El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) reporta más de 1.080 cuerpos recuperados en al menos 190 ríos colombianos, desaparecidos por algún actor armado, normalmente, para ocultar la evidencia de sus crímenes. Tanto víctimas como victimarios, sin embargo, aseguran que otros miles más reposan en sus aguas. Cuando parece que nadie sabe cuántos son ni en dónde están. ¿Cómo encontrarlos?
La práctica macabra de desaparecer cuerpos arrojándolos a los ríos de Colombia, perpetrada por grupos armados, podría tener más de 60 años. La larga historia de desaparición forzada tiene dos caras: la del horror y el dolor por las vidas destruidas de miles de familias víctimas; y la de resistencia y abnegación por aquellas personas, sobre todo mujeres, que han emprendido la búsqueda incansable de sus desaparecidos. Luchan para que aquello que permanece oculto en el fondo del río emerja con decisión y verdad a la superficie. El reportaje Las mujeres y el río relata ampliamente esta batalla contra el olvido.
Colombia no es el único país donde algo tan escabroso ha ocurrido. En Chile y Sudáfrica, al menos 28 ríos sirvieron para borrar el rastro de crímenes políticos generalmente perpetrados por agentes del Estado, según relatan las comisiones que en cada nación tenían el mandato de esclarecer lo sucedido. En Colombia, sin embargo, los principales verdugos han sido grupos paramilitares, que en diferentes lugares del territorio se han ensañado violentamente contra las comunidades ribereñas, llevando esta tenebrosa práctica hasta niveles inimaginables.
Así lo demuestra la documentación del proyecto Ríos de vida y muerte, una investigación de periodistas de Rutas del Conflicto y de Consejo de Redacción. En 40 de los 44 ríos rastreados, ‘paras’ emplearon esta práctica. En 18 de ellos, los grupos armados desaparecieron a sus víctimas de manera sistemática, torturándolas (16 ríos), señalándolas como supuestas auxiliadoras de sus enemigos (19 ríos), y manipulando sus cuerpos de maneras atroces e irracionales para evitar que flotaran en el futuro (20 ríos). La historia del Magdalena, el río más largo y victimizado del país, lo ilustra en detalle.
Según los datos del CNMH, grupos de autodefensa estarían detrás del 68% de los casos de desaparición forzada en los afluentes colombianos.
No obstante, eliminar las huellas de su crueldad no fue siempre su única intención. Con la práctica buscaron quebrantar el juicio de aquellos que durante décadas atestiguaron el paso de las almas solitarias flotando a la deriva, con la prohibición expresa de recuperarlas (4 ríos). Infringieron castigo a: líderes sociales (6 ríos), combatientes “indisciplinados” de sus filas o recién desmovilizados (4 ríos) y otras personas que señalaban como ladronas, drogadictas, trabajadoras sexuales y homosexuales, por considerarlas “indeseables”, o sujetos que simplemente se negaron a pagarles una ‘vacuna’ o a seguir colaborando con ellos (11 ríos).
Nadie está exento de culpa, ni las guerrillas ni los miembros de la fuerza pública. Se encontró evidencia de prácticas guerrilleras de desaparición en 11 ríos y aunque quitarle la vida a alguien para luego arrojarla a un río es ya de por sí un hecho terrible, no emplearon el mismo volumen de sevicia que los ‘paras’. El CNMH asume que los grupos guerrilleros son presuntos responsables del 8% de las desapariciones forzadas en ríos. Esclarecer, juzgar y dimensionar sus crímenes es ahora responsabilidad de la Justicia Especial para la Paz (JEP) y de la Comisión de la Verdad, organismos creados tras el Acuerdo de Paz entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc, y el gobierno colombiano.
La fuerza pública merece un capítulo aparte, pues hay indicios que involucran a algunos de sus integrantes con el incremento de estos métodos de esconder la verdad en el agua. En el río Guaviare, por ejemplo, hubo múltiples acciones violentas que realizaron en conjunto con los paramilitares del Bloque Centauros de las Autodefensas Unidas de Colombia, Auc (a quienes llevaron en aviones militares por primera vez a la región). Los oficiales le pidieron a los ‘paras’ que desaparecieran los cuerpos de sus víctimas para que el número oficial de muertos en la zona no aumentara, según informó la Fiscalía. Bien sabida es la colaboración entre integrantes del Ejército y varios grupos paramilitares, pero, ¿por qué llegar hasta ese punto?
De acuerdo con la documentación del portal VerdadAbierta.com, dos de los ex jefes paramilitares más importantes del país: Salvatore Mancuso y Rodrigo Pérez Alzate, alias ‘Julián Bolívar’, confesaron en el proceso de Justicia y Paz haber ordenado la desaparición como una ‘política’ paramilitar tras indicaciones de miembros de la fuerza pública.
“(El aumento en la cifra de asesinados) dañaba las hojas de vida de los militares que actuaban en estas zonas. Fue por eso que para no quedar mal con ellos, Carlos Castaño (para ese entonces máximo jefe de las Auc) dio la orden de desaparecer los cuerpos de las víctimas y se implementó en el país la ‘política’ de la desaparición”, afirmó Salvatore Mancuso, refiriéndose a la preocupación militar por las alarmantes estadísticas de seguridad en las regiones.
Esta versión recuerda cuando la Fiscalía ratificó una alianza entre los ‘paras’ y miembros de la Policía para que no se incrementaran dichas estadísticas en la zona de frontera con Venezuela, donde delinquía el Bloque Catatumbo de las Auc, y así evitar “malas calificaciones”. El ente acusador presentó esta información el 6 de marzo del año 2013 en una audiencia de imputación de cargos, citada por el Tribunal Superior de Justicia y Paz de Bogotá en una sentencia de 2014 contra varios paramilitares, incluyendo a Mancuso. Los ‘paras’ del Catatumbo, incluso, construyeron hornos crematorio con este propósito.
Los paramilitares bajo el mando de alias ‘Julián Bolívar’, exjefe del Bloque Central Bolívar, Bcb, según sus declaraciones, también comenzaron “a implementar la estrategia de abrir los cuerpos, llenarlos de piedras y echarlos a los ríos por presiones de miembros de la Policía y algunos militares”, informó VerdadAbierta.com.
Poco después de la desmovilización de las Auc en el Catatumbo, con Mancuso a la cabeza, la gente comenzó a angustiarse, pues “grupos de desmovilizados acompañados de la fuerza pública estaban desenterrando cuerpos de fosas comunes en el Catatumbo” y arrojándolos al río, aseguró Wilfredo Cañizares, director de la Fundación Progresar. Una sospechosa historia que ya se había dado en Tierralta, Córdoba, según supo una fuente oficial. La oscura alianza entre ‘paras’ y militares fue igualmente documentada en los ríos de San Albertico y Nare, hechos que se espera sean esclarecidos por la JEP y la Comisión de la Verdad.
El dolor por esta práctica de desaparecer gente en los ríos, está vivo. A corte de hoy siguen arrojando cuerpos a los afluentes. En la base de datos Ríos de vida y muerte, hay registro de 12 ríos que han presentado casos en los últimos años, en cuyas orillas delinquen, sobre todo, grupos armados al servicio del narcotráfico y bandas criminales provenientes del paramilitarismo.
Los caudales de grandes arterias fluviales como los ríos Patía, Magdalena, Guamuez y Putumayo tocan puerto en las inmensidades del océano o en las vastas espesuras de la selva, reduciendo visiblemente las oportunidades de búsqueda.
En la guerra, decisiones desde dónde instalar un campamento militar hasta qué pueblo amedrentar tienen por lo general una razón estratégica atada al territorio. Estando Colombia en el ránking de los países más biodiversos y con más riquezas hídricas del mundo, no resultaría extraño pensar que los actores del conflicto armado han sabido aprovecharlo, o al menos, eso sugiere la base de datos Ríos de vida y muerte.
En la mente criminal, el hecho inhumano de utilizar un río para desaparecer un cuerpo es una decisión táctica, ya sea para camuflar evidencia, infundir terror o impartir castigo, pero las historias de al menos 15 ríos colombianos van mucho más allá.
La fuerza de las corrientes de los ríos Carare, en Santander, y Muco, en el Meta, por ejemplo, es tan fuerte que lo que caiga en esas aguas se pierde de vista en cuestión de segundos, haciendo la búsqueda muy difícil. En la desviación del Carare hacia Antioquia, en un punto específico del río, hay un remolino que aprovecharon los paramilitares del Bcb para desaparecer las partes de los cuerpos que picaban, afirmó uno de ellos.
La explotación de las condiciones naturales de estas fuentes hídricas también se vio en los Llanos. En temporada seca los ‘paras’ descuartizaban a sus víctimas y las enterraban en el lecho del río Arauca, según contaron varios desmovilizados, mientras el nivel del agua se mantenía bajo. En invierno el nivel sube y resulta imposible identificar los lugares de los entierros.
A cientos de kilómetros, en la región Andina, grupos armados que delinquían en la frontera entre Cundinamarca y Tolima aprovechaban los 146 metros de altura que tiene el puente natural de Pandi para tirar los cuerpos al río Sumapaz. Una práctica antigua, pues en la época de la Violencia, en los años cincuenta, en ese mismo punto arrojaron muchos cuerpos al lecho del río.
En el departamento del Chocó llueve tanto que la tierra permanece húmeda, dificultando así el enterramiento de cadáveres. Por eso fue más sencillo para los perpetradores arrojar los cuerpos al río Atrato, confiando que se perdieran en la selva chocoana, que dejarlos a medio enterrar.
Y ni qué hablar de los ríos cuya fauna ha sido un medio para atemorizar. Tal como ocurrió en Sudáfrica, que arrojaron un cuerpo sin vida a un río infestado de cocodrilos, en Colombia Guillermo Cristancho, alias ‘Camilo Morantes’, uno de los ex jefes paramilitares más sanguinarios que han existido en la historia del país, tenía la fama de usar un tipo de caimán que nada en la quebrada Musanga para desaparecer a sus víctimas. Hasta el momento, no se han confirmado estos rumores y parece que alias ‘Morantes’, quien asesinaba por placer cuando se drogaba, solo usaba a los animales para amenazar a sus secuestrados, según declararon varios exparamilitares.
Otra historia ocurrió en el Meta. En el río Guaviare unos peces no dejaron señal de los hermanos Chatos, asesinados por ‘paras’ en la masacre de Caño Jabón, los cuales fueron arrojados al afluente, según contó una lideresa de la región que sobrevivió a la matanza. También en el sur del país, otra lideresa denunció que las Farc amenazaban a la población con echarle a ‘la charapa’ –una tortuga carnívora que habita el río Caquetá– los cuerpos de quienes no obedecieran.
El precio que las comunidades tuvieron que pagar fue muy alto. Los registros dan cuenta de que en al menos 8 ríos no se volvió a comer pescado. Allí se suprimió la actividad pesquera durante muchos años. El río era sinónimo de miedo y muerte para las comunidades. “Nadie compraba pescado porque decían que olía a muerto”, contó un líder social del corregimiento de San Rafael de Lebrija. En el Cauca, a la altura del caserío de La Balsa, en el municipio de Buenos Aires, durante un tiempo no volvieron a pescar, a lavar ropa o a bañarse en el río.
Sin embargo, el mismo río ha demostrado, a su manera, que la verdad tarde o temprano sale a flote. Los victimarios no contaban con que la naturaleza se revela ante la infamia y la anatomía de algunos ríos se ha encargado de controvertir sus mentiras.
Como última esperanza, lanzándose a costosos recorridos de varios días, mujeres solitarias con niños en brazos, miembros de asociaciones de víctimas y familiares en general, han acudido desesperadamente a los cementerios de NN que colombianos solidarios han construido en varios pueblos ribereños. Los restos sin identificar que periódicamente han llegado a sus orillas, empujados por las corrientes de los afluentes; y que han sido sepultados, son alivio y consuelo para cientos de personas. Una camisa, un pantalón o una marca familiar sobre la piel, que compruebe la identidad de sus seres amados, son la oportunidad para comenzar a hacer el duelo.
Conocido es el caso del camposanto de NN que bordea al municipio rezandero de Puerto Berrío, en el Magdalena Medio, un pueblo antioqueño entregado a la creencia de las ánimas que ha adoptado a cientos de difuntos que arrastra el flujo del río Grande, para cuidarles, rezarles y pedirles favores. El reportaje Ningún Nombre relata esta práctica, que ya hace parte de la identidad de su gente.
Como también es conocido el cementerio comunitario de Marsella, en Risaralda, un municipio al borde del río Cauca que, a pesar de su tranquilidad, figuraba como una de las jurisdicciones más violentas del país, debido a la cantidad de cuerpos que río arriba llegaban a sus orillas cuando repuntaba la violencia.
Si alguien en Medellín cree que su allegado pudo haber sido desaparecido en el río que comparte el nombre de la capital paisa, lo buscará en el cercano municipio de Barbosa, ubicado a tan solo 30 kilómetros de la ciudad. Los remolinos en su cauce sacan algunos cuerpos y los lanza a la orilla, dando ilusión a los familiares de los cerca de 50 muertos, sobre todo, personas pobres, habitantes de calle, drogadictos o trabajadoras sexuales, que anualmente deambulan sobre este afluente del río Porce. Pero, ¿qué pasará con el resto de difuntos que no han corrido con la misma suerte y aún yacen en los lechos de los ríos?
Al otro lado del mundo, hace 20 años, una violenta guerra étnica dejó 40.000 personas desaparecidas. Para dar con su paradero, el acuerdo de paz que dio fin a la confrontación desatada por la disolución de la antigua Yugoslavia ordenó la creación de la Comisión Internacional sobre Personas Desaparecidas (ICMP, por sus siglas en inglés). No la ha tenido fácil, pero desde entonces la comisión ha hallado el 70% de ellas.
En el año 2010, el drenaje del lago Perucác, necesario para la construcción de una represa, le devolvió la esperanza a miles de familiares que la habían perdido durante los cinco años que duró la guerra en Bosnia y Herzegovina. La ICMP atendió la situación con urgencia. Cientos de cadáveres que quedaron expuestos fueron exhumados y enviados al primer laboratorio de ADN que ha atendido una catástrofe humanitaria de tales proporciones. Un equipo élite de expertos, dotados de la mejor tecnología genética y en un hecho sin precedentes, identificó a 204 personas.
Sucesos como los del lago Perucác demuestran una cosa: es posible identificar a quienes llevan décadas bajo el agua, incluso en estados avanzados de descomposición, pero ¿cómo encontrarlos?
La búsqueda en Colombia afronta muchos retos, comenzando porque no hay certeza de los puntos del río donde fueron arrojados, por dónde se los llevó la corriente y a cuántos realmente hay que buscar. Los desaparecidos también pudieron haber sido reclutados, secuestrados o solo haber tenido el infortunio de perderse mientras huían de los armados. Además, en algunos casos, los victimarios usaron como pretexto haberlos tirado al río, para enterrar la verdad y que así dejaran de buscarlos.
Pero el mayor enemigo de todos, sin duda, es el tiempo en contra. Los familiares vivos que pueden aportar las muestras de ADN para su identificación envejecen cada día y la memoria de los testigos que logren superar el miedo a hablar en medio de un conflicto que sigue vivo, se agota.
Es imperativo, entonces, que la información disponible y la que falta por documentar sea unificada, y rápido. En eso están de acuerdo Deborah Ruiz Verduzco y Diana Arango Gómez, dos de tantas mujeres que abanderan la búsqueda de los que faltan. Deborah Ruiz, como la encargada del desarrollo institucional y de la sociedad civil en la Comisión Internacional sobre Personas Desaparecidas, ICMP, y Diana Arango, como la directora de la ONG Equipo Colombiano Interdisciplinario de Trabajo Forense y Asistencia Psicosocial, Equitas. La ICMP ha acompañado el proceso de paz desde el 2015, compartiendo la experiencia que ha traído de más de 40 países. Equitas, por su parte, investiga, desde hace más de diez años y de manera independiente, crímenes complejos perpetrados durante la guerra, brindando asesoría jurídica y sicosocial a las víctimas.
A pesar de su optimismo, los retos son enormes, más aún cuando no se conocen intentos del Estado colombiano por buscar a los desaparecidos en los ríos. “Hay que derribar el mito de que ‘si lo tiraron al río, no hay nada qué hacer’”, asegura Diana Arango, refiriéndose a la respuesta que el gobierno ha dado una y otra vez a los familiares que denuncian.
Esto, sin embargo, ha venido cambiando desde la firma del Acuerdo de Paz. A mayo de 2018, la nueva Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, cuya creación fue promovida por la víctimas que participaron en el Acuerdo, está preparándose para responder a su objetivo: buscar, localizar, identificar y devolver las personas desaparecidas a sus familiares. La antropóloga forense Ana Carolina Guatame hace parte de esta nueva tarea y es hoy quien asesora a la Unidad en el componente técnico que incluye todo el proceso investigativo, desde la documentación de casos hasta el diseño de las acciones de búsqueda.
Aunque se asuma que miles reposan bajo el río, también hay quienes han sido recuperados en la orilla y enterrados por las comunidades de pueblos como Puerto Berrío, Marsella, Samaná e Ituango. Su sentido humanitario es la esperanza de muchos y su experiencia será esencial para el trabajo de la Unidad de Búsqueda. El papel central que deben tener las víctimas, sobrevivientes y comunidades en este proceso, es algo en lo que coinciden Diana, Deborah y Ana Carolina.
En este largo camino, será necesario explorar nuevas tecnologías. Para aclarar la identidad de un cuerpo, la ley colombiana acepta el uso de placas dentales, huellas dactilares y el uso de ADN, cuyo máximo aprovechamiento está siendo asesorado por la ICMP. Sin embargo, para identificar, primero hay que encontrar.
Sabina Taslaman, coordinadora de capacitación de la ICMP, es optimista. “Es posible hallar a las personas que han sido desaparecidas en ríos, en el caso de excavarse. El suceso del lago Perucác muestra que es posible obtener ADN de esas muestras y arrojar altas probabilidades de identificación”, asegura la experta. Pero para llegar a ello hay que saber dónde excavar.
Equitas se ha caracterizado por investigar las más difíciles tareas de búsqueda, aportando nuevos enfoques científicos, incluso, para el rastreo de los que han sido desaparecidos en ríos. Esta metodología está en vísperas de ajustes técnicos y, debido a sus altos costos, aún no ha podido aplicarse, pero es un primer paso en descubrir nuevas maneras para abordar este gran reto.
La coordinadora técnica de Equitas, Ginna Camacho, quien participa en las líneas de acompañamiento forense integral, investigación y academia dentro de la ONG, explica cómo pretenden dar respuesta a los que esperan en el agua.
En esta carrera, el tiempo es oro. ¿Por dónde comenzar?
La nueva Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas tendrá pronto que terminar de prepararse y comenzar a indagar por el paradero de miles de víctimas. El CNMH advierte que pueden ser cerca de 83.000. Aunque la Unidad estará en ello durante los próximos 20 años, el reloj está en contra. Los expertos esperan que aproveche al máximo la información disponible y con prontitud documente la que falta, que innove con nuevas aproximaciones científicas y tecnológicas y que dejen a los familiares en el centro del proceso.
La Unidad tendrá la ardua tarea de superar los grandes retos técnicos que requiere el hallazgo de desaparecidos en ríos y construir lazos de confianza entre los demás entes del Estado involucrados en la ruta de búsqueda y los sobrevivientes del conflicto, quienes muchas veces temen por entregar información.
Es claro que algunas personas por los años que llevan desaparecidas, por la dificultad del escenario de la desaparición o por la falta de información, será muy difícil encontrarlas, inclusive al hacerlo, determinar su identidad por el mal estado de los cuerpos. Es una posibilidad muy real en Colombia.
En ocasiones solo quedará el recuerdo. Para dignificar su memoria, los familiares han emprendido toda clase de iniciativas para denunciar la ausencia, resistir el dolor y resignificar la agonía. Honrar a sus amados les ha ayudado a combatir la tortura de un duelo que no llega, luchar contra la injusticia y develar las asiduas verdades de un conflicto que la mitad del país ignora.
Es también deber del Estado respetar esa memoria, como una deuda histórica y un ladrillo sólido que aporte a la construcción ineludible de la paz. Construir un relato amplio e incluyente sobre lo que ha pasado durante el conflicto armado, pero también sobre la resistencia de los oprimidos. Reparar, al menos simbólicamente, a todos los que han sufrido el yugo de aquellos que, equivocadamente, se han sentido con el derecho de decidir sobre la vida y la muerte por el simple hecho de cargar un arma.
Durante la pasada Feria Internacional del Libro de Bogotá (del 17 abril al 2 de mayo), dicho relato se puso por primera vez a prueba. “Voces para transformar a Colombia” fue el nombre que recibió el primer espacio físico de lo que será el Museo Nacional de la Memoria, en el que los recuerdos de más de 50 años de conflicto se materializan en las historias de la tierra, del cuerpo y del agua.