Donde nace el Cauca: memorias bajo el agua

Desaparición forzada en el Norte del Cauca

Los perros movían la cabeza y la cola como buscando algo. A orillas del río Cauca una sombra se dejaba llevar por la corriente y los animales al verla, se quedaron quietos. Qué más podía ser si hasta los gallinazos lo picoteaban. Era otro muerto.

“Madrugo a las 6:00 de la mañana a bañarme en el Cauca, abro los ojos dentro del agua y veo perfectamente una tira. Pensé que era una gallina muerta, levanté la cabeza y seguí el objeto con la mirada. Era el intestino de un cadáver que había adelantico atrancado en el cauce”, narra Lorenzo.

Parece mentira que este río, que brota limpio cerca de la laguna del Buey en el Macizo colombiano y toma el nombre del departamento donde nace, sea el mismo que deja correr entre sus aguas los muertos fruto de la violencia.

El viejo aún recuerda la impresión que le ocasionó a escena. “Entrar al agua con tanta confianza y encontrarme con un difunto en descomposición, me estaba lavando la cara y juagándome la boca, eso es horrible y terrible”. Estas palabras encierran el desconsuelo que aflige a una comunidad que ha tenido en el río un compañero de vida, el que le da de comer y le permite trabajar.

El Cauca, ese que es represado por la Salvajina antes de llegar al Valle de aguas profundas, se convirtió entre 1999 y 2004 en el carro funerario de las autodefensas, en el bote de los desperdicios humanos que los puentes y las partes altas del departamento facilitaban para desaparecer los cuerpos de pobladores y extraños. Muchos terminaron ahí, velados por los peces.

Francisco Sandoval, de la Corporación Juvenil para el Desarrollo Comunitario del municipio de Buenos Aires, manifiesta que en esa época, el Cauca, más que símbolo, se convierte en una realidad de muerte cuando se rompe la confianza echando muertos al río.

En la vereda San Francisco, municipio de Buenos Aires, Ximena Carabalí dice que ese periodo solo dejó desaparecidos y muertos en el río. “Escuchábamos que a la gente le abrían estómago, pero dudábamos que hubiera alguien tan cruel”.

Fue la muerte de su amiga la que los alertó. “Los intestinos ya estaban inflados, ya estaba comida por los animales y a los quince días que la encontramos ya no había que ver, todo era hueso. La reconocieron por las placas dentales y por una pañoleta de Nacional que aún tenía amarrada en la mano izquierda”.

La mujer añade que para darse cuenta del impacto que produjo la guerra, hay que comenzar con las rutas de atención. “No es solo una ayuda, es un apoyo psicosocial y empezar por contar lo que pasó, porque esto ni el tiempo lo sana”.

Una seguidilla de voces hoy susurran temerosas lo que fueron gritos de dolor en aquellos tiempos:

“A la señora la mataron un día domingo, fueron como dos o tres los muertos ese día…”
“Hubo uno que lo destrozaron con la misma motosierra…”
“Iba bajando y a metro y medio, como el agua estaba limpia, se veía que lo habían abierto…"
“Derribaron la puerta, entraron y nos vimos rodeados. Lo sacaron, -él no debe nada, le vamos a hacer una pregunta, dijeron. Me preguntaron: ¿Quién es la mujer de él? –Pues si me van a matar que me maten ¡ya que voy a hacer! Dije: Yo soy. Me encerraron en una pieza con mi hija y mis nietos y que no nos fuéramos a mover que a él apenas le iban a hacer una pregunta y que ahora me lo volvían a traer. Y hasta el sol de hoy”.

Conexión que se deteriora

Los municipios del norte del Cauca se han caracterizado por ser zonas de asentamientos negros y las áreas cercanas a los ríos fueron los lugares donde eligieron permanecer. "Esto hace que la ribera del Cauca sea un asentamiento de población negra hasta Santafé de Antioquia", explica Elizabeth Castillo, coordinadora del Centro de memoria étnica de la Universidad del Cauca.

Allí, según la lideresa Francia Márquez, recrearon su cultura, porque mientras que para otros el río es división y límites, para ellos es conexión, no solo con el río mismo, sino con el territorio, con la naturaleza y con lo que son como pueblo.

"Los abuelos nos contaron que ellos vivían con el río a través de las madres viejas o humedales cuando el río se crecía. Esos lugares cuando se inundaban generaban mucha vida, ecosistemas que permitían a la gente vivir de eso, del río".

Para Márquez, el Cauca como “todo ser vivo” ha vivido muchas afectaciones y lanza una frase lapidaria: “lo han ido matando”. Añade que en 1985, tras la construcción del embalse Salvajina, hubo cambios aguas arriba, porque inundó grandes extensiones de tierra y aguas abajo permitió la expansión y el monocultivo de caña de azúcar.

Habla de masacres, de matar a la gente y arrojarla a la vertiente, por eso afirma que este cauce terminó siendo un cementerio, como casi todos los ríos del Pacífico. "Prueba de ello es el testimonio de los mismos miembros de los grupos paramilitares, como José Everth Veloza García, alias HH, quien aseguró que los mataban y los tiraban al Cauca".

Lorenzo Mosquera, habitante de la zona, coincide con lo que dice Márquez y apunta que el Cauca pasa de ser un río de vida a ser un río de muerte, como sucedió con el hijo menor de Isabel.

Cerca de las 5:00 de la tarde llegaron en una moto para avisarle que se habían llevado a su hijo Jaime, tenía 21 años y dos hijas. Según cuentan, lo llevaron amarrado hasta la curva que llaman El matadero cerca al puente La Balsa y no se supo más de él.

“Recuerdo mucho a mi muchacho. Yo preguntaba ¿Si está vivo por qué no vuelve? Me dijeron que no venía por evitarnos problemas, pero a él nunca lo encontramos. Me dicen que está vivo. Quiero saber por qué no llega”, clama la madre.

16 años se cumplen por esta época de su desaparición, los días de ausencia no se han convertido en olvido. Un día alguien le dijo que a Jaime sí lo mataron los paramilitares y lo echaron al río, como era costumbre. Aunque nadie lo vio.

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Entre dos puentes

La riqueza que se encuentra en estos territorios del norte del Cauca bañados por oro, grandes extensiones de tierra fértil, agua y biodiversidad son la mezcla perfecta para ocasionar un conflicto de intereses en el que las comunidades afro e indígenas son las más afectadas.

Según Norma Bermúdez, del Movimiento Social de Mujeres, esa mirada del progreso y de que hay que hacer esos grandes proyectos hidroeléctricos y mineros vuelve a las comunidades un estorbo.

Tras finalizar la década de los 90 un grupo de empresarios y políticos de la zona gestionó para que los hermanos Castaño, Carlos y Vicente, enviaran un bloque para combatir a la guerrilla del Eln y al Sexto frente de las Farc, que según ellos, los tenían azotados.

Sobre estos hechos relata Deyanira Peña, del Consejo Comunitario de Buenos Aires. “Hay una hacienda que para nosotros es ícono, El Corcovado, porque en esa hacienda trabajaron nuestros ancestros, de los Negret Mosquera de Popayán y el doctor Mosquera, que era el dueño, con el representante a la Cámara de ese entonces Juan José Chaux, se sentaron para concertar con ese tipo y los paramilitares quienes decían quién tenía que desaparecer”.

Así sucedió con la mamá de Andrés Aroka, concejal de Santander de Quilichao, quien apunta: “Esa gente manejaba todos los organismos –CTI y Fiscalía, entre otros”.

El Cauca, un lecho de muerte

En poblaciones como Suárez, Buenos Aires y Santander de Quilichao, por nombrar algunas, el reto era no morir. Por ejemplo, Elba Moreno, lideresa del municipio de Buenos Aires, cuenta que empezaron los rumores de que venían por Jamundí o que estaban en Robles, pero fue a finales del 99 cuando "se mostraron".

En un principio un grupo de 54 hombres al mando de alias HH reunió a la población, se presentó e impuso sus reglas, con las que comenzó una etapa de muerte y desaparición forzada asociada al río Cauca. Se asentaron en Lomitas, en Santander de Quilichao y La Balsa, en Buenos Aires. También en Paloblanco y San Francisco, donde hubo las mayores afectaciones sobre la población.

El comandante de Bomberos de Santander de Quilichao, Víctor Claros, sostiene que en el Cauca, en La Balsa, donde hay un puente, al parecer arrojaban los cuerpos y los encontraban en ese trayecto hasta llegar al puente Valencia sobre la vía Panamericana.

“Eran días y noches de incertidumbre, porque casi a diario sucedían cosas. Los familiares acudían a pedir ayuda porque tenían a una persona desaparecida. Recuerda que muchos cuerpos los rescataron los pescadores, y en algunos casos preferían avisar a otras autoridades o a los familiares, de que habían avistado un cuerpo sobre el río”.

No solo era gente de la zona, también los traían desde Suárez, Santander de Quilichao y del sur del Cauca y del norte del Valle.

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Un sentimiento colectivo

A la madre del concejal Andrés Aroka, junto con otro joven, se la llevaron un domingo de 1998 de una finca, ubicada en el sector Quince letras. Día y noche los buscaron y el jueves, Aroka pegó afiches, práctica que a punta de desesperación se hizo común en la zona.

Con la foto de ella en la mano fue a La Balsa y al paso de la Bolsa (puente Valencia) donde están las lanchas que sacan la arena. Habló con los areneros, pero solo uno se apiadó, y aunque amenazado, le contó que a ella la había visto un día antes en cierto sector.

El problema era la represa, que tras abrirla tocaba buscar a los muertos río abajo. Aroka se fue por la ribera y encontró cuatro cadáveres, incluso uno con los documentos. Era un señor que lo bajaron de un bus y lo mataron. El hoy concejal avisó y al arribar a la morgue, la familia del hombre ya estaba ahí.

En esos momentos, sintió que su dolor era colectivo, había otras familias en la misma situación. "Mamá era comerciante y reconocida en el pueblo, lo mismo que mi abuelo que fue fundador de la Funeraria Abrahán Bermúdez Paz. Lo que sucedió con ella también pasó con otros comerciantes, eran solidarios con la comunidad, ese fue el detonante".

No obstante, recalca que al Gobierno le faltó "tomar cartas en el asunto, pues en Santander de Quilichao la comunidad no tenía eco".

Dolores heredados

La búsqueda incesante lo llevó hasta el puente de Juanchito en Cali, porque según le dijeron, había una red que atajaba los cadáveres. Tampoco la encontró.

Regresó al sitio donde halló al arenero y habló con él, pero no quiso acompañarlo. Sin embargo, cuando le ofreció plata, le dijo: “Si usted quiere, venga mañana a las 4:00 de la mañana y lo llevo al sitio donde la vi".

Era de madrugada cuando llegó al lugar. No le dijo nada a su familia, que temía por su suerte. Él, que siempre colaboraba con la búsqueda de los cuerpos de algún familiar de sus amigos, cuenta que ese episodio le acabó la vida.

"Yo la encontré. Iba en la lancha con un primo moviendo cadáveres que había en el camino. Es un lugar bastante complicado, por la presencia de paramilitares, y justo al regresar, volteamos un cuerpo y al ver el lunar que ella tenía, dije: esa es mi mamá. Ahí perdí el sentido".

Para la época, Aroka era el encargado de preservar los cuerpos en la funeraria propiedad de la familia y aunque el dolor era inmenso quiso verificar cuál había sido la causa de la muerte, pero sus amigos de Medicina Legal en Jamundí (Valle del Cauca) se ofrecieron para hacerlo.

Fueron muchos los momentos de rabia, de angustia y añade que fue hasta Lomitas y se les enfrentó - a los paras-. "Si no te vas te matamos", amenazaron.

Aroka recalca que hallarla, llena un poco el vacío, pero quedó marcado para toda la vida y no solo él, sino su hermana menor, que "hoy está perdida en las drogas. Gracias a Dios los demás encontramos el rumbo".

Sobre el hallazgo narra: "Como la encontré (mamá), ni un perrito cuando fallece lo arrojan así, porque uno busca enterrarlo. Ella tenía un tiro en un ojo, los bichos, entre ellos los peces, se la estaban comiendo", afirma.

En esos momentos dice, no tuvo acompañamiento psicológico. “Hoy podría ser el malo de Santander de Quilichao o ser un drogadicto, pero como siempre me gustó estudiar he salido adelante, aunque hay otros que ahora son delincuentes. Ellos quedaron marcados”.

Hasta hoy, asegura nunca ha sabido la verdad pese a que asistió a unas audiencias de HH, Sancocho y el Cabezón, quien vivió en la casa de su mamá cuando llegó del Caquetá. La razón, según él, es que ella se sacaba el pan de la boca para dárselo a otros.

“Al Cabezón le dije: Sabes que mi mamá no era mala. ¿Por qué no hablaste por ella?”

En 1999, el Tercer informe sobre la situación de los derechos humanos en Colombia concluía: “El terror y la violencia que practican todas las fuerzas en disputa han afectado particularmente a los colombianos que viven en condiciones de pobreza o inequidad social, de los cuales un número considerable es afro”.

El duelo no está en el silencio

Para las comunidades afro, sus muertos siguen siendo parte de ellas, dada la conexión espiritual con la vida y la muerte, por eso sus actos fúnebres son sagrados.

Añaden que el duelo no pasa por el silencio. La lideresa Francia Márquez cuenta: “Nunca dejamos a los muertos y a la familia solos, en comunicad nos encontramos, en el velorio hay cantos, rezos, música y comida. Es una manera de resignificar la vida de ese ser, es una despedida”.

Pero ¿qué sucede cuando no pueden sepultar a alguien, cuando no hay cuerpo? Márquez expone que la gente carga con ese peso, es como un karma. “Lo que decimos es que el espíritu de esa persona no descansó y desafortunadamente en el norte del Cauca a mucha gente asesinada por el conflicto no le pudieron hacer sus actos fúnebres”.

Por esta razón, según Márquez, contar la historia es una forma de hacer memoria, aunque a veces termina siendo doloroso. “En Suárez y Buenos Aires hay familias a las que les desaparecieron a alguien, y que de pronto se los llevó la guerrilla, que se fue, pero nunca sabemos en términos de desaparición forzada, cuál fue su rumbo”.

“Es un desafío, que se aproxima a hacer caminos para construir la paz y yo creo que la memoria hace parte de la construcción de ese tejido para que algún día podamos hacer la paz”.

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El río, otra víctima

Esta violencia absurda y extrema no solo hacía eco de los disparos y las motosierras cuando descuartizan los cuerpos, también calaba en la tradición de los pueblos ancestrales que poco a poco terminó como una víctima más.

“Entendimos que el río es una víctima más del conflicto que no puede defenderse y que nosotros lo que hicimos fue romper el vínculo con él y hasta culparlo”, lamenta Deisy Carabalí.

Pero Elizabeth Castillo, coordinadora del Centro de memoria étnica de la Universidad del Cauca, va más allá: “Les robaron un derecho, el derecho a abrazar a sus hijos, embalsamarlos, acompañarlos, devolverlos a la tierra”.

Los paramilitares convirtieron el río de vida en un lecho sin flores, sin epitafios, es como el sepulturero de las almas sin descanso, esas que los cantos no pueden ayudarles a hacer el tránsito hacia el otro lado.

En el río no se puede poner una cruz, como se hace con aquellos muertos que quedan a orillas de las carreteras y quienes pasan se echan la bendición porque saben que allí quedó un hijo, un papá, una hermana, un amigo. La cruz la cargan los familiares que cuando caminan por cualquier calle buscan en otras caras la de su ser perdido, porque sin cuerpo, no hay muerto.

Y así, vuelven las voces, los recuerdos: “Usted no tiene certeza de que la persona murió, que lo enterró, que le hizo su novena, creo que esa es la peor tortura”.

“A mí me habían dicho que lo peor que puede sufrir una mujer es la muerte de un hijo, pero hay un dolor más grande, que además de eso el victimario te diga que era un delincuente, que era un vendedor de droga, que justifique su muerte diciendo que era un desechable. Además de llevarse la vida nos roban la dignidad de su memoria…”

Las acciones paramilitares sobre el río Cauca fueron estratégicas, no solo se trataba de buscar la forma de desaparecer los cuerpos, lo que buscaban era romper con la cotidianidad, meterles el miedo por los ojos. El río es vida, pero el afro no se entiende sin su río. Y es ahí donde los están matando, aunque sigan vivos.

De acuerdo con Castillo, coordinadora del Centro de memoria étnica de la Universidad del Cauca, a los cuerpos les hacen muchas cosas para dejar un mensaje: ya no quiero que existan más, los torturan, les dejan marcas.

Añade que ese territorio, también es el cuerpo colectivo. “Cuando pones a rodar un cuerpo por el río que da vida, que da comida, donde se lava el camarón, en esas acciones hay un diseño que sabe el efecto que tiene, más allá de la muerte de una o dos personas”, por eso admite que hay actos de guerra planificados, que están matando las culturas.

Muchos ríos de Colombia serán por siempre testigos silenciosos de los horrores del conflicto, ese que arrebató miles de vidas, muchas sin saber por qué. Hoy la esperanza está puesta en la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas del sistema integral de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición asume grandes compromisos y aunque muchas de estas víctimas no aparezcan, las comunidades, en especial las familias, esperando para dan entierro a sus muertos que necesitan respuestas, buscan verdad, saber que pasó.

Francia Márquez, la lideresa comunitaria de Suárez, reitera que es injusto callar y más aún que las nuevas generaciones no conozcan la historia que está en la memoria de la gente, por eso recalca que debe ser contada y utilizada para hacer justicia y no justicia solo en términos de sanción, sino de no repetición.

Un poblador de Buenos Aires, resume el dolor que hay en muchos corazones: “Como víctimas lo que queremos es que la verdad salga a la luz, eso sería lo más bonito, que todos estos delincuentes que están tapados dentro de la legalidad digan lo que pasó”.

Esa cultura afro aún resiste a pesar de que le tocó callar la música, que persiste porque tampoco hay de otra, y es que para dónde más se puede ir, si es de ahí. El agua corre, pero las huellas de la memoria siguen ahí.

“Esa fuerza interior, de resiliencia que permite que ante la adversidad la gente conserve la fe ante la vida, para mí es un misterio. No conozco seres humanos con más capacidad de no tener odio, a pesar de que tienen muchas razones para odiar, esto es algo ancestral”, expresa la coordinadora del Centro de memoria étnica de la Universidad del Cauca.

La reparación colectiva de los territorios es un capítulo aparte, porque el río Cauca, la espiritualidad y las tradiciones de los afros del norte del departamento también son víctimas de este conflicto inclemente.

“A las mujeres nos tocó tomar las riendas, nos tocó decir: juntémonos, perdonemos, sanemos esas heridas. Sentimos que así como parimos la vida queremos desterrar la muerte, la indiferencia, creer que es posible, es un territorio hermoso, rico, donde tenemos todo, es el espacio de vida y por eso nos vamos a quedar”, Deisy Carabalí.

Las comunidades siguen esperando a sus desaparecidos, buscando respuestas, resistiendo y persistiendo, siguen cantando para que el conflicto salga de sus territorios, echándolo al río para que, como los muertos, también se lo lleve.

“Lo más lindo que pueden pensar es que están dando vueltas en el río, están está ahí. Esa es la metáfora de mucha gente de este país que tiene a sus muertos en los ríos, en cualquier parte”, resume Elizabeth Castillo.

“Uno nunca lo olvida, siempre guardará ese recuerdo en el corazón”, expresa acongojada doña Isabel, quien perdió a Jaime, su hijo menor.

"Entiérrame bajo el agua: relatos de la desaparición forzada ligada al río Cauca"

Documental radiofónico que narra desde la pluralidad de testimonios y músicas, las consecuencias sobre el territorio colectivo y las tradiciones culturales en las comunidades afro del norte del Cauca, frente al accionar paramilitar entre los años 1999 y 2004.