometida en esa fecha, hace 21 años, en 1999 (vínculo -ver descripción de la masacre en Rutas del Conflicto), en las que paramilitares asesinaron a ocho personas y se llevaron a otras dos para desaparecerlas. En un acto de gran solemnidad, cada grupo familiar que asiste al evento siembra un árbol de guayacán para recordar a sus seres queridos.

Comunidades como esta se han consolidado por todo el país para recordar a los desaparecidos y para exigirle al Estado verdad, justicia y reparación. La unión y el trabajo de estos grupos de víctimas y los ritos que han construido colectivamente han servido como un apoyo emocional para mediar su dolor y para mantener vivo el recuerdo en medio de la indiferencia social que los rodea. “Como acción social tienen un valor muy grande. Va en contravía de la acción de borrar del todo a una persona. Logran restituir algo de la dignidad que les quitaron”, explica Miguel Gutiérrez.

El psicólogo señala que al igual que estas familias, grupos de víctimas de desaparición forzada han sembrado árboles en los parques principales de pueblos de todo el país. En este caso, son guayacanes como se le dice a varias especies de árboles en América, todos con una madera muy fuerte y que pueden crecer a gran altura y follaje. “Es un acto simbólico de gran impacto. Los familiares de los desaparecidos entierran las raíces del árbol, conmemorando la falta de un cuerpo que no han podido sepultar. Pero luego el árbol crece, grande, en medio de la comunidad, como quieren que pase con el recuerdo del ausente”, explica Gutiérrez.

Alix Vélez es una de las lideresas de este grupo de víctimas llamado Colectivo 28 de Febrero. Su esposo, Miguel Cifuentes, un taxista que tuvo la mala fortuna de atravesarse en el camino de los paramilitares el día de la masacre fue uno de los desaparecidos. Ella, junto al resto de familias llevaban semanas preparando los actos de conmemoración de los hechos, tocaron muchas puertas para conseguir el dinero para un conversatorio, el evento de la siembra de árboles y un encuentro con la comunidad del barrio Provivienda, en la que todas las víctimas dejaron plasmadas sus manos en un mural para seguir recordando a sus muertos, a sus desaparecidos.

Alix cuenta que las familias del colectivo se fueron uniendo con el tiempo, ligadas por el dolor de la pérdida y por los procesos judiciales a los que asistieron como víctimas, pero luego comenzaron a unirse para recordarles y para exigirle al Estado la verdad sobre lo sucedido. Según el comisionado Saúl Franco, las víctimas han encontrado fortaleza en el establecimiento de estas redes entre personas que se ven como iguales, hermanadas en el sufrimiento, pero también en la resiliencia. “La gente desarrolla capacidades de respuesta, entonces junto a los demás, con estas acciones de solidaridad que les dan fuerza, una salida que les aporta en su situación psicológica”, cuenta Franco.

El reclamo ante el Estado, es un elemento común en estas organizaciones y les ha dado un rol de liderazgo que no tenían. Alejandro Álvarez, psicólogo e investigador que ha recogido las prácticas de apoyo de la mayor organización de desaparecidos en Colombia, la Asociación de Familiares Detenidos Desaparecidos, Asfaddes, explica que el desarrollo de un componente político que empodere a las víctimas para reclamar sus derechos es clave en su atención psicológica. “Asfaddes, en su crecimiento como organización, ha aprendido que es importante que las víctimas sean conscientes del valor de su trabajo colectivo para que no haya impunidad. Esta labor los convierte en sujetos activos, que se identifican así mismos como personas valiosas que hacen valer sus derechos”, explica Álvarez

Las historias de las comunidades que se han organizados para apoyarse son un enorme ejemplo de cómo un sector de la sociedad ha generado una enorme resiliencia en medio de la violencia que no cesa, de las desapariciones que continúan y de una indiferencia que sigue siendo grande.

A pesar de los esfuerzos de las comunidades, es clave que el Estado mejore la atención de estas comunidades. Los expertos señalan que también es importante que las universidades se sumen para mejorar la formación de los psicólogos y para llevar programas de formación a las regiones más afectadas por estos crímenes.

En febrero de 2020, Marta Lucía Ramírez, vicepresidenta del país, dijo públicamente que Colombia tenía “demasiadas psicólogas y sociólogas”, señalando que las mujeres debían moverse hacia otras áreas de conocimiento. Por el contrario, los docentes e investigadores entrevistados para esta serie de reportajes coincide en que faltan más y mejores psicólogos con especialización clínica, que ojalá vivan en las zonas donde viven y luchan por superar sus problemas de salud emocional. Como dice la doctora Nohelia Hewit Ramírez: “Colombia no ha valorado de manera significativa la salud mental. Así como hay atención en salud física es necesario dar atención en salud mental. Por eso a los psicólogos, que somos los que sabemos del comportamiento humano, no se nos valora lo suficiente”.

*El nombre de la víctima fue cambiado para proteger su identidad.

**En febrero de 2020, este proyecto periodístico, financiado y coordinado por el Carter Center de los Estados Unidos, la Universidad de La Sabana y la Fundación Gabo, organizó un taller con cerca de 20 familiares de desaparecidos que contaron sus historias y cómo la ausencia de sus seres queridos había afectado sus vidas.

Texto:Óscar Parra Castellanos

Edición:Ginna Santisteban Calderón

Investigación:Santiago Luque y Pilar Puentes E

Fotografías y videos:Álvaro Avendaño, Samara Díaz
Santiago Luque y David Riaño

Visualización de datos:Santiago Luque Pérez

Postproducción audiovisual:Jessica Santisteban Calderón

Ilustración:Kimberly Vega

Diseño y montaje:Paula Hernández

Publicado el 18 de agosto de 2020

Texto:Óscar Parra Castellanos

Edición:Ginna Santisteban Calderón

Investigación:Santiago Luque
Pilar Puentes E

Fotografías y videos:Álvaro Avendaño
Samara Díaz
Santiago Luque
David Riaño

Visualización de datos:
Santiago Luque Pérez

Postproducción audiovisual:Jessica Santisteban Calderón

Ilustración:Kimberly Vega

Diseño y montaje:Paula Hernández

Publicado el 18 de agosto de 2020