Que me busquen en el río
Desaparición forzada en el Eje Cafetero
Escucho el sonido lejano de voces, de risas que me envuelven, quizá algunos llantos.
Gravitan en mi interior troncos, tortugas, basuras, peces, detritus y mil cosas más. Llevo la vida, pero también albergo la muerte.
El río Cauca se deja oír por los surcos del Eje Cafetero. Su sonido, tan cristalino como el agua que algún día corrió por su cauce, resuena en cada curva dejando conocer historias de un país que se desangra a cuentagotas.
Sus aguas han recorrido 354 kilómetros desde que nacen en un recoveco del Macizo Colombiano y cruzan cerca de La Virginia (Risaralda), un pueblo fundado para darle vivienda a los trabajadores del hacendado Francisco Jaramillo Ochoa, cuyos herederos en la actualidad son los dueños de las mejores tierras de la región.
Cruza 34 municipios del Cauca y el Valle, lugares en los que la historia de horror vivida en décadas recientes todavía afecta la cotidianidad. El narcotráfico y el paramilitarismo, con su poder y carga de violencia, marcaron una época cuyo sello distintivo fue la muerte y el Cauca su depósito de cadáveres: cuerpos de niños, mujeres, hombres, fueron lanzados por centenares –quizá nunca se conozca la cifra exacta– en este enorme río cementerio que paseaba su mortal envío ante la mirada indiferente de casi toda la sociedad; salvo para unos pocos que reconocieron en esos cuerpos mutilados y ultrajados parte de su propia humanidad vulnerada.
He aquí el relato de varios risaraldenses que vivieron los peores momentos de esta historia, a finales de los años 80 y durante la década de los 90. Una historia que para mayor vergüenza todavía no termina.
Debido al esfuerzo de varias entidades –como Equitas, Medicina Legal y la Fiscalía General de la Nación– se han logrado identificar los restos de varias personas, aunque esta tarea está lejos de concluir en el cementerio de Marsella.
“Nos falta corazón”: María Inés
María Inés Mejía es sinónimo de carácter y de valentía. Se nota en la firmeza con que pronuncia cada palabra y en la mirada directa que parece escudriñar en el alma de quien le habla. Porque de almas sabe mucho, aunque no tanto como de sufrir por recuperar cuerpos ajenos a la deriva en el río Cauca.
Entre 1996 y 2005 trabajó como secretaria en la corregiduría del Alto Cauca en Marsella. No fue una secretaria cualquiera, de hecho, terminó siendo la encargada de ir cada tanto hasta el Remolino de Beltrán, un recoveco del Cauca que se convirtió en la fosa donde se estancaron docenas de cuerpos de personas asesinadas, casi todas, en el Valle del Cauca.
La mujer todavía conserva el cuaderno donde anotaba con el mayor juicio rasgos, vestimenta y cualquier característica que pudiera servir para una posterior identificación. No sabe con certeza a cuántos rescató para llevarlos hasta el casco urbano de Marsella donde les practicaban la necropsia antes de ser inhumados en una esquina del cementerio Jesús María Estrada.
“Siempre he sido muy humana, no solo con las personas, también con los animales”. Prueba de ello son los nueve perros que cuida en su pequeña casa pegada a una ladera de la zona rural de Marsella. Esa humanidad la llevó a enfrentarse a las autoridades, a algunos habitantes que convirtieron el rescate de cuerpos en un negocio y hasta a las fuerzas desconocidas que terminaron por incendiarle su pequeño rancho ubicado a orillas del río, un poco más arriba del remanso, una curva del río que choca contra una gran roca, produciendo un remolino.
Con un radioteléfono como equipo de ayuda, docenas de veces bajó hasta el Cauca para hacer el respectivo levantamiento. Cierta vez, en compañía de su esposo, un pescador, navegó siguiendo la pista de un muerto que se alejaba de la orilla rumbo a Los Chorros, otra depresión geográfica que convierte al río en una licuadora donde los frágiles cuerpos terminan casi siempre destrozados.
“Una vez bajaba con mi esposo en la lancha cuando vimos un cuerpo. Le pedí que se acercara y lo tomé de una pierna hasta llevarlo a la orilla”. Lo dice con naturalidad, al fin de cuentas con sus oraciones siempre invocó la ayuda divina para no sufrir de náuseas, mientras realizaba la inspección de los cadáveres, sin importar el estado de descomposición en el que se hallaran.
Con tristeza admite que todos estos asesinatos se cometen porque falta corazón. “Nos faltan sentimientos. De educación no tenemos nada”. A pesar de ello es clara en decir que lo volvería a hacer, porque darles una sepultura honrosa a esas personas se convirtió en su mayor urgencia.
Por eso, espera que esos 327 cadáveres que a diciembre del 2018 todavía permanecían sin identificar en Marsella, algún día puedan ser hallados por sus familiares. Eso sí, afirma que si volviera a hacerlo, “no confiaría en la autoridad, en la Policía ni en los jefes del municipio”.
Según los registros conocidos, entre 1982 y 2016 fueron rescatados 549 cuerpos o partes de ellos en el río Cauca, de ellos 38 correspondían a mujeres y un número impreciso de niños.
El río Cauca empieza su cruce en Risaralda dividiendo los municipios de Pereira y La Virginia. Más adelante cruza separando a los municipios de Marsella (Risaralda) y Belalcázar (Caldas). Un río con aguas fangosas que guarda en su corriente el silencio de tantas historias sin contar.
Una luz encendida
Carlos Arturo Ramírez, asistente forense del Instituto de Medicina Legal en Marsella, habla sin tapujos sobre su ya larga historia vivida en el manejo de centenares de cadáveres recuperados del río Cauca.
Ya son 37 años en esta labor, aunque solo en los últimos 14 actúa como funcionario de esa entidad. Antes lo hacía gratis o recibía un pago por parte de los tres médicos forenses que fueron representantes de Medicina Legal en este municipio. “En 1982, el doctor Orlando Martínez me daba una gratificación voluntaria por ayudar con las necropsias en el cementerio. Las hacíamos en una mesa al aire libre”.
También recuerda que en esa época usaban un cuchillo para abrir los cuerpos y una piedra para golpear el cráneo, lo hacían sin protección alguna, salvo un overol. Para 1995 llegó la médica Luz María Ortiz y con ella aprendió a utilizar guantes y a refinar la manera como se hacía este procedimiento.
1987 es un año clave en su memoria, porque el número de cadáveres recuperados del Cauca se disparó y así permaneció por varios años, llegando al pico más alto entre 1989 y 1991. “En 1990 tuvimos 110 necropsias de muertos del Cauca, de estos, 15 por ciento fueron identificados”.
Lo que empezó como un oficio accidental, se convirtió en la esencia de la vida de Carlos Arturo y desde 1983 organiza cada año el alumbrado decembrino en el cementerio Jesús María Estrada, donde reposan 327 cadáveres en condición de NN a la espera de un nombre, de un doliente cercano.
Para involucrar a la comunidad, realiza una campaña para recoger velas destinadas a copar las terrazas del hermoso camposanto que perdió su carácter de patrimonio arquitectónico debido, casi como paradoja, a unas remodelaciones para adecuar un lugar destinado a la morgue.
“A mí me mataron un hermano y un sobrino, por eso vivo el dolor de los demás. Esos muertos que recogemos del Cauca son mis muertos y a mí me van a enterrar con los NN”. Lo dice sin dramatismo, con la voz pausada que evidencia la serenidad y certeza de lo que afirma.
A Carlos Arturo le duele cuando no aparece la familia. “Para uno es un honor que lleguen y se lleven los restos, verlos felices porque tienen el cuerpo, a pesar del hecho triste de hallarlo muerto… Siempre lloro cuando encontramos un NN y no hay un familiar”. Aunque el número de asesinados recuperados en el Remolino de Beltrán disminuyó, cabe pensar qué tanto de esa estadística se deba a una razón que algunos susurran y otros tantos informan con absoluta claridad: ya las autoridades correspondientes no se interesan por recoger los cadáveres, en su jurisdicción estos levantamientos les incrementan las cifras locales de homicidios.
Según Carlos Arturo, no han desaparecido los hallazgos de muertos que flotan en las aguas del río, aunque ya no en la cantidad evidente de tiempos pasados. “Este año (2018) había dos cadáveres (en el río) y mi hijo los vio, se avisó a la Policía que se demoró un día en ir y no los encontró, según dijo”.
Esto lo motiva para proponer que retornen las inspecciones de Policía en la zona rural a orillas del Cauca. “Había inspecciones en La Miranda, Estación Pereira y Beltrán. Que el CTI o la Policía Judicial tengan un puesto en esos lugares” y añade que la mayoría de funcionarios de Medicina Legal puede hacer inspecciones técnicas. “Hoy solo hay cuatro personas de la Policía Judicial en Marsella y no dan abasto con los diferentes casos”, enfatiza.
Intentando embellecer el cementerio, las lápidas las pintaron de blanco y se perdió la información que había en esas tumbas colectivas. “Del 96 para abajo están todos perdidos, del 97 en adelante sabemos dónde están los muertos, aunque sería bueno crear un banco de ADN”, expone Ramírez.
En la actualidad, cuando llegan a preguntar por esos cuerpos rescatados hace décadas, busca en el archivo, proceso por proceso, para encontrar datos coincidentes con los rasgos físicos o vestuario.
Sentado en la oficina, ubicada en el primer piso del edificio de la Alcaldía, con voz melancólica afirma que los pescadores dicen que sí hay muertos en el río, que siguen bajando, pero que no los recogen por temor a quedar involucrados en un proceso judicial. Afuera dos personas lo buscan para acordar la entrega de las velas destinadas al alumbrado del 7 de diciembre en el cementerio. Unas llamas que se mantienen encendidas aún en contra del viento de la desmemoria.
Rescates en la memoria
Conservadas con cuidado, las viejas minutas del Cuerpo de Bomberos de Marsella guardan docenas de relatos breves sobre el rescate de “ahogados”, así los llamaban, pero con una particularidad que salta a la vista: la descripción de casi todos esos cuerpos denota huellas de violencia, retrato del horror vivido en la cuenca del Cauca desde finales de los años 80 y que todavía no termina, así haya disminuido.
Abajo, en el primer piso, está guardada la Máquina No. 1, una Ford F-600 de 1950, la misma que en aquella época todavía tenía actividad plena, aunque nunca fue utilizada para traer cadáveres recogidos en el río Cauca por unidades de bomberos, entre ellos el hoy comandante, el teniente José Albeiro Cañas Toro, que en ese entonces era un joven voluntario, listo para servir sin importar horario.
En la memoria de algunos bomberos todavía están los nombres de Aníbal Corrales –padre e hijo– o de Julio Ernesto García, quienes eran bomberos permanentes y por eso los primeros llamados a ejercer la penosa labor de trasladarse a cualquier hora hasta el Remolino de Beltrán. En una volqueta del municipio, equipados tan solo con un plástico transparente, cabuyas, lazos y una vara de guadua, acudían para cargar el cadáver. No había tapabocas ni guantes, tan solo un improvisado pañuelo empapado en alcohol con el cual se cubrían parte del rostro.
El levantamiento del cadáver le correspondía al inspector de Policía, figura que desapareció en 1993. Los bomberos acompañaban el traslado hasta el cementerio, una labor que delegaron en la Policía en 1990 o 1991, no hay quien precise el año. Pero en esa Marsella de hace casi 30 años, la noticia de que los bomberos hubieran salido para rescatar un cuerpo motivaba comentarios y permanente vigilancia desde las ventanas de las casas, para luego hacer romería hasta el cementerio con el fin de observar aquellos restos humanos muchas veces descompuestos o fragmentados con motosierras. Ocurría con frecuencia que los bomberos recibían comunicaciones de sus colegas vía radioteléfono, desde La Virginia y varios poblados del centro y norte del Valle del Cauca.
Los alertaban sobre las señales particulares de un desaparecido o pedían información específica de un cuerpo rescatado para calmar la angustia de alguna familia que no tenía los recursos para desplazarse hasta Marsella.
Pasan las horas de la mañana del 7 de diciembre del 2018 y el teniente Cañas se mueve cauteloso bajo un chocho, un inmenso árbol que marca un punto de referencia para acercarse al Remolino de Beltrán, luego de viajar desde el casco urbano por unos 40 minutos, literalmente rodando una pendiente vía destapada.
Allí el Cauca corre irisado entre la inclinada vegetación compuesta por arbustos de matarratón, pasto de corte y solo unos cuantos árboles de gran dimensión. El río parece un abuelo derrotado por el viento, la memoria y el tiempo; pero que igual conserva en sus profundidades secretos terribles que muchos no desean dar a conocer.
Cañas señala al crecido río, con un ancho de unos 50 metros, sin darle la espalda a la turbulenta quebrada La Nona que desemboca en ese mismo lugar. Lo hace para contar cuáles eran los puntos por los que corrían los cadáveres y dónde los recogían. Todo era tan artesanal que, viéndolo en perspectiva, asombra que nadie haya perdido la vida en dicha labor.
Cuenta cómo se organizaba la caminata desde una pequeña explanada en la parte baja del caserío, siguiendo la orilla derecha hasta el Remolino de Beltrán. Allí, con un lazo y mucha pericia recogían los cuerpos o los restos de los mismos, hasta traerlos a la orilla donde el inspector Narcés Gómez los examinaba mientras alguien tomaba nota de los detalles, incluidas las características de la cavidad bucal.
Esas anotaciones se trasladaban luego a las minutas resguardadas en la sede de Bomberos. Allí se conservan con el mayor cuidado desde 1956, porque los libros de registro de los primeros seis años de la institución fueron destruidos; se desconoce quién fue. Después de examinados, los cuerpos se envolvían en plástico transparente y los amarraban por los extremos, dejando trozos de cabuya para colgar el fardo humano a una guadua y así facilitar la subida a una volqueta que esperaba estacionada un poco más lejos, entre las casas, cuyas ventanas y puertas se colmaban de curiosos, entre ellos los niños para quienes este horror se convirtió en parte de la cotidianidad.
“No había cifra fija de operativos, pero cada semana eran 4, 6 o más cuerpos los que rescatábamos. Era mucho trabajo”. Por eso, el comandante de la época recibió con agrado la orden de no hacer más esa labor, delegada desde entonces a la Policía Nacional y otras entidades.
En el Remolino de Beltrán las personas prefieren no referirse al asunto de los “finados”, como también los llaman. Los pescadores, por ejemplo, rehúyen cualquier pregunta y se limitan a mirar de manera temerosa un río que les da el sustento, pero del que mucho desconocen, tanto que prefieren emplearse en las mejor pagadas obras del poliducto que pronto cruzará la región.
El teniente Cañas se despide para iniciar el retorno por la empinada carretera que pasa frente a los portales de ricas haciendas, como Mallorquín, propiedad que aseguran perteneció al temido jefe paramilitar Carlos Mario Jiménez, alias Macaco. Allá, al fondo del paisaje, cruzando las cercas de la extensa hacienda, el río se pierde a lo lejos, con su carga incalculable de historias.
Tantos muertos como la arena
Los areneros que trabajan en el río Cauca, a la altura de La Virginia, pero que desde la orilla pertenece al corregimiento de Caimalito en Pereira, sienten que el río se ha renovado y es sinónimo de esperanza, vida y sustento, por lo menos así lo afirma Rogelio Martínez, abogado y presidente de la Asociación de Areneros del puente Bernardo Arango (Asober).
Su familia tiene una tradición de 50 años en la extracción artesanal de arena en esta zona, por eso desde la infancia el río ha sido parte de su entorno. Son muchos los recuerdos que anidan en su memoria, uno de ellos es el rescate del cuerpo de un sacerdote. “Fue decapitado con un corte de franela y tenía un cartel en el pecho que decía: ‘Por sapo’”.
Son épocas que recuerda como de temor y zozobra, aunque desconoce si algún arenero fue amenazado para impedir el rescate de los cuerpos que pasaban casi todos los días al terminar la década de los años 80. De hecho, comparte otra apreciación. Algunos areneros se quedaban durante la noche para observar desde sus canoas el paso de cualquier cuerpo, sobre todo cuando durante el día llegaban personas que ofrecían buen dinero para quien encontrara ciertos cadáveres.
“Corrían 1987 y 1988, cuando venían familias adineradas del Valle del Cauca en vehículos lujosos ofreciendo hasta 200 mil pesos de recompensa para quien hallara determinado cuerpo. Entregaban las señales particulares y dejaban el número telefónico”. En esa época un arenero no ganaba más de 5 mil o 10 mil pesos mensuales.
Fueron tantos los cadáveres que rescataron que el alcalde de esa época ordenó: “El que lo saca, lo carga y lo entierra”. La razón, el cementerio no daba abasto, además de los costos funerarios que corrían por cuenta de la administración. Rogelio recuerda días en los que desde la orilla o desde el puente vio pasar hasta 19 cuerpos. “El rescate de cadáveres era una escena habitual”.
También los pescadores sufrieron enormes pérdidas, tanto que en la actualidad ese oficio prácticamente desapareció como actividad económica. La gente no quiso consumir pescados del Cauca y los restaurantes debieron ofrecer especies cultivadas en estanques.
Un capítulo aparte merecen los cuerpos que fueron lanzados desde el mismo puente Bernardo Arango. “Aquí en La Virginia también tiraban cadáveres al río. Pasaban cositas, desde ese puente (el Bernardo Arango) lanzaban personas esporádicamente”. Aunque hoy, advierte, el crimen ha tomado otras formas. Otro arenero presente comenta que la semana anterior (la última de noviembre) pasó boca abajo el cadáver de un hombre y aprovecha para explicar que los cuerpos de las mujeres bajan boca arriba, aunque desconoce cuál es la razón.
El río sigue su curso y en la playa docenas de personas trabajan alrededor de los montículos de arena a la espera de una volqueta que esta vez no cargará cadáveres, sino metros cúbicos de este material necesario en la industria de la construcción risaraldense. Al tiempo, Rogelio sentencia: “Todo esto se presenta por la degradación del ser humano cuando no tiene un norte moral, ético”.
Foto de Julián García
Eduardo Candil nunca fue bombero, aunque trabajara como uno. Se sumergía en el Cauca y rescataba los cuerpos que flotaban sobre el agua. Posa en la entrada al cementerio del corregimiento de Arauca (Palestina).
Viven de la Muerte
La pasión del Quemao coincide con eventos trágicos. Desde la adolescencia disfrutaba nadar en el río Cauca, patio de su casa, por el que han flotado centenares de cuerpos, un río sin memoria.
El Quemao es José Eduardo Candil, nadador del corregimiento de Arauca, municipio de Palestina (Caldas). Por cerca de 40 años sacó cadáveres del Cauca y le pagaban por eso, su gusto por nadar y su destreza aliviaban en parte a los familiares de centenares de ahogados o asesinados arrojados al cauce.
Arauca está en el occidente del departamento, un puerto sobre el río, de paso y con 6.783 habitantes más que Palestina, cabecera municipal, que tiene 17.800. La población no tiene organizaciones de víctimas y a nadie le interesa llorar un desaparecido que no sea de ellos. Tiene Cuerpo de Bomberos, Estación de Policía y un buceador: el Quemao.
“Me empezó a gustar cuando una familia de aquí estaba en el río y la señora estaba gritando, me paré en la chambrana de mi casa y vi que se estaban ahogando. Me tiré, calculando para ver por dónde iban y ya iban tres, cuando llegué para cogerlos, se hundieron. No había nada qué hacer. Se perdieron, dejamos de verlos porque el río es muy sucio y oscuro. A unos los encontramos en La Felisa (La Merced) y a otros en Irra (Quinchía)”.
El Cauca es un río largo y distinto en cada región por donde pasa, como lo describe Juan Miguel Álvarez, periodista independiente. Ha escrito sobre el río en El Remanso de Beltrán, un reportaje acerca del trágico equipaje que arrastra el Cauca, un texto que recibió mención especial en los Premios Simón Bolívar del 2009.
“En el Valle es un río industrializado porque está afectado por las aguas residuales del norte de Cali, que contaminan sin ningún tipo de protección, es fétido, denso y lento. En municipios como Buenos Aires es un río de campesinos y luego es encañonado en Caldas. En este tramo se vuelve menos fosa común después de que pasa por Palestina porque se torna turbulento, rápido y lleno de rocas altas. Ahí es más difícil que se queden y lleguen hasta Hidroituango”, describe Álvarez.
Foto de Julián García
Eduardo Candil se dedica ahora a lavar motos y carros, a un costado del cementerio de Arauca.
Eduardo conoce el río. Sabe que después de que un cuerpo se sumerge debe esperar 24 horas para buscarlo porque es el tiempo que demora en “reventarse la hiel (bilis que produce el hígado)” y el cuerpo sube a la superficie.
“Después de que se ahogue en el río, se pierde, no hay nada qué hacer, hay que esperar 24 horas, y si lo busca, lo encuentra porque ya revienta la hiel y ya se encima”. Eduardo Candil.
Esto es un fenómeno cadavérico. Un funcionario del Grupo de Investigación Criminal, línea de homicidios de la Policía Metropolitana de Manizales, explica que si el cuerpo es encontrado en tierra tendrá una mancha hemática o mancha abdominal, una señal de que empieza la descomposición. La primera parte que se deteriora es el abdomen en donde están los microorganismos, aparece una mancha verde, después las larvas y emanan gases.
“¿Por qué dos días después? Porque apenas lo arrojan va para abajo y, deja de respirar. A medida que se descompone los gases empiezan a inflar el cuerpo y lo saca a flote. Las bandas criminales en el Valle tomaron la decisión de cortar la membrana, abren el estómago y ahí si no había nada que los hiciera flotar”.
Agrega que los cuerpos en el agua se hinchan porque absorben, efecto esponja. Es común que se desprenda la piel, se le conoce como período enfisematoso, y es su estado más contaminante. El cuerpo segrega un líquido, que es como si estuviera aceitado y la piel empieza a caerse.
Lo que si no puede resolver el funcionario es la afirmación en seco que hace el Quemao: “Cuando una persona se tira para suicidarse no se encuentra, es un misterio, es muy escaso el que aparece. Así yo nade, navegue o espere en la ribera”.
Mordazas para el rescate
Las autoridades lo sabían: pescadores y vecinos del río eran expertos en rescate. El capitán Óscar Fernando Mejía, comandante de Bomberos de Caldas, tiene cerca de 40 años al servicio de la comunidad que hace lo ha salvado de la violencia.
“Los mismos actores armados mandaban comunicados impidiendo el rescate de cadáveres en el río Cauca, evitamos exponer al personal en este tipo de rescate. Recurríamos a los pescadores para esa labor. A veces nos llegaban cartas de advertencias o nos mandaban mensajes con los campesinos, la misma comunidad nos avisaba”.
Por el orden público de la época las mismas autoridades no recogían los cuerpos porque podían ser víctimas de una emboscada. Si alguien rescataba el cuerpo, con suerte llegaba a las zonas urbanas de los municipios para su identificación.
Relata que le avisaban a la Fiscalía o la Sijín la presencia de ese cuerpo para que ellos hicieran el proceso respectivo. El capitán guarda cada registro de estas peticiones.
Foto de Julián García
Eduardo Candil recorre el cementerio de Arauca en el que quedan pocas lápidas sin identificar porque ya han sido reclamados por las familias.
Pesos en el río
En Arauca nadie se le mete a un remanso como el Quemao, es una leyenda. Algunas personas del Valle del Cauca iban hasta el corregimiento para que él ubicara a sus seres queridos.
A sus 70 años ya no tiene el mismo aliento. “Cuando empecé a ver que no era capaz siguieron los hijos míos”.
Llegan los recuerdos: “Una vez me tocó bajar por Los Chorros hacia La Felisa, saliéndome en los chorros bravos porque me daban miedo. Salía y volvía y me tiraba más adelante en un sector que se llamaba Pescaderos, amanecía en La Pintada y al otro día madrugaba a Puente Iglesias (Fredonia) y Bolombolo, corregimiento de Valencia (Antioquia)”.
El Cauca se extiende 128 kilómetros por el departamento de Caldas, pasando por los municipios de Belalcázar, Chinchiná, Manizales, Palestina, Risaralda, Anserma, Neira, Filadelfia, Riosucio, Supía, La Merced, Marmato, Pácora, y Aguadas.
Un viaje hasta Antioquia, de unos 150 kilómetros, no era gratis. En el Valle del Cauca, entre 1970 y el 2000, los hermanos Miguel Ángel y Gilberto Rodríguez Orejuela intimidaban, secuestraban y asesinaban por mantener el negocio del narcotráfico.
“Del Valle bajaban hasta ocho cuerpos a la semana, no los podía sacar porque lo ponían a uno en vueltas. Los dejaba pasar porque la Fiscalía empezaba a investigarlo a uno, solo sacábamos el que la familia venía y avisaba”, relata el Quemao. En esos años le pagaban $8 mil pesos por cuerpo encontrado y era un “platal”.
Según datos del Centro de Memoria Histórica, entre 1981 y 2012 hubo 1.101 asesinatos selectivos en el Valle del Cauca. 93 casos fueron perpetrados por actores desconocidos, 25 fueron a manos de la Fuerza Pública, 76 por guerrillas (Eln, Epl, Quintín Lame, Farc, etc.) y 99 por paramilitares, entre otros. También 2.729 personas fueron secuestradas entre 1971 y el 2010. Lo que no está claro es el número de personas arrojadas al Cauca después de asesinadas: No querían que las encontraran en un ‘cementerio’ con mucho espacio.
A Jhon Émerson Caicedo, de 22 años, lo hallaron en el Cauca a su paso por La Felisa, municipio de La Merced (Caldas) el 12 de agosto del 2009. Tenía dos disparos en la espalda, una fractura en el maxilar inferior y amputación de los dos pulgares. Noticia periódico La Patria, 13 de agosto del 2009.
El Quemao a veces se iba por la carretera vieja para subir a Anserma, luego a Riosucio y La Felisa en donde se encontraba con familiares de víctimas. Terminaba encontrando el cuerpo en Irra (Quinchía), lo amarraba y se devolvía hasta La Felisa, en donde había una estación de Policía que inspeccionaba el cadáver.
Foto de Julián García
Estación de Bomberos de Arauca.
“Uno carga un neumático con un lazo y prácticamente nos avisaban los gallinazos. Lo amarraba y los va jalando, a veces uno se los monta encima y en otras los arrastra. Esos cuerpos jalan mucho, pero uno los saca porque le da pesar de la familia”.
En sus mejores tiempos cobró $150 mil por hacer el recorrido, porque no iba a exponer su vida a cambio de nada, y $200 mil por recuperar el cadáver.
“Cuando eran asesinados tenían los tiros en el cuerpo, a veces mochos de manos y de piernas. Los cogía de la mano y no me daba nada. Me echaba la bendición y decía: Jesús, María y José me favorezca de todo mal y peligro, lo voy a sacar”.
Un hombre de 35 años, de 1,80 metros de alto, llevaba varios días en la orilla del río Cauca en el sector La Bocana, por el municipio de Filadelfia (Caldas). No tenía órganos y estaba esposado. Tenía 10 tatuajes, un escorpión con la letra A en su brazo izquierdo y en el muslo la inscripción: Maritza. Noticia periódico La Patria, 22 de octubre del 2004.
Una piedra en Arauca en donde se quedan atorados los cuerpos cuando el caudal del río está bajo.
Camino al reconocimiento
Bajar a Remolinos, sector del Cauca en Belalcázar, es solo oficio de los bomberos y de Carlos Iván Ortiz, en su Toyota modelo 80. Desciende liviano y sube pesado, dobla la tracción del carro y lleva un cadáver hasta el pueblo.
“En verano me meto, pero en invierno, no. Puedo terminar metido en una hendidura de tierra marcada por el agua. La traída de un muerto no lo hace todo el mundo. Para bajar a Remolinos y subirlo hasta el pueblo cobro $150 mil y por llevarlo a Pereira son $350 mil y en esa vuelta me gano $500 mil. Si lo hace Medicina Legal gastan mucha plata”, relata Carlos Iván, conocido como Olafo.
Lo cierto es que esta responsabilidad del Gobierno colombiano recae en las administraciones locales y departamentales porque el Instituto de Medicina Legal solo recibe los cuerpos y esa labor de exhumación la realiza la Policía Judicial.
El secretario de Gobierno de Caldas, Carlos Alberto Piedrahíta, explica que un inspector de Policía, funcionarios del CTI o de la Sijín son los responsables. En caso de que ninguna autoridad pueda, la labor recae en los cuerpos de bomberos. El cadáver en cualquier caso debe llegar al Instituto de Medicina Legal en Pereira o Manizales, según su cercanía, para su identificación.
Foto de Carlos Iván Ortiz
Remolinos, en la vereda Las Delicias, queda a 14 kilómetros del casco urbano de Belalcázar.
Remolinos es una zona en la vereda Las Delicias, en donde cualquier cosa puede quedarse por días en el agua, dando vueltas y vueltas, hasta que expulsa o entierra lo que en él entra.
Cuando hay un cadáver sale a flote a la playa de Remolinos o los pescadores lo ven sobre la corriente y ahí es cuando los servicios de Carlos Iván son útiles para la Alcaldía. Tiene un contrato por este servicio de transporte de cuerpos.
“La mayoría son de La Virginia (Risaralda). No se sabe bien de dónde vienen. Muerto que resulte lo llevo a cualquier hora porque me da pesar dejar esos cuerpos por ahí. Me da igual los muertos desde que se murió mi mamá, me da tristeza es de los familiares”.
A Fabián Orlando Marín (37 años), Bernardo Marulanda (39) y Álvaro Andrés Rivera (24) los torturaron, asesinaron y sus cuerpos los arrojaron al Cauca. Los encontraron amordazados y atados de manos y pies en La Virginia, Arauca y San José. Noticia periódico La Patria, 26 de febrero del 2009.
En Remolinos los mosquitos se meten en la boca si se descuida. La sensación térmica vuelve la piel pegajosa, hay objetos que giran y la cruz del campo santo se la llevó, al parecer, una creciente.
Carlos Alberto Cardona fue inspector de Policía en Belalcázar entre 1984 y 1994, explica que el sitio fue declarado campo santo por un sacerdote porque era complicado extraer las decenas de huesos en el cimiento del Cauca.
Doña Nelly Londoño asistió el 16 de febrero pasado a la primera misa en los últimos 20 años, una eucaristía solicitada por la comunidad de Las Delicias. “Es importante recordar a las víctimas, tener humanidad por todos los que han pasado por ahí. Hay todavía familias que no han encontrado a sus seres queridos y restos que no han encontrado a sus familias. Doña Nelly perdió a su sobrino en un accidente en el sector La Esmeralda en el río Cauca hace 17 años.
Foto de Carlos Iván Ortiz
El 16 de febrero celebraron una eucaristía en Remolinos, Belalcázar, en conmemoración a las víctimas encontradas en el sitio. No oraban en una misa desde hace 20 años.
Foto de Carlos Iván Ortiz
A la misa asistieron los familiares de víctimas en el río Cauca. Algunos se ahogaron y otros fueron asesinados y arrojados al agua.
Carlos Alberto narra que durante 10 años Belalcázar recibió la ola de violencia del norte del Valle con el río Cauca de testigo. “No sabíamos de dónde provenían, solo cumplíamos con esa función pública de hacer el levantamiento en Remolinos. Allí llegaban los cuerpos, a veces enteros. Los subíamos al pueblo a esperar quién lo recogía, muchos de ellos fueron recuperados y otros fueron enterrados como NN”.
Recuerda que eran unos 10 cuerpos a la semana, los transportaban en las camillas de los bomberos. Algunos fueron enterrados en un espacio en el cementerio para los NN y en la lápida anotaban la fecha y el lugar en donde se encontró.
En el corregimiento de Arauca (Palestina) encontraron dos cuerpos decapitados, atados con nailon de manos y pies. Sus cuerpos se recuperaron debajo del puente. Uno de ellos tenía un tatuaje de un escorpión y una cruz en el antebrazo derecho. Noticia periódico La Patria, 15 de febrero del 2006.
Fabio César Mejía Correa, alias Jhónatan, excomandante del frente Cacique Pipintá de las Auc, reconoció 15 crímenes en dos masacres en Aguadas (Caldas) y en Quinchía (Risaralda) hace 15 años.
Un artículo publicado por el periódico La Patria, el 17 de febrero, describe que el excomandante reconoció ante el fiscal Cuarto Especializado de Pereira Ley 600 que el 9 de junio del 2002 mataron en el corregimiento de Arma (Aguadas) a Aristides de Jesús Abreo Restrepo y a su hijo, Jhonatan Esteven Abreo Osorio, de 16 años.
Los asesinaron junto a tres aserradores, de quienes se desconoce sus nombres. A todos los tiraron al río Cauca, en su paso por el norte de Caldas. El exparamilitar ajusta 11 años recluido en la cárcel Doña Juana, en La Dorada.
Foto de Carlos Iván Ortiz
Carlos Iván Ortiz en su camioneta Toyota en un viaje familiar a Pasto.
El poeta Ómar Ortiz pasó su infancia a orillas del Cauca, guardando recuerdos y anotando otros para las memorias de centenares de víctimas que flotaron por su cauce, aquí uno de sus poemas que demuestra que detrás de un cuerpo flotando hay una historia:
Héctor Fabio Díaz
Llevo encima el traje azul, la corbata naranja,
la camisa que tanto le gusta a Margarita, la del 301,
los zapatos negros, recién lustrados, una pinta de hombre,
como dijo mi madre, después del último beso ritual de despedida.
En la Kodak me tomaron la foto para la solicitud de empleo.
Pero de pronto me empujaron a un auto.
Me pusieron dos armas en la cabeza y acabé tirado en una pocilga
donde me preguntaban por gente desconocida.
No señor, decía, y me pegaban.
Sí, señor, respondía, e igual me pegaban. Duro, lo hacían,
como si no tuviera carne, ni huesos, ni sangre, ni alma.
Ya no tengo el traje azul, ni corbata naranja,
no puedo abrazar a Margarita.
Ahora soy una desteñida foto que mi madre lleva a cuestas en plazas y desfiles.
Los sitios clave
Rutas de Conflicto y Consejo de Redacción identificaron estos puntos clave durante la investigación en el tramo del eje cafetero