Los cuerpos que el río Magdalena no olvida

Desaparición forzada en Barranquilla y la desembocadura del río

Siete personas que viajaban desde Barranquilla al corregimiento de Palmor, en Ciénaga (Magdalena), alcanzaron a llegar con vida hasta el peaje de Tasajeras, municipio de Pueblo Viejo. En ese lugar se les vió por última vez. Desaparecieron el 17 de diciembre del 2001. Tres de ellos eran hermanos y menores de edad de una misma familia.

En el carro iban Ludis Santana, Hernando Santana y Wilmer Santana. Ivett Guerra, vecina de los Santana, Santiago de Jesús y su esposa, María Cecilia López. Y finalmente, Gilberto Ramirez. “Según testimonios de desmovilizados, un grupo del Gaula se los entregó a un comando paramilitar dirigido por alias Moncho. Los llevaron a Calamar, a la finca La Ceiba.  Allí los torturaron y los tiraron al Canal del Dique, por orden de alias 120”, cuenta Ramiro Ochoa, quien acompaña y representa desde hace 18 años el caso de la familia Santana Páez. El cabecilla paramilitar del que habla Ramiro es Sergio Manuel Córdoba Ávila, alias 120 o Caracortada, hombre de confianza del jefe paramilitar Salvatore Mancuso Gómez.

En el parque Universal, donde está la Casa de la Memoria de Barranquilla, al nororiente de la ciudad, Ramiro narra la historia. El lugar sorprende por su pequeñez, que no se asemeja en lo absoluto con la magnitud de la violencia en el Caribe colombiano. Ese día, las puertas estaban cerradas, como una representación de lo que le ha pasado también a las víctimas.

Con la esperanza de saber de sus familiares, reportaron la desaparición en el Comando de Policía donde les informaron que tenían información del asesinato de siete personas y que era necesario acudir a Medicina Legal. Al llegar, el vigilante les comunicó que los familiares de las víctimas los habían identificado y por esa razón no les permitió ingresar. Este es el primer tropiezo que han enfrentado durante casi dos décadas.

La primera evidencia de la desaparición de los Santana Páez fue el 20 de diciembre de ese 2001, cuando el cuerpo de Wilmer, quien conducía el vehículo en el que comercializaba frutas, apareció flotando en el río Magdalena. Los pescadores en un sitio conocido como el Puerto de los Johnson lo amarraron para sacarlo del agua y el CTI hizo el levantamiento.

Con la información que suministraron en Medicina Legal, hospitales y cementerios, el CTI logró cotejar e identificarlo. Meses después les notificaron. “Empezamos a hacer el proceso para que nos entregaran el cadáver. Mi suegra no era capaz y yo lo adelanté. Fuimos a la Fiscalía 42 y al día siguiente nos entregaron la orden para ir al Cementerio Calancala en Barranquilla. Lo retiramos y le dimos cristiana sepultura”, cuenta Ramiro.

Han pasado 18 años y de las otras personas, aún no se sabe nada. Este caso representa la tragedia que viven muchas víctimas: un camino de formalismos y trámites que no arroja avances en la investigación. Ramiro acompaña un proceso que se ha dilatado y al que le cambian los fiscales constantemente.

Barranquilla es vecina a la desembocadura del río Magdalena y está rodeada de canales –una serie de brazos del mismo Magdalena-, estos cuerpos de agua se han convertido en un lugar de vertimiento de basura y desechos químicos. Allí arrojan todo lo que quieren eliminar, incluidas a las personas desaparecidas. El vínculo con el río se ha perdido, algo similar pasó con memoria de la desaparición y de las víctimas que terminaron como cuerpos flotantes.

Los ríos, en gran parte del país, dejaron de ser un lugar de pesca, transporte y riqueza hídrica para convertirse en cementerios móviles que arrastran los cadáveres y, con ello, la memoria y verdad del conflicto. Ese también es el caso del departamento del Atlántico. Porque cuando desaparece una persona, también se borra el rastro de su ADN, el crimen y su dignidad. Y en la mayoría de los casos, cuando se logra encontrar el cuerpo, se entierra como Persona No Identificada (NN), sin un nombre que le permita referenciar su pasado.

La que se registra como la primera desaparición forzada sucedió en Barranquilla el 9 de septiembre de 1977, cuando Omaira Montoya Henao, bacterióloga y parte de las milicias urbanas del Ejército de Liberación Nacional (Eln), fue capturada junto a su compañero Mauricio Trujillo y desaparecida por miembros del antiguo servicio de Inteligencia F2. En este departamento del norte colombiano la lista de víctimas es larga y dolorosa. Según el Registro Único de Víctimas (RUV), serían mil 219 casos de desaparición forzada, registrados entre el 1985 y 2019.

Si se habla de desaparecidos y asesinados lanzados al río Magdalena, la información es casi inexistente. El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) tiene un registro de al menos 320 cadáveres encontrados en este afluente desde 1982, pero si se tiene en cuenta la cantidad de cuerpos hallados en cementerios desde el Magdalena Medio, hay un subregistro.

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La búsqueda continúa

Las víctimas que compartieron su testimonio no se han quedado quietas desde que desaparecieron a sus familiares. La carpeta que cada una carga lo demuestra. Han ido de institución en institución, recolectando pruebas, peticiones, reclamos de verdad y justicia, con términos judiciales que en su vida habían escuchado. Todas buscan saber qué pasó y por qué asesinaron a sus familiares, después de diez, quince y hasta treinta años. Es un proceso de “estómago”, como muchos dicen. Desde que empezaron a denunciar y hacer públicos sus casos, han recibido amenazas.

Según cuenta Ramiro, durante el proceso de Justicia y Paz los paramilitares aceptaron el crimen de la familia Santana Páez. Aún así el proceso no avanza. El caso llegó a Santa Marta y en esa Fiscalía solicitaron pruebas para saber quién era el capitán del Gaula en esa oportunidad y cuáles eran los hombres que tenía a su mando. Esas pruebas nunca se ejecutaron. Paso seguido, trasladaron el caso a Montería y después, a Cartagena. Fue tanta la insistencia que enviaron una acción de tutela a la Fiscalía General de la Nación, que determinó que el caso debía quedar a manos de los fiscales de derechos humanos de la Fiscalía 32, en Barranquilla. Así transcurrieron ocho años y en noviembre del 2018 le informaron que el caso estaba en Bogotá, en la Fiscalía 76.

“Yo le pediría al Gobierno que vaya algún integrante importante, ojalá el presidente de la época y diga en la plaza pública de Palmor, que ellos eran personas honestas y de bien, que murieron por un conflicto que ni siquiera ellos sabían que estaba sucediendo”, manifiesta Ramiro.

A pocas calles del Parque Universal se encuentra el Cementerio Calancala, son 10 hectáreas de mausoleos, panteones y extensos callejones de tumbas donde reposan los seres queridos de los barranquilleros. Ahí se supo que llegó el cuerpo de Jorge Franco, el esposo de Temilda Vanegas, a quien desaparecieron hace 31 años.

Temilda recuerda la despedida de su esposo con cada detalle. “Con mi segundo hijo, de 10 año, lo llevé a la carretera donde iba a coger el bus. Esperamos el transporte que lo llevaba a San Jacinto donde compraba artesanías para llevar a Tenerife, hacia donde iba. Antes de llegar el carro, me dio un beso en la boca y me abrazó. Se subió y desde la parte trasera del bus me decía adiós”, cuenta esta lideresa.

En 1988, Temilda era la secretaria de la Asociación Municipal de Juntas Comunales. Jorge era comerciante de artesanías y militante del Partido Comunista. De esa relación quedaron tres hijos. Sí, “quedaron” dice ella, “porque a él lo desaparecieron a sus 38 años”, en noviembre de 1987. La experiencia que le dejó la búsqueda de su esposo fue la razón para  que naciera en Barranquilla la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (Asfaddes). “Fui artífice de un gran disparate, pero era uno bueno: se nos ocurrió salir a buscar a todas los que desaparecian y de 35 casos que manejamos en Barranquilla, encontré 33 personas muertas y enterradas. Las hallamos, se les dio cristiana sepultura, la familia elaboró el duelo, pero hay que decir, que en este momento no hay nadie pagando por los crímenes a pesar de que se sabía quiénes lo hacían”.

Este es otro caso de desaparición como otros miles. Los paramilitares, después de asesinar a las personas, arrojaban los restos a los ríos. En este caso, Jorge fue torturado y arrojado a las aguas del Magdalena. El cuerpo recorrió unos 180 kilómetros desde Tenerife hasta un caño en Barranquilla donde quedó anclado en taruya, una planta acuática que abunda en los caños y ciénagas de las zonas cálidas. Lo recuperaron en los caños del mercado y lo llevaron al Cementerio Calancala, donde lo enterraron como Persona No Identificada, aunque según Temilda, tenía la cédula y la libreta militar.

La búsqueda para dar con el paradero del cuerpo comenzó cuando se enteró a través de una noticia de prensa que el cuerpo había sido hallado. Fue a la Funeraria Siglo XX, que recogía los cadáveres, al Juzgado 3º de Instrucción Criminal Ambulante, que hizo el levantamiento y luego hasta el Calancala. Habló con el sepulturero, quien le indicó el lugar donde fue sepultado y en qué posición. Temilda quería evitar a toda costa la incertidumbre de esperar años para saber si era o no su esposo.

“Fui a una ferretería, compré un foco de mano, un palustre y unos guantes. Entré al cementerio a las 5:00 de la tarde, me escondí dentro de una bóveda y cuando oscureció, abrí la fosa. No sabía en cuánto tiempo la Fiscalía me autorizaría una exhumación. Saqué la calavera, la armé, la reparé por el frontal, los pómulos y el tabique nasal y su dentadura. Luego me fui a la parte trasera, cavé la fosa, saqué la ropa que llevaba puesta y me di cuenta que era la que yo le había empacado”, recuerda Temilda.

Habitantes de Tenerife que ella contactó en la búsqueda, le informaron que a Jorge lo desaparecieron en la Hacienda Santa Martica, donde permanecían paramilitares y funcionarios del antiguo DAS rural de Pivijay. La denuncia de esta desaparición la hizo ante el Juzgado 4º de Cartagena, Personería y Defensoría. Sin embargo, ninguno de los versionados paramilitares ha hablado de dicha hacienda.  

“Yo no quiero que eso se vuelva a repetir y mucho menos aquí en Barranquilla. Eso es muy doloroso. Mis hijos no superan el que su papá haya salido a trabajar y nunca haya regresado. Yo no lo acepto todavía. Llevo 31 años llorando y reclamando por mi esposo”, concluye Temilda.

A unos cuantos kilómetros hacia el occidente de Tenerife, se repite la historia. El 27 de julio de 1997, Atilio Vásquez, profesor y rector de la Normal de San Juan de Nepomuceno, fue embarcado a la fuerza en una camioneta para llevarlo a una finca en el municipio el Guamo, en Bolívar. Eso fue lo último que se supo de él. Fue declarado objetivo militar por Salvatore Mancuso, excomandante de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc).

“Lo que dejó en el colegio fue algo importante. Tratrataba de que los niños no cogieran ni para un lado, ni para el otro. Esos actores no estaban de acuerdo con eso, como quien dice nos dañan el negocio de que los pelaos no lleguen a esos extremos, sino que se eduquen”, cuenta su hermano menor, Saturnino Vásquez, quien sigue el caso desde hace dos décadas.

En su casa, Saturnino saca una decena de documentos con el recorrido de su búsqueda para saber la verdad sobre el secuestro, la tortura, el asesinato y la desaparición de su familiar. Guarda copia y evidencia de cada carta o denuncia, cada documento judicial, las transcripciones de las declaraciones de los paramilitares involucrados. Todas son pruebas de su perseverancia para no dejar que este caso quede en el olvido. Sin embargo, durante un tiempo el caso fue archivado.

Saturnino es fotógrafo de un medio local y su labor como reportero gráfico lo enfrentó  con el momento más difícil de este proceso: la audiencia de versión libre de Justicia y Paz en el 2007, a la que compareció el paramilitar Juan Manuel Borré, perteneciente al Bloque Montes de María y en la que supo información de su hermano. El paramilitar contó que a Atilio lo llevaron a la finca El Totumo, en El Guamo (Bolívar), aledaño al río Magdalena. Lo torturaron jalándolo de los brazos con dos carros y lo asesinaron con ráfaga de disparos a bordo del río, así borraron todo rastro del crimen. “Queda uno sin palabras”, dice Saturnino, con la voz entrecortada.

El jefe paramilitar del Bloque Montes de María, Edwin Manuel Tirado Morales, reconoció la autoría del crimen.

A muchas de estas víctimas, como ha pasado durante años en Colombia, se les ha negado el derecho a la verdad sobre las circunstancias y causas de los hechos y sobre todo, en los casos de desaparición, tampoco  saben el paradero y la suerte de sus seres queridos. A muchos les impiden que adelante una investigación eficaz y oportuna para identificar a los responsables. Tal como lo menciona el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), en su Balance de la acción del estado colombiano frente a la desaparición forzada de personas, “el Estado colombiano no ha sido eficaz en cumplir con esas obligaciones en materia de búsqueda de las víctimas directas de la desaparición forzada”.