En un poblado rodeado por el río Atrato, bajo la sombra de un árbol, la silueta de una mujer afro se divisa sobre una banca en medio de una plazoleta que apenas mide unos 20 pasos. Con un acento costero, alegre y relajado, la mujer relata la historia de su vida frente a dos personas y una cámara. A cada par de palabras, gesticula con sus manos y sonríe. Su cabello recogido es castaño claro con pequeños destellos rubios. Es Ana Berta Panesso Chalá, la primera concejala enfocada en la lucha por los derechos de las mujeres de Medio Atrato, municipio del Chocó, y directora de la Asociación de Mujeres Emprendedoras del Municipio de Medio Atrato (Asomumetra).
Para llegar a la plazoleta, Ana caminó por la calle principal del casco urbano del municipio de Medio Atrato, llamado Beté. Cada tanto, en el recorrido, iban y venían voces de mujeres, hombres, niños y niñas que la saludan. “Seño, ¿qué más?”, decían con voz cálida y amigable. Ana es reconocida entre los habitantes gracias a su trabajo en el Concejo, pero, sobre todo, gracias al liderazgo que por años ha forjado alrededor de los derechos de la comunidad y de las mujeres del municipio.
Ana Panesso
Foto: Valeria Arias
Para llegar a la cabecera municipal, Ana viajó desde Quibdó una hora en panga, una embarcación a motor de fondo plano y sin proa. El recorrido por el río Atrato está rodeado por una espesa selva, desde la cual, a lo largo del viaje, se asoman algunas comunidades en la orilla del espejo de agua. La lideresa hace este viaje por un motivo específico: cada tres meses, los concejales del municipio se reúnen en Beté para trabajar. Durante quince días, sesionan una vez al día para discutir asuntos de interés público y aprobar o revisar proyectos para el desarrollo de Medio Atrato.
Ana pide la palabra y su voz resuena en el recinto. Como la primera mujer elegida para defender los derechos de las mujeres en el Concejo de Medio Atrato, Ana Berta Panesso ha marcado historia en su comunidad. En un campo antes liderado por hombres, con poco espacio para los debates sobre el rol de la mujer, Ana lidera ahora una de las asociaciones de mujeres más importantes de Chocó.
El Concejo del municipio es una edificación de un piso, semejante a un salón comunal. Unas barandas color plateado rodean las sillas y mesas de cada uno de los honorables concejales, separándolas de las sillas dispuestas para que la comunidad entre libremente a escuchar las sesiones. En cada una de las mesas hay una botella de alcohol antiséptico, un letrero con el nombre de algún honorable y un micrófono.
Cuando el recinto está lleno, los hombres son mayoría, Ana es una de las dos únicas mujeres concejalas del municipio. Dos o tres veces durante la sesión, a Ana se le escucha prender su micrófono y hablar sobre las necesidades de las mujeres en el municipio, además de la visión que ellas tienen sobre los temas de discusión pública. Así es como Ana abandera una lucha colectiva, la de todas las mujeres que se unieron para escogerla como su representación en 2015, cuando fue elegida como la primera concejala mujer que abanderaba los derechos de las mujeres, ha hablado y amplificado su voz y las de muchas más por medio de ese micrófono.
Como la mayoría de habitantes de Medio Atrato, Ana también es una de las 13.399 víctimas del conflicto armado en el municipio (según datos del Registro Único de Víctimas). Sus vivencias en medio de una guerra ajena han influido en su interés por abanderar el liderazgo que hoy en día orgullosamente enuncia. Su doloroso pasado también ha formado a la mujer que es hoy; con resiliencia, Ana afronta la lucha por los derechos de las mujeres del municipio y las representa en escenarios políticos que, antes de su paso, estaban copados por hombres.
Antes de conformar la Asociación de Mujeres Emprendedoras del Municipio de Medio Atrato (Asomumetra) junto a su grupo confiable de mujeres y hacerse concejala, Ana tuvo que sobrepasar muchos obstáculos en su vida. “Sufrí mucho, pero todo ese diario vivir me hizo una mujer fuerte y valiente”, cuenta.
La primera parte de su infancia la cuenta con alegría. Nació en 1974 en una comunidad del municipio llamada Buey, desde donde iba a la escuela en canoa con sus hermanos. “No había motores, nos tocaba con palanca y canalete remar hasta la escuela, todo el día en el recorrido íbamos recogiendo a más compañeros”. Sus profesoras decían que era muy avispada y divertida. Una de ellas le dijo a su mamá que le entregara a Ana, para llevársela a Quibdó y que le ayudara con sus hijos. “A mi mamá no le gustaba entregar a sus hijas, pero yo le rogué hasta que ella me dejó ir. Pero fue lo peor...”, cuenta. Con apenas 8 años, Ana había llegado animada a Quibdó, pero no se acostumbró a la vida con su profesora. Fue ella misma, al ver a la niña infeliz, quien la llevó a vivir con su tía en la misma ciudad.
A partir de allí, la voz de Ana suena algo decadente, sin perder la calidez con la que habla. El esposo de su tía, quien era policía y casi no iba a la casa, intentó abusar sexualmente de ella. “Yo le dije a mi tía, pero como que no me creyó, le creyó más a su marido. Yo ya tampoco quería estar donde mi tía, porque me sentía mal”, recuerda. Su inconformidad la llevó a aceptar la oferta de una señora que necesitaba una muchacha para que jugara con otra niña en Bogotá, sin decirle nada a su tía. “Yo pensaba que al ser despierta yo podía decidir por mí y no sabía que era el peor error”, reconoce.
En sus palabras, Ana pasó los peores años de su vida en el barrio Madelena de Bogotá, al costado occidental de la Autopista Sur y bordeando el río Tunjuelito, donde fue secuestrada y esclavizada durante 5 años. Su prima también estaba en Bogotá, había ido a vivir con la misma familia, pero en casas separadas. “Prácticamente nosotras éramos las empleadas de servicio, la señora me daba con un cucharón caliente y uno de sus hijos se me metía a la habitación a tocarme, ella lo regañaba después, pero siempre decía que fijo yo me le desnudaba al hijo, me echaba siempre la culpa”, recuerda Ana. Uno de sus tíos sabía que ella estaba en Bogotá, le habían dado el número de la casa donde estaba y se las arregló para ir a visitarla. Tuvieron que pasar varias de esas para que su tío lograra descifrar que Ana no quería estar allí, pues la obligaban a mentir diciendo que era feliz y le daban de todo.
Tras varias llamadas pidiendo ayuda a su tío, un día llegó acompañado de dos policías y trabajadores del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y rescataron a la Ana quinceañera de aquel pasado triste y oscuro que hoy relata con resiliencia. El ICBF la albergó por unos días, pasó por unas terapias y luego fue a hospedarse con su tío mientras buscaban a su familia en Quibdó. Lograron ubicar a su tía y allí emprendió su regreso a la capital chocoana. Ana sonríe mientras relata que ese fue su primer viaje en avión y, también, que fue uno de los primeros momentos de su vida en los que sintió que la querían.
“Usted es una niña muy bonita, sobrina, salga adelante, no se venga más para acá”, le dijo su tío al despedirse de ella. También le hizo prometer que iba a estudiar, pero no había muchas oportunidades para hacerlo donde vivían. Solo fue hasta que su tía se separó de su esposo y se fue con Ana para Cali, que pudo entrar a estudiar en el colegio María Auxiliadora. Asistía los fines de semana, entre semana trabajaba en una casa haciendo servicios generales.
Cada junio y diciembre, Ana volvía a Chocó para visitar a sus papás. “Veía a los muchachos que hacían lo mismo que hacía yo cuando pequeña, para arriba y para abajo a la escuela y yo decía: ‘Dios, cómo ayudar a esos muchachos, qué hacer’, y me volvía a ir, pero siempre con la mentalidad de poder venir a ayudar”. Aunque Ana dice que no ganaba lo suficiente para aportar dinero a su comunidad, siempre estaba inquieta por volver a su tierra a sumar su grano de arena.
Tras enterarse de que su mamá había enfermado, Ana regresó a Medio Atrato, era diciembre de 1996. Al mismo tiempo, Ana Córdoba, su prima, también volvió al municipio. Desde entonces, fueron conocidas en la comunidad como ‘Las Anas’. A partir de allí, se volvieron cómplices inseparables, comenzaron a trabajar por la comunidad, como ambas querían. Empezaron por el oficio de la enseñanza: empíricamente intentaron transmitir sus conocimientos a los niños, niñas y mujeres de la comunidad. Se sentaban en un parque de la comunidad llamada La Mansa, debajo de un árbol que marcó su trabajo comunitario. “Ese es el palo e’ mango que hay en La Mansa, ese es un palo de mango que nos ayuda a pensar, ahí pensamos, nos sentamos”, cuenta Ana Córdoba, sentada al lado de Ana, en el sendero ecológico del municipio. Debajo del árbol de mango, Las Anas enseñaban a escribir y a leer, allí ganaron el reconocimiento de las personas habitantes; ese fue el primer precedente de maestras que tuvo la comunidad de La Mansa, pues allí no había escuela.
En 1998, vinieron más oportunidades para la comunidad de Medio Atrato por la conformación de Beté como su casco urbano y la oficialización del territorio como un municipio, con esto empezaron a llegar alcaldes que planteaban proyectos de desarrollo para el territorio, y Ana comenzó a ver oportunidades que podrían beneficiar la educación de los niños y niñas. En 2012, Las Anas le pidieron al alcalde de turno la construcción de un colegio en la comunidad de Chibugá, pues recientemente una niña se había ahogado en el trayecto en canoa a la escuela. El alcalde resolvió enviar a la comunidad un profesor temporal, mientras la construcción.
En La Mansa, para ese entonces, ya había una profesora, pero tenía mucha carga laboral por la cantidad de niños y niñas que tenía a cargo, por lo que Las Anas siguieron brindando apoyo educativo en la comunidad. “Con los niños hacíamos cantos, sacamos un himno de la comunidad, les enseñábamos a quererse a ellos mismos, les enseñamos valores, les contábamos historias...”, narra con orgullo Ana.
Desde 2008, las antiguas FARC se asentaron en la región y ejercieron control social y armado sobre la comunidad del río Buey, la comunidad de Ana. Una época tormentosa para la población, como recuerda Ana; en el territorio ocurrían violaciones, asesinatos y otras violencias por parte de la guerrilla. Definitivamente no fueron épocas fáciles, narra Ana, en ese entonces representante legal de la comunidad. “Había uno de ellos que no me podía ver, siempre que me veía me estaba diciendo cosas, yo les huía, pero siempre me decían ‘es que usted es muy pilosa’. Ellos nos citaban a reuniones cada quince días y a mí me tocaba ir”, cuenta.
A medida que avanza el relato sobre aquella época, cuando las FARC estaban en el territorio, su voz se llena de amargura y con la voz entrecortada comienza un cruel relato. “Esto lo cuento ahora porque ya lo superé, pasé mucho tiempo sin superarlo, pero ya, gracias a la Red de Defensoras de Derechos Humanos, pude hablar, pude contar y me ha ayudado mucho a sanarme. Uno no olvida, pero supera”, aclara Ana antes de empezar.
Todos los años, en el pueblo, hacían una fiesta. En ese entonces Ana no vivía en su comunidad, sino en La Mansa. Un 21 de julio, Las Anas subieron a la víspera de la fiesta. Allí no había luz, el pueblo funcionaba con planta de energía, todo era muy oscuro. Entraron a una casa bailadero y como las casas no tenían baño, tocaba salir a buscar dónde orinar. Así que Ana salió a buscar un lugar y su amiga Ana Córdoba le avisó que ya la alcanzaba. “La casa estaba separada, me fui a orinar por ahí y fue cuando sentí que me agarraron por detrás. Yo buscaba mirar y no podía, me taparon la boca, me llevaron colgada a la parte de arriba de San José, hay una cancha pero era monte, había unos postes”, en medio del relato, a Ana se le entrecorta la voz y se alcanza a divisar un destello triste en sus ojos.
“Esos señores andaban con una linterna y allá me llevaron, ese fue el peor día de mi existencia, ni siquiera los maltratos de la señora (cuando vivía en Bogotá) me habían dolido tanto. Ese día me cogieron esos señores y me violaron, hicieron conmigo lo que les dio su gana, no valía gritar. Después me dejaron ahí tirada, pero antes de irse me advirtieron que si le decía a alguien, me mataban a mi familia, o si le decía al jefe, eso no valía de nada porque igual ellos me iban a matar”. Ana quedó muy maltratada, cuenta que sangraba mucho y estaba arañada en todo el cuerpo.
Su familia, sin conocer por lo que había pasado, la llevó a Quibdó. Su mamá la cuidó con remedios a base de hierbas medicinales, pero el sangrado continuaba. A los cuatro días sintió un dolor muy fuerte y al ir a orinar, expulsó algo extraño y de un tamaño anormal de su cuerpo. Ana no lo sabía, pero su mamá, que era partera tradicional, le dijo que estaba embarazada y que su sangrado era producto de un aborto espontáneo. Con mucho dolor, Ana cuenta que perdió al bebé, que le destruyeron la matriz y le quitaron su derecho a ser madre.
Ana hizo su proceso de denuncia ante la Justicia recientemente, más como un acto de liberación, “de pronto ahorita no vale nada demandarlo, pero me sentí bien contándolo a la Justicia, que ojalá esas personas pudieran aparecer. Yo después supe quiénes eran, pero por nombre exacto uno nunca sabe, porque ellos cada día se cambian el nombre”, cuenta. “Yo vivía llorando, pero hacía siempre mis actividades, siempre Ana tranquila”, cuando dice esto, aclara la voz, esboza una sonrisa y continúa con entusiasmo su relato.
Ana es una mujer resiliente. A pesar de las dificultades, ha enfrentado la vida con una fortaleza que aún la impulsa día a día para ayudar a su comunidad. Esta es Ana, la mujer que fue profesora, enfermera y hasta organizadora de bingos para consolidar una asociación de mujeres fuertes y empoderadas.
En 2012, Las Anas fueron capacitadas como agentes de salud por la Diócesis, bajo los fundamentos de la AIEPI (Atención Integrada a la Enfermedades Prevalentes de la Infancia), en la comunidad de San Antonio. Ayudaban a poner inyecciones y compraron un botiquín con medicamentos básicos para tratar a las personas enfermas de la población. Por la misma época, empezaron a sentir que debían hacer algo por las mujeres de la comunidad y por ellas mismas. Las Anas sentaron entonces el precedente de lo que hoy es Asomumetra: “empezamos a recoger de a 5 mil pesos en cada casa que para hacer panes, hacíamos empanadas y luego, cuando llegaba el dinero, comprábamos cuadernos para las mujeres. Entonces muchas mujeres hoy saben leer por nosotras, y no habían ido a la escuela. Desde ahí, eso para mí era como hacer política, pero política comunitaria, la gente empezó a querernos, siempre preguntaban por nosotras”, cuenta Ana. Para ese entonces, crearon una asociación de mujeres de las comunidades de Chibugá y La Mansa, la llamaron “Asomunga” (Asociación de Mujeres de La Mansa y Chibugá). Un tiempo después, cambió a “Asomanchi”.
En octubre de 2015, Ana se lanzó al Concejo con el apoyo y en representación de las mujeres que la rodeaban. Con votos de cada una de las 32 comunidades que conforman el municipio, juntas lograron sentar a la lideresa Ana en una las sillas de ‘los honorables’. Por tercera vez, una mujer llegaba al Concejo de Medio Atrato, pero por primera vez, específicamente, por la lucha de los derechos, el bienestar y el buen vivir de todas las mujeres del municipio.
En 2016, se idearon los bingos. Como no tenían dinero para hacer diagnósticos de las condiciones de todas las mujeres, consiguieron el apoyo para hacer los bingos en una comunidad distinta cada vez. El primero fue en la comunidad más apartada del municipio: San Antonio. “Lo llamamos tres en uno, porque 1). conocíamos el territorio; 2). nos integrábamos, y 3). generábamos un poquito de recursos. La tabla la vendíamos a 10 mil pesos y los premios eran lavadoras, televisores, oro y así, que era tocando puertas que conseguíamos para los premios”, cuenta con emoción Ana sentada junto a su tocaya, compañera de lucha y amiga de toda la vida.
Al entrar en el sendero ecológico de Medio Atrato, se siente el verdadero poder envolvente de la naturaleza. Es un corredor totalmente construido con madera, con piso de tablas y barandas, a lado y lado, para apoyarse. El corredor pasa por encima del río varias veces, siempre rodeado de árboles, arbustos y otras plantas de distintos tamaños y colores. Se oyen sonidos de aves y animales pequeños. El recorrido luego se bifurca hasta llegar a dos balcones con sillas en madera para pasar el rato y bañarse en el río. Ana camina junto a sus dos amigas Ana Córdoba y María Perea, quien se unió a la Asociación y ahora es fiscal de la Junta Directiva. Se ríen cada tanto y se cuentan anécdotas mientras llegan a uno de los balcones al final del sendero. Ya estando allí, María se sienta junto a Ana y cuenta que es una mujer de pocas amigas, pero que es amiga de Ana porque la admira y le aporta positivamente a su vida, la empoderó como mujer para luchar junto a otras por los derechos de las mujeres medioatrateñas.
En compañía de María, asociaron a mujeres de las 32 comunidades de Medio Atrato y conformaron lo que oficialmente se llama Asomumetra (Asociación de Mujeres Emprendedoras del Municipio de Medio Atrato). “Eso nos hizo ver que ya no éramos Ana y Ana, sino que era María, Yirdy, ya éramos 33 mujeres. Fue muy bonito todo y hasta el momento, no sé qué tan representadas se sienten las mujeres, pero sí sé que lo que hago lo hago con mucho cariño y lo comento para que las compañeras me ayuden a trabajar y avancemos juntas, porque es para todas”, dice Ana, tras escuchar las palabras de su amiga María.
La Asomumetra fue el primer conglomerado conformado por y para mujeres, y vela por la visibilización, los derechos y la calidad de vida de las mujeres medioatratreñas. La labor de la asociación no solo se extiende a nivel municipal, sino también departamental y, gracias a la labor que ha hecho Ana como directora, ha logrado escalar a nivel nacional e internacional. Asomumetra hace parte del Nodo Pacífico de Nosotras Ahora y Ana participa en otros nodos nacionales con la misma red de mujeres, además de contribuir en escenarios de intercambio con otros países.
“La asociación brinda ayuda psicosocial tanto a hombres como mujeres. A nivel Quibdó, se han dado kits de bioseguridad, seguimos dando charlas y estamos haciendo gestiones para dar sillas de ruedas a personas inválidas”, comenta Ana Córdoba. Su mejor amiga, además, cuenta que la asociación está buscando recursos para hacer la caracterización de las mujeres del municipio, tanto en las comunidades afro como en las comunidades indígenas. Cuenta que es necesario “poder saber cuántas mujeres en sí tenemos, de qué enfermedades sufren, qué necesidades tienen y qué quieren para su vida futura. Entonces, en este momento, lo que estamos requiriendo son recursos para poder recorrer el municipio, porque, como ustedes ya están viendo, es por el agua, la gasolina es muy costosa y se nos dificulta llegar a los rincones del municipio por la gasolina”.
Adicionalmente, Ana comenta que la asociación brinda capacitaciones que han empoderado a mujeres víctimas en el municipio y están haciendo gestiones para comenzar un proyecto de agroforestación, por medio del cual esperan limpiar los bosques, reforestar y gestionar cultivos de plantas medicinales para las mujeres del municipio. Al mismo tiempo que trabaja en temas de la Asociación, Ana va cada tres meses a Beté, el casco urbano, a sesionar en el Concejo, donde es la voz de aquellas que por muchos años no la tuvieron, no solo en Medio Atrato, sino en el departamento del Chocó.
Medio Atrato es un municipio a las orillas del inmenso río Atrato. Sin energía eléctrica y a una hora de Quibdó por transporte acuático, Medio Atrato es un lugar en el que las mujeres sueñan con salir adelante e ir más allá de los estereotipos de la mujer como ‘el sexo débil’, además de cumplir lo que se proponen y unirse en una misma lucha por la equidad.
Cuando se escucha a una mujer como Ana contar su historia, y a sus amigas y personas cercanas narrar lo que perciben de ella, no cuesta mucho descifrar que su voz es una voz colectiva y que su historia representa la de muchas mujeres, que, como ella, viven en lugares apartados, han sido víctimas de diversas violencias y no conocían sus derechos. Pero también representa a aquellas que tomaron la decisión diaria de luchar por la visibilización de las mujeres, abanderar un liderazgo político y exigir su derecho a una vida libre de violencias.
“La verdad ella siempre manifiesta que el mundo político no era el de ella, el mundo del Concejo y eso no era lo de ella, pero su pueblo quiso que ella participara y entonces por eso está allí”, comenta Lina Paola Díaz, sentada en una silla frente al Concejo de Medio Atrato, quien conoció a Ana por medio de su trabajo como enlace municipal de víctimas de la Alcaldía. Lina expresa que el trabajo de Ana no solo le ha servido a las mujeres de su comunidad, si no a las de todo el municipio. Resalta de Ana el “haber hecho que las mujeres se asociaran y formalizarlas, mostrar que las mujeres tenemos un espacio, valemos por lo que somos, no solamente por decir que somos mujeres, sino demostrarlo. Entonces eso creo que ha sido un gran aporte que ha tenido Ana Berta para su comunidad y para el Medio Atrato, la visibilización de la mujer”, comenta.
La participación de la mujer en espacios públicos de toma de decisiones, en municipios apartados como Medio Atrato, era completamente nula antes de la llegada de mujeres como Ana. Aún así, muchas mujeres lideresas, como ella, han sido agredidas por el hecho de ser mujeres y con el objetivo de silenciar sus luchas. En medio de selvas, ríos y manglares siguen resistiendo ante esta violencia muchas mujeres que buscan apoyo, visibilización y garantías de vida.
A mediodía, en Medio Atrato, el sol se vuelve casi insoportable, las personas buscan sombra debajo de un árbol, un kiosco o en alguna tienda. Las mujeres usan paraguas para resguardarse. Ana camina por el municipio en búsqueda de sombra y frescura, justo al lado del río, en el puerto. Se sienta debajo de una edificación de cemento junto a la que reposan canoas y chalupas.
Ana, con su voz cálida y sonriente, cuenta que una de sus más importantes misiones es seguir visibilizando y representando a las mujeres medioatrateñas. Dirigiéndose al Estado, Ana cuenta que las mujeres del municipio tienen miedo, “que nos ayuden a combatir esos miedos, pero que también nos den garantías para poder estar en nuestro territorio. Que no queremos irnos de acá y cada día sentimos que nos estamos quedando solas, porque las mujeres se están desplazando a una vida que no conocen, a Bogotá, a Medellín, a Quibdó. Es algo nuevo para ellas y no se sienten bien, pero deben hacerlo por esta guerra que no buscamos, no tenemos la culpa de esta guerra”. A pesar de ese miedo, muchas mujeres unidas en el Chocó siguen luchando. Ana es un reflejo de esa lucha, la lucha de todas.
Música video:
Indian Walk - Nico Staf