En el marco del conflicto armado, quienes han sido desplazados forzosamente, al llegar a otros territorios son obligados a adaptarse, dice el gastrónomo con maestría en estudios culturales Felipe Castilla Corzo. De modo que las víctimas buscan no solo formas de subsistir sino de resignificar sus vidas, en este caso, a partir de la venta de ají en frascos, lácteos, postres, o almuerzos.
En junio de 2006, la señora Otilia fue desplazada con su familia de Mapiripán a San José del Guaviare, dejaron atrás su finca, el ganado que tenían, y estaban en quiebra. Al llegar a San José, junto con otras familias que estaban en las mismas condiciones, decidieron buscar una forma de sustento. En seguida, Otilia fundó la Asociación de productores y Comercializadores de Ají (Asoproají), pues “el cultivo solo se demoraba cinco meses para producir, y era lo más rápido que podían hacer para generar recursos, para sobrevivir”. En la actualidad, continúan cultivando y transformando el ají para venderlo a las diversas zonas del país, al igual que la cúrcuma, la harina de sagú y piña.
Cuando la guerrilla y los paramilitares rondaban Mapiripán, Otilia era presidenta de una junta de acción comunal, recibía múltiples amenazas para que se fuera, y le decían que debía dejar a sus hijos pertenecer a sus filas, “que no responderían por la vida de ninguno”. Hasta que un día, un amigo le avisó que en la noche iban a buscarlos. Tenían ganado, chivos, cerdos, gallinas, plantaciones de coca “porque allá todos vivían de ella”. Todo eso se perdió porque les tocó irse en la noche tres horas a pie, con lo que tenían puesto, hasta encontrar un auto que los llevó a Villavicencio, donde duraron tres meses en la casa de su hermana. Luego, con la venta de empanadas, logró junto a su familia adquirir un local y con eso se fueron a San José.
En Mapiripán lo que más recuerda Otilia que consumía era la yuca, el plátano y pescado que sacaban de sus cultivos o de los cuerpos de agua cerca a ellos, que a diferencia de ahora “no les costaba nada”. Lo mismo piensa Carmen, quien de Barbacoas tuvo que salir a Cali, a enfrentarse con gastos y buscar formas para subsistir, pero también de resistir dice ella. A partir del Restaurante Pacífico, donde trabaja, enseña, destaca y vende los sabores tradicionales de la región, un alimento, dice ella, saludable sin tantos saborizantes, colorantes o exceso de condimentos.
En el año 2020, Carmen fue seleccionada para el festival Petronio Álvarez, en donde no solo explicó cómo se hacía el tapao serrano, y vendió sus especialidades como el revolcao de gallina ahumada y cola de langosta, sino que le permitió junto a la Comisión de la Verdad, hablar del origen del alimento, y su papel en la comunidad afrodescendiente. Además, fue seleccionada para pertenecer a la Curumba, un evento que se realizó por la pandemia, para que pudieran sobrellevar la pérdida económica del Petronio, que se hizo virtual.
El rol de la mujer alrededor de los fogones, explica la socióloga Maria Paula Velásquez, “usualmente se ha enmarcado en tres aspectos: lo productivo, reproductivo, y comunitario”, en donde todas las labores, actividades y objetivos que desempeñan, no solo tiene que ver con una tarea esencial de la alimentación. También se trata, explica Velásquez, de la tarea de transmisión del saber, cultura e “incluso de la validación y legitimación de la soberanía alimentaria”. Entonces, de acuerdo a Velásquez, es un espacio transgresor, en el que no solo se resalta las características de cuidado o esencialistas asignadas a la mujer, sino que les da un espacio de empoderamiento. Esto, “no solo por los conocimientos o actividades que realizan”, al encargarse, por ejemplo, de la seguridad alimentaria, sino como dice la experta, por la historia y las coyunturas que se han generado a medida en que ciertos espacios traspasan la cocina. Es decir, cuando algunos asuntos dejan de ser privados para convertirse en públicos, un ejemplo, son las luchas o exigencias de los derechos comunitarios o familiares.
Cuando hay desplazamiento forzado, dice Velásquez, cambian las dinámicas, “ya no tienen acceso, manejo, ni control de sus espacios o zonas que le permitían la soberanía como el cuidar cultivos, semillas, o huertas”. Entonces, el hecho de cortar esa primera fuente del eslabón alimenticio, dice ella, transforma su contexto y desconocen al otro territorio, por ejemplo, lo que se cultiva, si se puede cultivar o cómo se abastecen, y surge la necesidad de comprar, así como la de trabajar.
Doña Silvia, luego de su desplazamiento, conformó parte de La Asociación Nacional de Mujeres Campesinas, Negras e Indígenas de Colombia (ANMUCIC), y más tarde se centró en vender sus propios alimentos, como tortas saludables, postres, o almuerzos tradicionales o los llamados corrientazos. Las recetas surgieron de las regiones en las que vivió, pero con adaptaciones a Bogotá, a las necesidades que tiene el consumidor, como la de buscar alternativas más saludables, dice doña Silvia. En el caso de Sandra, la venta de lácteos y ensaladas se convirtió en su mayor ingreso, y su gusto a la gastronomía es lo que la ha ayudado a subsistir desde el aprendizaje con la Fundación Leo, para alimentarse y cocinar con lo que tiene a la mano.
Las prácticas alimentarias tradicionales, explica Corzo, para las víctimas de desplazamiento forzado, son una manera de resistencia, que permite reivindicar y no olvidar quiénes son como sujetos en los territorios, de su representación cultural. De modo que surgen fusiones a partir de la mezcla de sus saberes con los del territorio al que llegaron, no solo por los productos o ingredientes que pueden conseguir, sino por la demanda o necesidad de quienes les compran. En ese sentido, se reinventan con algo que les permita un mejor ingreso económico, como lo hacen doña Silvia y Sandra con la producción de tortas y postres saludables.
En efecto, la multiculturalidad permite nuevas ofertas gastronómicas, pero también una difusión de lo que realmente se considera o no como tradicional. Aunque la formación de la cocina colombiana, dice Corzo en su texto Al rescate de la cocina colombiana, tiene una cobertura de todas las prácticas alimentarias debido a la “regionalización culinaria”, aún falta visualizarlas, reconocerlas, incluir a las negritudes, grupos indígenas y minorías étnicas. Es por ello que, en el año 2015, el Estado promovió una “Política para el conocimiento, la salvaguardia y el fomento de la alimentación y las cocinas tradicionales de Colombia” que busca reconocer y fortalecer el patrimonio cultural inmaterial. Sin embargo, el experto señala que lamentablemente dicha política carece de cobertura frente a la amplia gastronomía colombiana.
En ese sentido, la globalización juega un papel importante a medida en que los tratados de libre comercio, las grandes industrias o sectores de comida modernizados, transforman las tradiciones o formas de consumo, por la alta demanda. Un ejemplo, que nos indica Corzo, frente a los TLC, es que “aproximadamente el 90% del maíz que se consume en Colombia es importado”. Esto, según el gerente general Henry Vanegas de la Federación Nacional de Cultivadores de Cereales, Leguminosas y Soya (Fenalce), por un lado, porque no se alcanza a subsanar la demanda nacional de maíz de 7.2 millones de toneladas, “ya que no hay inversión en la infraestructura del sector” y, por otro lado, porque el sistema tradicional se ha visto afectado por el “desplazamiento forzado y los grupos armados ilegales”.
El chef John Herrera explica que “la ruralidad cada vez pierde fuerza y está sujeta a nuevas políticas, que no solo hacen más vulnerables a los campesinos al conflicto, sino que los expone a la carencia de oportunidades”. En ese sentido, tanto el sustento, como la alimentación en las ciudades, la soberanía de los territorios y de los alimentos se ve en riesgo. De allí que, las “pequeñas producciones sean las que mantienen esa soberanía, y sean quienes más cuidan las semillas”, pero que en ocasiones no les permita del todo la sostenibilidad que buscan. Un ejemplo es la papa nativa, aunque la semilla sea económica, en adición deben costear los gastos nacionales que un TLC no necesita.