Siguen bajando cuerpos
Desaparición forzada en el Valle del Cauca
En el Valle del Cauca la desaparición forzada ha sido un delito para el ocultamiento y siembra de terror en las comunidades. Pero ante la continuidad de la violencia en las poblaciones ribereñas emergen resistencias contra el olvido y la impunidad. Algunas víctimas elaboran sus duelos en tejidos comunitarios, otras construyen memoria y se mantienen firmes frente a graves hechos de revictimización; e incluso hay quienes, a través de la poesía, intentan restituir dignidad humana a los innumerables cuerpos sin identificar que bajan por las aguas del río Cauca.
La violencia sobre el río en el Valle del Cauca no cesa. En este caudal, que atraviesa 186 municipios antes de desembocar en el Magdalena, los areneros son testigos de los desaparecidos que lleva el agua a su paso.
Son pobladores que sobreviven en las márgenes de las aguas para extraer la arena a riesgo de padecer los desbordamientos. Muchos ya no nadan y tampoco pescan en el Cauca, en parte, porque los peces han disminuido y porque al igual que lo hace la guerra, el río también es el depósito de la contaminación industrial y residencial. También cuentan los areneros que dejaron de sacar peces porque “los pescados comen ahogado” y ellos mismos ven los muertos bajar entre las aguas.
Este departamento lleva en su nombre la descripción de una parte de su geografía. Su territorio está compuesto por la costa del Pacífico, las cordilleras Occidental y Central, y la zona de valle, dispuesta entre ambas cadenas montañosas. Es un territorio que bordea el río Cauca durante 240 kilómetros. Esta región ubicada a una altura de mil metros sobre el nivel del mar, no tiene grandes pendientes geográficas que interrumpan el flujo del material sólido que arrastra el afluente. El Cauca atraviesa el departamento de norte a sur y es su principal eje fluvial.
A su paso por Cali el río avanza por el oriente de la ciudad, una zona superpoblada a la que llegaron desde mitad del siglo XX familias desplazadas por la violencia del campo y de la costa Pacífica. Allí, sobre áreas inundables se expandieron asentamientos, invasiones, barrios piratas y clandestinos. Al Distrito de Aguablanca muchas comunidades negras llegaron desde los municipios del Pacífico y el norte del Cauca. En la zona más urbanizada del oriente de la ciudad, viven alrededor de 700 mil personas, una población que duplica a todos los habitantes de Manizales.
“Todos los peces comen ahogao”
Los pobladores de Cali que habitan cerca del río, viven en los márgenes y marginados, con bajos niveles de escolaridad y con dificultades para conseguir empleos que les permitan superar las barreras de la pobreza. Aunque de esta zona han surgido bailarines, futbolistas, boxeadores y artistas, otros no han logrado sobrepasar las condiciones adversas y hoy el oriente de Cali cerca a la ribera del Cauca es un escenario que se disputan las oficinas de sicarios y las pandillas, con zonas invisibles, ajusticiamientos y enfrentamientos.
Luego de la desmovilización de los grupos paramilitares, en esta zona se vivió una sofisticación de la violencia con la conformación de las bandas criminales. Cali ha sido una ciudad en conflicto constante que, entre el 2017 y el 2018, registró 2.400 homicidios. Pobladores del Distrito de Aguablanca comentan que muchos cuerpos son arrojados al río.
Rutas del Conflicto y Consejo de Redacción conversaron con areneros del Valle del Cauca, quienes afirman haber visto bajar cuerpos, pero confiesan que son pocos los que se recuperan. Los acercan a las orillas cuando previamente familiares de los desaparecidos los contactan y les dan los detalles de la víctima. Cuando esto no sucede los dejan seguir aguas abajo. Los areneros cuentan que cuando los sacan ellos terminan envueltos en trámites con la Fiscalía y a algunos los citan para testificar el hallazgo. Por eso, estos hombres que viven de extraer la arena y sobreviven con lo que ganan en el día a día, optan por evitar esta situación. No quieren “meterse en problemas” y menos volverse un obstáculo para los grupos armados interesados en desaparecer las evidencias de sus crímenes.
Los niños, hijos de areneros, que viven bordeando el Cauca en su paso por Cali, se acostumbraron a ver los muertos también. Dicen que desde que tienen uso de razón los han visto y aún así, nadan en sus aguas con normalidad. Cuentan que un muerto quedó atascado en una ‘empalizada’ en medio del río. Nadie apareció ni reportó su pérdida. Expuesto al sol y al agua, los gallinazos lo fueron comiendo hasta dejar solo los huesos. Cuando el río creció, hundió los restos.
En muchos territorios, un cuerpo encontrado representa un problema no solo para las cifras oficiales del municipio, sino para la imagen de los miembros de la fuerza pública que trabajan allí. Así lo explicó el exjefe paramilitar Salvatore Mancuso, en una versión para los tribunales de Justicia y Paz.
“Las víctimas que quedaban de los enfrentamientos o de las acciones en contra de la guerrilla aumentaban el número de cifras de víctimas mortales y afectaban las estadísticas de seguridad en las regiones. Esto dañaba las hojas de vida de los militares que actuaban en estas zonas. Fue por eso que para no quedar mal con ellos, Carlos Castaño dio la orden de desaparecer los cuerpos de las víctimas y se implementó en el país la ‘política’ de la desaparición”, relató el exjefe.
Según lo documentado por Verdad Abierta, el ex jefe paramilitar Rodrigo Pérez Alzate, alias ‘Julián Bolívar’ ex comandante del Bloque Central Bolívar, dijo durante una audiencia que sus hombres empezaron a implementar la estrategia de abrir los cuerpos, llenarlos de piedras y echarlos a los ríos por presiones de miembros de la Policía y algunos militares.
Algunas de las comunidades aledañas al río señalan que en algunos casos, funcionarios públicos le advertían a la población que estaba prohibido recoger cuerpos. En otro municipios la orden era que quienes recogieran cuerpos debían correr con los gastos fúnebres.
Los puentes intermunicipales son los más utilizados para arrojar cadáveres. Les permiten a los victimarios ubicarse en un carro sobre el centro de las aguas por donde avanzan las mayores corrientes. Desde la altura, los criminales usan la fuerza de gravedad a su favor y los cuerpos terminan de forma rápida en la mitad del cauce. Las corrientes del Cauca se encargan de alejarlos de las zonas donde se cometieron los delitos. Cuando los cadáveres flotan, los peces y los gallinazos los reducen a restos carcomidos y son las prendas y las características de los cuerpos las que dan las pocas evidencias para una futura identificación.
Resiliencia comunitaria
En la historia del conflicto armado, la mayor avalancha de personas desaparecidas en el río en este departamento se presentó durante la “Masacre continuada de Trujillo”. Así llamó el Grupo de Memoria Histórica a la serie de asesinatos, desapariciones, torturas y masacres cometidas durante unos ocho años, entre 1986 y 1994, en los municipios de Trujillo, Ríofrio y Bolívar. Estos crímenes fueron cometidos por estructuras criminales de los narcotraficantes Diego Montoya y Henry Loaiza “El Alacrán”, en alianza con la Policía y el Ejército.
Trujillo está ubicado en el noroccidente del Valle del Cauca, en cercanías al cañón del río Garrapatas, una zona estratégica con acceso directo al mar Pacífico, que los narcos usan como corredor para la salida de droga y el ingreso de armamento.
En la zona también hacía presencia el frente del ELN Luis Carlos Cárdenas y el Movimiento Jaime Bateman Cayón. Ambos grupos armados querían expandirse, reclutaron a jóvenes campesinos y secuestraron y extorsionaron a narcotraficantes. La zona, que desde finales de los años setenta ya había vivido luchas por el despojo y control de las tierras, se volvió un territorio de tortura, desaparición y muerte en el que las principales víctimas fueron de la población civil.
Los hechos más visibles se vivieron entre marzo y abril de 1990 cuando, luego de una emboscada del ELN al Ejército, en medio de una operación militar contrainsurgente, se desencadenaron una serie de asesinatos de pobladores.
Entre las víctimas se recuerda al padre Tiberio Fernández, líder de la comunidad que venía organizando a los habitantes en cooperativas para evitar la dependencia de los poderes gamonales. El sacerdote fue torturado y sus restos arrojados al río. Los asesinos para desaparecer a las víctimas separaban sus partes en distintos costales antes de arrojarlas a las aguas. El campesino que recuperó los restos del padre Tiberio también fue desaparecido forzosamente.
La muerte del padre Tiberio fue una señal de alarma y conmocionó al país. A su entierro asistieron unos sesenta sacerdotes y el padre Javier Giraldo, un líder jesuita que se propuso recoger la información sobre todas las víctimas. Inicialmente documentó 62, pero luego de que se conformó la Comisión de Investigación de los Sucesos Violentos de Trujillo la cifra llegó a 235. Esta organización recomendó crear un parque cementerio para conmemorar esas muertes.
En enero de 1995 el entonces presidente Ernesto Samper reconoció la culpabilidad del Estado por acción y omisión en estos asesinatos. A partir de esta fecha, el padre Giraldo lideró la creación de la Asociación de Familiares de las Víctimas de los hechos violentos de Trujillo, Afavit. En ella se congregaron por lo menos 170 familiares. En el Parque Monumento crearon osarios donde reposan algunos restos de víctimas y acompañados con objetos que les pertenecían. La Asociación es una comunidad de duelo y reparación que cuida el parque, transmite la memoria de los hechos y aboga por la reparación de las víctimas.
Sin embargo, en la región persisten fuerzas interesadas en borrar la memoria de las desapariciones. Desde su creación el Parque Monumento ha sufrido cuatro atentados. En uno de ellos atacaron la tumba en la que reposaban los restos del padre Tiberio. Los sobrevivientes que se reúnen en el Parque viven expuestos a una nueva victimización.
En estos municipios con bajos niveles de empleo y oportunidades de desarrollo, el narcotráfico fue una actividad económica más para los jóvenes que se enrolaron en las bandas. Recibían un salario, armas y se ganaban el respeto y el temor en los pueblos como personas con poder.
Aunque la Masacre continuada de Trujillo fue el hecho de violencia más notable por la sevicia de los asesinatos y la participación de la fuerza pública. Los familiares de personas desaparecidas siguen padeciendo situaciones de revictimización durante la búsqueda de sus seres queridos.
Es el caso de Edilia Payán, a quien un grupo paramilitar le desapareció su hijo Jonathan, el 1 de septiembre de 2004. Sólo fue tres años más tarde, cuando las amenazas hacia ella y su familia mermaron, que Edilia pudo denunciar ante la Fiscalía la desaparición de su hijo.
La ausencia de avances en la investigación llevó a Edilia a investigar por su cuenta el paradero de Jonathan. Hay quienes le afirman que saben dónde está enterrado, mientras que otros dicen que su cuerpo fue arrojado al caño. Dice que ninguna de estas declaraciones han sido tomadas por la Fiscalía como prueba.
15 años lleva la señora Payán llorando su hijo desaparecido. Recientemente diagnosticada de cáncer en la matriz sin posible tratamiento, Edilia dice que fue la tristeza lo que la enfermó. En el Parque Monumento para las víctimas de Trujillo ella sembró un árbol, como parte de su luto a Jonathan, pero dice que también quisiera que fuera un símbolo de no repetición en su territorio.
Una guerra por los corredores
Con el desmantelamiento de los carteles de Cali y Medellín se consolidó el Cartel del Norte del Valle, una asociación de clanes familiares que controlan los municipios de la zona. En 1998 el asesinato de Orlando Henao, el jefe mayor, desató una guerra por la sucesión en las estructuras de poder y por sospechas de delación entre sus miembros. “Los Machos”, de Diego Montoya entraron en guerra contra “Los Rastrojos”, de Wilber Varela. Lo que se conoció como la guerra por el ‘cartel de los sapos’ dejó unos 1.200 muertos en el Valle del Cauca. En el 2003 solo en Cartago, el municipio que limita al Valle con Risaralda, se presentaron cerca de cincuenta desaparecidos.
Los jefes del Cartel del Norte del Valle fueron los principales financiadores para que el Bloque Calima se instalara desde 1999 en el Valle del Cauca. Pero en versiones libres paramilitares desmovilizados señalaron que también fueron convocados por sectores de empresarios y hacendados de la región. . Los paramilitares llegaron con la orden de “romper zona a sangre y fuego” para contrarrestar a la guerrilla y despejar los corredores de los narcos de la región, pero sus operaciones también encubrieron intereses económicos y políticos y contaron con el apoyo de las fuerzas militares.
Myriam Gómez, presidenta de la Asociación Solidaria de desplazados en Roldanillo, Asoder, recuerda la llegada de “los Machos”, al mando de Montoya. Ella vivía en la vereda Puerto Quintero, jurisdicción del municipio de Roldanillo, en donde “los Rastrojos” hacían presencia. Recuerda que al parecer Montoya se hizo a una tierra que estaba bajo el control de Varela, por lo que ambos empezaron a disputarse el poder sobre aquel corredor estratégico.
La tarde del 18 de agosto del 2004, el esposo de Gómez, quien era agricultor, se asomó a orillas del río y vio tres cuerpos de mujeres jóvenes bajando por el Cauca. Le dijo a su esposa: “¡Uy, qué pesar!, mire cómo están matando a la gente”. La noche siguiente, mientras dormían junto a su hijo de apenas un mes de nacido, escucharon llegar a mucha gente. Tocaron la puerta y Myriam abrió para encontrarse con cerca de cincuenta hombres, algunos con uniformes del Gaula, otros con pasamontañas, todos armados.
Uno le dijo: “necesitamos hombres” a lo que ella reclamó: “¿Por qué? El hombre se metió a la casa, miró al esposo de Gómez y repitió: “Hermano vístase y nos acompaña”. En medio de preguntas sin respuesta, el esposo de Miryam se fue con ese medio centenar de hombres.
Myriam salió con su bebé de brazos, prendió la luz y ellos le dispararon al bombillo, pero ella aún alcanzaba a verlos. Uno de ellos se devolvió, la agarró y la “encañonó”. Otro decía: “¡Con la señora no, mire que tiene un bebé!”. Se fueron por ese camino y a ella la hicieron encerrar amenazando la vida de su hijo.
A las cinco de la mañana Miryam salió a contarle a su suegra y a sus cuñados. Se fueron a orillas de río, pagaron lanchas e iban donde les dijeran que había un desaparecido en el agua con esas características. A la gente que trabaja a orilla de río le pagaban para que estuviera pendiente.
“Un domingo fui a la iglesia a que bautizaran a mi hijo y le dije al padre que orara para que apareciera mi esposo. El padre me dijo que pusiera un altar con el veloncito del bautismo. Cuando esa lucecita se acabó, a las seis de la tarde, hallaron a mi esposo en una palizada en el río Cauca, cuatro días después de que se lo llevaron. Ya estaba descompuesto”, recuerda Gómez.
Todos esos días hubo toque de queda en la vereda Puerto Quintero. Estar por fuera de la casa después de las 6:00 p.m. era arriesgar la vida. “Los primeros días no podía dormir en la casa donde vivía, porque la gente decía que ellos vendrían por mí. Los vecinos me daban posada, hoy en un lugar, mañana en otro. Los hombres dormían en el monte y en los cultivos, y tenían unos tarros que llenaban con piedras, amarrados por cabuyas larguísimas y las halaban si se acercaba alguien. Era la única señal para saber cuándo venían. Teníamos plásticos y por allá dormían en los cambuches cuidando que esa gente no regresara”.
Desde su desplazamiento en el 2004, Gómez lidera procesos sociales con las víctimas de Roldanillo. Cuatro años más tarde se conformó la Asociación Solidaria de Desplazados de Roldanillo, un intento de formalización de las 35 familias que agrupaba el trabajo comunitario de Gómez.
“Empecé a ir a la Alcaldía, y en representación de las víctimas pedimos lo que había. En ese tiempo daban mercaditos. Entonces empecé a conocer a las víctimas y a ayudar a repartir. A veces me daban un presupuesto y hacíamos bazares. Recogíamos ropa para la gente y juguetes para los niños de las familias desplazadas”, recuerda la lideresa.
Rutas de Conflicto y Consejo de Redacción, junto con las comunidades de la zona, identificaron estos puntos clave durante la investigación en el tramo del Valle del Cauca.
Puerto Molina
Habitantes de la región cuentan que Puerto Molina es un punto conocido en el norte del Valle donde arrojaban cadáveres. Es un corregimiento de Obando al que se llega por una carretera angosta y destapada entre extensos cultivos de caña. Allí, 64 familias se delegan la administración semanal de una barca que cruza el río y que conecta a los municipios de Obando y Toro. Lo hacen para obtener algún ingreso.
Por la barca cruzan motos, carros y hasta tractores. Y sobre todo campesinos que se rebuscan la vida. Antes trabajaban en cultivos de maíz, soya, sorgo y fríjol. Pero Agronilo, una empresa agroindustrial de la zona, cerró, porque pertenecía a un clan familiar del narcotráfico. Los cultivos de pancoger se acabaron y los terrenos terminaron controlados por los ingenios azucareros.
Cuenta un poblador que “anteriormente la gente salía a los cultivos a bolear azadón, ahora los ingenios utilizan máquinas para cortar la caña y usan quemantes herbicidas para controlar las plagas. Para hacer eso, solo utilizan unas tres o cuatro personas. A veces, incluso, una persona. La mayoría de la juventud se ha ido. En Cali hay una cantidad de gente de acá por la falta de empleo”.
Como en las otras zonas del Valle donde hay puentes y accesos por carretera para llegar al río, los habitantes cuentan que durante la época más dura de la violencia los grupos mafiosos llevaban a la gente para matarla en Puerto Molina. Hace poco tiempo un joven de Cartago fue arrojado al río desde allí. Sus familiares, luego de poner el denuncio por desaparición, siguieron la trayectoria de las aguas y encontraron el cuerpo en La Virginia, Risaralda.
Alrededor del corregimiento hay extensas tierras que pertenecieron a integrantes del Cartel del Norte del Valle. Y aunque fueron sometidas a extinción de dominio, algunos narcos ya pagaron sus condenas y los habitantes aseguran que usan estrategias para seguir controlando las propiedades.
Un dolor de madre
La desaparición forzada en el río Cauca, como la vivieron las comunidades ribereñas del Valle, aunque sembró dolor, también fue el origen de múltiples resistencias. Unos buscaron sanar a través de la memoria comunitaria, como las personas de Afavit en Trujillo, otros lideran procesos organizativos como Myriam Gómez en Roldanillo, hay quienes ayudaron a sacar uno que otro muerto del agua, como los barqueros de Cali y Zarzal y algunos más cargan el eterno dolor a sus espaldas, como si hubiera sido ayer, pero no les flaquea la esperanza como Edilia Payán, en Riofrío.
Este crimen de lesa humanidad deja a familiares y amigos en un callejón sin aparente salida, un duelo que no puede finalizar a la luz de certeza alguna. Es por eso que otras resistencias emergieron como un gesto de condolencia hacia los familiares. La figura de la madre que busca perpetuamente a su hijo, movilizó a mujeres de los municipios aledaños al río para conservar bien fuera restos o alguna memoria de aquellos cuerpos sin identificar.
Es el caso de una señora mayor en Zarzal, quien se oponía a que los restos de un NN, que estaba enterrado en el cementerio municipal, fueran arrojados a la fosa común, luego de vencerse su tiempo en la tumba. Ella pagó los gastos y adecuó un osario para el difunto que había llegado por el agua en 1997. Recuerda el sepulturero que ella reflexionaba: “Alguna madre debe estar llorando a su hijo sin saber dónde está”.
El encuentro repentino con una realidad tan violenta provocó que la poetisa pereirana María Isabel Espinoza hallara su vocación en la vida. Durante unos de 15 años, se ha dedicado a registrar lo que sería posiblemente, la última memoria de unos 200 cuerpos que ha visto bajar por el Cauca, a orillas de su casa en Cartago.
Espinoza narra la primera vez que se acercó a la orilla del río, el 14 de febrero del 2004:
Observaba cómo el sol se metía entre nubes de algodones a descansar, entonces le pregunté a Dios qué había donde se ocultaba el sol. En respuesta a esa pregunta a los dos meses me trasladó a Cartago, a orillas del Cauca. En ese tiempo, todavía no vislumbraba el objetivo de Dios cuando me llevó allá. Llegué con mis tres retoños y un trabajo que sentía que me iba a succionar.
Era una tarde hermosa, tres días después de haber llegado. El atardecer me atrajo al río que está cerquita de mi casa. Salí como levitando, quería ver el atardecer hermoso y sus colores reflejándose en el río. Pensé: ‘el único pintor perfecto es Dios, mire que hace unas pinturas y las refleja en otros contornos’.
Llegué cautivada, pero cuando posé la mirada en el río también bajó mi admiración. Lo que vi marcó la diferencia, ese atardecer tan hermoso y saber que llevaba el tinte de la muerte y ¡de qué manera! No eran uno o dos, sino cinco o seis cuerpos que bajaban por el río, y de una forma cruel, despedazados”.
En sus notas, María Isabel registraba la hora y la fecha en que veía un cuerpo. Si podía, anotaba el sexo, la ropa y marcas distintivas como tatuajes, cicatrices y señales de tortura. Una tarde una madre que buscaba a su hijo desaparecido llegó a la casa de esta poetisa. Espinoza vio un cuerpo que se ajustaba a la descripción que le había hecho la madre. Así que le mostró sus registros y la mujer entre lágrimas respondió: “Ya no lo busco más, ya lo encontré”.
El Valle del Cauca fue testigo del tránsito de cuerpos por el agua, puso muertos y pocas veces encontró a sus desaparecidos. Fue escenario de resistencias e intentos por redimir la memoria de las víctimas y el duelo de los familiares, de las madres. En la actualidad siguen bajando cuerpos, aunque no con la misma regularidad.
María Isabel dice haber identificado dos períodos de violencia a través del número de cuerpos que vio bajar frente a su casa. Cuenta que entre el 2004 y el 2010 bajó la mayor cantidad de cadáveres, luego hubo una disminución y volvieron a aumentar en el 2015. “Hoy en día pasan menos y como en costales, amarrados o en canecas, casi todos cubiertos, no como antes que los lanzaban así, con ropita o sin nada”.