El río desaparecido

La desaparición forzada en el bajo Cauca antioqueño

El Cauca no se detiene. Al dejar atrás las montañas del Eje Cafetero se asoma en Antioquia por Caramanta y atraviesa con su cauce nueve municipios desde La Pintada hasta Nechí. Cuando entra al Bajo Cauca, su poder asombroso sobre el paisaje se mengua por la construcción de la hidroeléctrica de Ituango y en sus aguas se despierta el miedo de las amenazas y la muerte que según sus habitantes viven hoy a sus orillas.  

Hace dos meses, Puerto Valdivia y Caucasia vivieron dos hechos que hablan de esto: el hallazgo de los cuerpos de tres comerciantes que habían desaparecido y un entierro simbólico del río.

El 17 de febrero de este año, pescadores del barrio El Ferry de Caucasia hallaron tres cuerpos que flotaban en el Cauca. Dicen que estaban maniatados y con señales de tortura, y que desaparecieron tres días antes cuando, salieron desde Montería hacia este municipio.

Las víctimas fueron identificadas como Arnaldo Sánchez y su hija, Judith Sánchez Villadiego, reconocidos comerciantes de la capital cordobesa, y un hombre cuya identidad no fue revelada. El cuerpo de la cuarta víctima, Yosiris Martelo, todavía no ha aparecido.

Se supo que el vehículo en el que se transportaban, un Chevrolet de placas DLW 125, lo hallaron incinerado cerca del corregimiento de Puerto Bélgica, en el municipio de Cáceres. Sus cuerpos fueron trasladados hasta las instalaciones de Medicina Legal en Montería, ya que, hasta donde se sabe, no hay morgues en esos municipios.

Diez días antes, el 7 de febrero, debajo del puente Antonio Roldán de Puerto Valdivia, en un playón formado por la sequía del río tras el cierre de la segunda compuerta en la hidroeléctrica de Ituango, un grupo de pescadores, barequeros y habitantes del puerto manifestaron su tristeza por la muerte del “Patrón Mono” durante una velatón.

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Foto cortesía de Memoria Visible http://memoriavisible.com/

Ese mismo día, pero en otro puente, el Carlos Lleras Restrepo de Caucasia, un ataúd negro con un espejo adentro fue el símbolo que usaron los ribereños para expresar las consecuencias que tuvo la construcción de la hidroeléctrica sobre el segundo río más importante del país.

Cuatro siglos han pasado desde la visita de los españoles a América y el papel de su patrón sigue siendo el mismo. Desde los tiempos de Oma Ga, el cacique indígena que se enfrentó contra Gaspar de Rodas en Cáceres y perdió, las aguas de este río han consagrado las actividades de la minería artesanal, la pesca y el barequeo como actividades que dan cuenta de la identidad y la cultura de los ribereños.

Esto cuenta una lideresa de la zona desde el resguardo indígena Chibkariwak, en Medellín:  “Cuando llegamos, antes de que comenzara la guerra de todos los días (se refiere a los indígenas que llegaron a Cáceres a principios de los años noventa, desplazados de Zaragoza), el río no estaba seco, como está hoy. Se podía trabajar porque había pesca y unos islotes fértiles para sembrar. Se cosechaba, se barequeaba, se pescaba, y sábados y domingos se vendía todo en el mercado del pueblo”.

Así lo explica también David Sánchez, de Kavilando, una organización que desarrolla en esta región proyectos relacionados con la defensa del territorio, el medioambiente y las comunidades: “Para la gente el río es la empresa. Todo pasa por el río. Cuando el ciclo del agua baja, puedo acceder a las orillas, sembrar, hacer minería. Cuando el ciclo del agua sube, puedo recoger las cosechas, ir a pescar”.

Pero el Patrón no es el mismo desde la construcción del proyecto hidroeléctrico más importante del país. Si la naturaleza pudiera declararse como víctima, el río Cauca sería la más reciente por cuenta de este proyecto. La masa de aguas briosas que bajan a una velocidad de 600 metros cúbicos por segundo en épocas secas, en los primeros días de febrero del 2019 es un riachuelo dócil de aguas claras que se esconde entre meandros y deja al descubierto islas de arena, piedras y por lo menos 40 mil peces muertos, según las cifras de EPM. Después del cierre de la compuerta número uno, el caudal del río se redujo a menos de 100 metros cúbicos en un día, lo que cambiará para siempre su ecosistema.

Es como si el río Cauca en este punto de la geografía estuviera condenado al mismo destino de los cuerpos que todavía arrojan al río: desaparecer. En los últimos treinta años, los distintos actores armados que han hecho presencia en la región (distintos grupos de autodefensas, Bacrim, Farc y Eln) siguen empleando esta práctica criminal que le sirve a los propósitos de su guerra por el control de los cultivos de coca, las rutas del narcotráfico y las rentas ilegales de extorsiones y vacunas a los pobladores.

“El río Cauca es el cementerio más grande de Colombia” es la frase que más describe la historia que han vivido en el Bajo Cauca, y la dice un párroco que solo por decirla pide que su nombre no sea revelado. Porque hay que advertir a los lectores: todas las personas que accedieron a hablar con Ríos de vida y muerte tienen miedo. Los líderes no responden llamadas ni mensajes de texto. No quieren que sus nombres aparezcan citados en ningún medio. El Bajo Cauca es hoy una zona roja donde todos los índices de violencia y agresiones contra la población están disparados.  

 

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Foto cortesía de Memoria Visible http://memoriavisible.com/

El río está mudo

Hace 14 años Esperanza llegó a un caserío del Bajo Cauca desde un municipio del nordeste antioqueño. Había tierra para sembrar mientras criaba a sus hijos y esto estaba bien. “Familiares de mi esposo nos convidaron, nos dijeron que por acá era bien, y cuando llegamos encontramos… sí, usted sabe… eso”, dice eso y se seca el sudor de la boca con la manga larga de la camisa, que le sirve también para disimular que siente pena por sembrar coca.

Ese lugar al que llegó es una de las 64 veredas que tiene Tarazá. La persona con la que llegó se llama Eusebio*, su esposo. Con él tuvo seis hijos, una mujer y cinco hombres, entre ellos, Ismael, quien cumpliría 27 años el año pasado cuando ocurrió algo que parece normal en la región: desapareció.

Desde la banca donde esta Esperanza se puede ver la cadena con la que cierran las puertas del parque educativo Jesús Arcángel Ramírez, que no se abren hace tiempo. Adentro solo hay iguanas. salen por todas partes. Hay una parada en la acera sobre tres letras pintadas de blanco en el pavimento con un signo de interrogación que dice: PAZ? Al lado de la iguana pasa un hombre de gorra y mangas protectoras en los brazos, uno más de la decena de mototaxistas que buscan todo el día gente para transportar por acá. Se para al lado de la reja y no saluda, se queda ahí parado, de espaldas, con una mano apoyada en las barandas y con la otra sosteniendo el celular.     

En este momento, en el polideportivo que está cerca del parque educativo, hay por lo menos setecientos líderes del Bajo Cauca reunidos en una audiencia pública convocada por un grupo político. Hablan sobre hidroituango y los daños ambientales, culturales y económicos que sufren las comunidades de los municipios que hay aguas abajo, y que son nada más y nada menos que cuatro de los seis que tiene esta subregión. A ellos se suma Puerto Valdivia, un corregimiento de Valdivia que conecta a la subregión Norte con el Bajo Cauca, que fue evacuada durante la primera emergencia el año pasado, cuando El Mono bajó con tal fuerza que arrasó casas, escuelas, animales y el puente peatonal que había sobre el río.

Algunos líderes expresan sus preocupaciones sobre esto en el centro del escenario, mientras en las graderías otros hablan en voz baja sobre más temas críticos: los problemas que acontecen con el Programa Nacional Integral de Sustitución de cultivos ilícitos (PNIS) y las amenazas que hay sobre líderes sociales y el miedo que sienten después de las personas que han asesinado recientemente.

Se sabe que en septiembre del 2017, funcionarios del PNIS y de la Alcaldía de Tarazá fueron obligados por los grupos armados a devolver los formularios y a salir del corregimiento El Doce. Los líderes de Coccam (Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana) y Asocbac (Asociación de Campesinos del Bajo Cauca) que acompañaban el proceso también los  intimidaron y los obligaron a abandonar el corregimiento. Miguel Pérez, líder de las organizaciones antes mencionadas, de Marcha Patriótica e impulsor del PNIS, fue asesinado al mes siguiente. Las autoridades dijeron que el autor fue capturado y señalado de ser el presunto coordinador de una facción de las Agc (Autodefensas Gaitanistas de Colombia). Luego, el 23 de abril del 2018, fue asesinado José Herrera, vocero del PNIS, cofundador de Asobac y coordinador del Comité Municipal de Coquicultores de Valdivia. A los cinco días su cuerpo descompuesto fue hallado a orillas del río Cauca, a la altura de Caucasia. Según el informe de Coccam, 47 líderes del PNIS en Colombia fueron asesinados en el 2018 y hay uno desaparecido.

William Muñoz, líder de esta organización en el Bajo Cauca, fue el encargado con su esposa de preparar en el corredor de su casa la “carne de marrano” que van a repartir en un momento a los asistentes a la audiencia, algunos procedentes de veredas muy apartadas y de difícil acceso. Por ejemplo, a Esperanza le tocó caminar desde su casa hasta una carretera donde pudo tomar un carro hasta el ferry, para pasar el río, y luego debió esperar una moto que finalmente la trajo hasta la cabecera urbana. Un trayecto en el que tardó cuatro horas, tan solo dos horas menos de lo que toma llegar al mismo lugar desde Medellín.

Justo ahora, Esperanza juega en la mano con ‘el ficho’ que le dieron para reclamar la carne de cerdo, al tiempo trata de hablar de su hijo, pero le preocupa el hombre que desde hace rato simula deslizar el dedo por la pantalla del celular. Entonces señala con los ojos un árbol grande hacia donde quiere ir.

Siente miedo del Eln que controla el territorio donde siembra la coca, de las Agc (Clan del Golfo para las autoridades) que están enfrentadas con los Caparrapos y los Paisas, de las disidencias de las Farc. Siente miedo de los campaneros que fichan a los forasteros que llegan o “paran oreja” cuando ven a dos o más personas reunidas. Esperanza se levanta de la banca y con disimulo dice: “¡Qué calor!, vamos a buscar un lugar más fresco!”.

Pasa junto al hombre que sigue en la misma posición y camina hacia el árbol que está a 300 metros. “Qué tan sospechoso”, dice cuando se sienta en la banca y entonces retoma la historia de Ismael. Cuenta que de los seis, Ismael era el único que siempre estaba pendiente de Eusebio y de ella. Era el más trabajador, nunca se metía con nadie.

“Un día salió a Puerto Valdivia a entregar un mercado. Fue un sábado. El domingo no me llamó”, dice. La policía de Puerto Valdivia lo detuvo a las 4:00 p.m. Le incautaron un dinero que le llevaba a alguien --eran $11 millones de pesos de la venta de pasta de coca--. A las 5:00 p.m. lo dejaron ir. Habló con el hermano que vivía en Puerto Valdivia. El lunes no llegó al punto donde debía coger el ferry para pasar el río y luego ir hasta la casa. Eso fue el 5 de agosto del 2018.

Los quince días siguientes Esperanza hizo esto: bajó hasta Puerto Valdivia para hablar con la Policía. “¿Qué hicieron con mi hijo?”, les preguntó. “Requisarlo. Requisar es nuestra labor”, respondieron. Eso fue un martes. El miércoles fue a preguntarle a los muchachos de las autodefensas si tenían a su hijo, y también negaron saber algo. “La orden que tenemos es no arrojar personas al río”, le dijeron. Entonces la gente del pueblo comenzó a decirle cosas. Que esa noche vieron cómo se lo llevaban. Que escucharon tres tiros. Que después de eso no volvieron a saber nada.

“Con gente de la vereda lo buscamos por el río. Hasta mi yerno habló con un viejo que decía que era brujo y podía ver a mi hijo. Nos tuvo ocho días buscando, hasta que en una llamada me dijo que lo había visto por Zaragoza. Apenas me dijo eso, le colgué por mentiroso. Tampoco soy tan boba como para no saber que por allá no pasa el río Cauca”.

De tanto escuchar rumores, entendió lo que la gente decía: que a Ismael lo arrojaron al río. Ahora solo espera del Estado “que me lo pague, ya sé que nunca va a aparecer”, dice.

Esperanza para de jugar con el ficho y toma rumbo al coliseo. Allá adentro la espera un abogado de la Corporación Jurídica Libertad que quiere llevar la denuncia de su caso en Medellín y aclarar sus dudas, pues ella y Eusebio temen las consecuencias que podría traer para su familia denunciar este crimen.
 

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Foto cortesía de Memoria Visible http://memoriavisible.com/

El río es un cementerio

En el 2018, el Registro Único de Víctimas tenía 48 mil 118 personas registradas de los tres municipios del Bajo Cauca y Puerto Valdivia. De esas, 3 mil 273 fueron reportadas como víctimas de desaparición forzada: mil 131 en Caucasia, 456 en Cáceres, mil 244 en Tarazá y 442 en Valdivia.

En este momento, ningún organismo del Estado -alcaldías, autoridades locales, Fiscalía- dan cuenta de  cuántos cuerpos han bajando por el río y cuántos fueron víctimas de desaparición forzada. Los datos que se han recogido son pocos, pero los testimonios de las personas coinciden con lo que expresó el párroco más arriba: “el río Cauca es el cementerio más grande de Colombia”.

Aguas abajo, en Puerto Valdivia, Paola Andrea Gutiérrez Rodríguez, representante de la mesa de víctimas de Medellín y de su recién creada Corsuflag, recuerda haber visto flotar cuerpos de los 17 campesinos asesinados en El Aro por paramilitares del Bloque Mineros, comandados por Cuco Vanoy. La masacre ocurrió en octubre de 1997 en El Aro, un municipio de Ituango que está a 207 kilómetros de Puerto Valdivia. Paola narra lo que vió y escuchó los siguientes diez años:   

“Muertos en el río vi muchos. En Barro Blanco, en El Doce, en el Puente Brisas del Cauca. Dicen que en Tarazá, cerca del peaje, había una finca donde mataban mucha gente. Que la echaban en ácido y luego se la daban a los perros. En La Paulina, a una líder de la mesa ambiental le ahogaron dos hijas, y a su hermano, un pescador, lo desplazaron del puerto por rescatar unos cuerpos”.  

Ella también salió desplazada hacia Medellín junto a su familia después de que el grupo autodenominado las Águilas Negras lanzara una granada a su casa en el 2009, sin que hasta ahora ella conozca los motivos que tuvieron. Ese fue un año crítico, un año donde las bandas criminales emergentes, bautizadas como Bacrim, el Eln y los Frentes 18 y 36 de las Farc se disputaban el territorio, después de la desmovilización de los paramilitares del Bloque Mineros y de la extradición en el 2008 de Ramiro de Jesús Vanoy Murillo, alias Cuco Vanoy, y Carlos Mario Jiménez Naranjo, alias Macaco.

Desde 1996, Macaco y su grupo de autodefensas ya controlaban grandes extensiones de tierra en el Piamonte, Cáceres, un municipio al que llegó desplazada desde Zaragoza la lideresa que  habla desde el resguardo indígena Chibcariwak en Medellín:

“A las 5:00 de la mañana escuchaba voces de gente que pedía que no se los llevaran, que no se querían morir. Comenzaron las extorsiones a lo mineros, a los finqueros, a todo el que trabajara. Fue la época de o pagás la vacuna o te matamos. Fue la época de usar fusiles. La época de la verraca motosierra con la que cortaban los cuerpos. Recuerdo que bajaban un tronquito, una piernita y nadie se atrevía a recogerlos”.

Sentado en una panadería de Tarazá, al frente de una calle donde apenas están desmontando los alumbrados de Navidad, Samuel*, otro líder de Cáceres, recuerda una imagen que todavía le eriza la piel. Inclina la cabeza y con temor murmura en voz baja que un día vio algo flotando en el río:

“Era una caneca azul, hermética. Nos arrimamos a destaparla, miramos adentro después de sentir un olor horrible y vimos un cuerpo humano picado en pedacitos. Fue una época dura. Dicen que hasta en las cuevas que los barequeros hacían en la orilla del río para buscar oro, llegaron a meter gente para torturarla y se escuchaban sus gritos. ¡La cantidad de jóvenes de Cáceres que no se sabrá nunca dónde están!”.

La advertencia que se escuchaba en esa época era “¡cuidáte que te van a tirar al río!”, cuenta el periodista Leiderman Ortiz desde su ‘casa búnker’ y oficina en el centro de Caucasia. Desde hace 20 años Leiderman, de 45, tiene el periódico La verdad del pueblo, en el que denuncia la connivencia de la Policía con las bandas criminales, los crímenes de los narcotraficantes y la corrupción de los políticos de la región. Ha sufrido cinco atentados, dos con granadas y tres con sicarios. Una granada estalló en la puerta de su casa mientras estaba dormido y se salvó de milagro. Hoy vive detrás de una puerta y una ventana blindadas, como son la camioneta y el carro en los que se mueve con cuatro escoltas que le asignaron. “La gente de acá cree que soy el fiscal de Colombia”, comenta después de leer otro mensaje de texto, uno más de las decenas que según él le llegan todos los días por Whatsapp. Leiderman es de las pocas personas que habla, no sin miedo, pero habla desde la seguridad controlada de su casa de lo que ha pasado en esta subregión:

“El Estado en el Bajo Cauca es armado, y las relaciones sociales acá siempre han sido violentas. En Puerto Valdivia, los paramilitares obligaban al pueblo a reunirse para ver cómo mataban a la gente que luego lanzaban al río. En el Piamonte y el Guarumo, dos corredores estratégicos para mover la droga, era donde más torturaban. Hoy siguen tirando muertos al río, pero no los pican ni les llenan el estómago de piedras como pasaba cuando estaban Macaco y Cuco Vanoy. En el 2008, cuando empezó la guerra de las bandas criminales mataban así, pero últimamente no se ha vuelto a ver lo mismo”.

Un caso que se logró documentar sobre el flagelo de la desaparición forzada asociado al río en el Bajo Cauca, se recoge en la sentencia del 28 de julio del 2018 de la magistrada María Consuelo Rincón Jaramillo, del Tribunal Superior de Medellín, por cuenta del proceso que ha llevado la Fiscalía 15 después de las versiones libres entregadas por Cuco Vanoy y otros paramilitares del Bloque Mineros, durante las audiencias de Justicia y Paz luego de su desmovilización el 20 de enero del 2006.   

Según este documento, cuando Cuco Vanoy estaba en Santa Fe de Ralito en el 2005 ordenó sacar los restos de las fosas comunes de las fincas Mil Amores, en La Caucana, Casa Verde, el Guáimaro y  arrojarlos al río Cauca con el propósito de evitar enredos en el proceso de paz que apenas estaba iniciando:

"Me mandaron a decir los máximos comandantes que quedaron encargados, que eran el comandante ‘Picapiedra’ y el comandante ‘Puma’ [...] que les habían informado que iba una comisión del C.T.I. a exhumar un poco de fosas comunes que habían por allá, entonces ellos se asustaron y me mandaron a mí una razón, yo no recuerdo si fue por teléfono o humana, que si les daba la aprobación de tirarlos al río y yo les dije que sí, que lo hicieran.  [...] Después me van a informar de que ya lo habían hecho y que los habían botado al río, los de Casa Verde que era donde se enterraban varios cadáveres, y también en el Guáimaro, al lado del basurero y cerquita ahí de la clínica el… para el lado del basurero, eso era otra parte donde se enterraban también… doctora no sé cuántos cadáveres habría ahí, no tengo esa información, tampoco la cono…, no la tengo, nunca se sabía, y cuantos botaron al río tampoco lo sé doctora; eso es la verdad total que pasó en eso".  (SIC)

Sobre la cantidad de cuerpos, según consta en la sentencia del 28 de julio del 2018, Vanoy dijo en forma “clandestina” que serían por lo menos 120 personas cuya identidad desconoce. Entre tanto, el fiscal de exhumaciones dijo que todavía no se contaba con evidencia suficiente que permitiera corroborar la identidad de las víctimas, “toda vez que no se han podido recuperar los cuerpos”. A solo dos de esas víctimas las identificaron tras las declaraciones de José Higinio Arroyo Ojeda, alias Caballo, quien aseguró que reconoció a dos de ellas cuando recibió la orden de tirarlas al río: Sandra Molina Espinoza y Edwin Fernando Rojas.

A esta dificultad de establecer la identidad de las víctimas se suma el subregistro del número real de casos. Los familiares no quieren denunciar porque temen sufrir otras agresiones, lo que hace que no se activen a tiempo los mecanismos de búsqueda del Estado, y los grupos armados tienen prohibido rescatar los cuerpos que bajan por el río, como era la costumbre. Así lo cuenta la lideresa indígena desde el resguardo de Medellín:

“Cuando se llevan a un muchacho se le da aviso a los pescadores, a los barequeros, y se  notifica a la inspección y al comando de la Policía para que apoyen en la búsqueda. Como referencia se tiene en cuenta la hora en la que se lo llevaron y se activa una cadena desde la cabecera hacia abajo: Puerto Bélgica, Jardín, Guarumo, Caucasia. Eso, cuando se puede rescatar, pero si la familia tiene amenazas no se puede buscar el cuerpo, y si lo buscan, se tienen que ir”.

Dicen que esta prohibición de rescatar los cuerpos la dieron hace cuatro años los grupos armados, una versión que parece confirmarse en los cementerios de Tarazá y Caucasia. El sepulturero contó una a una las 27 tumbas que hay en el cementerio de Tarazá con fechas entre el 2008 y el 2014. Según cuenta, la razón es que desde esa fecha no se exhuman cuerpos de NN (No Nombre) porque esa labor solo se encomendó a la Fiscalía.

En el barrio Pueblo Nuevo, donde muchas de las fachadas de las casas tienen letreros de “Se vende”, hay un cementerio con un pabellón de 30 tumbas pintadas de color azul con letras blancas como estas: CNI -- M --  Extremidades -- Julio 12 2010. La sigla CNI (Cuerpo No Identificado) hace unos años se usa en lugar de NN y según las nuevas recomendaciones de los organismos del gobierno esta última a su vez será reemplazada por las siglas PNI (Persona No Identificada).

Otra dificultad que se suma a la lista es la falta de claridad sobre quién maneja los reportes de personas que se presume han desaparecido en el río en el Bajo Cauca. Ni las parroquias, ni la Patrulla de Marina de Caucasia, que lleva el reporte de los cuerpos que bajan por el río, ni la Sijin, ni la Dijin, ni Medicina Legal dan información. Todos dicen lo mismo: La Fiscalía General es quien maneja todo lo relacionado con este tema.

Al solicitar hablar con el fiscal encargado de las exhumaciones en esta zona del Bajo Cauca, la orden desde Bogotá fue: se niega la autorización de la entrevista. “Con mucha pena me toca decir que es imposible. No puedo acceder a su petición debido a que esa parte la tenemos totalmente prohibida”, respondió el fiscal. La pregunta es: ¿quién y por qué prohíben hablar sobre este tema?

La JEP solicitó en dos ocasiones información a la Fiscalía General de la Nación que pueda servirle a la recién creada Unidad para la Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (Ubpdd). Ante la negativa de la Fiscalía de suministrar la información solicitada en el auto de noviembre de 2018, la JEP publicó un auto el 6 de marzo del 2019 donde exige de nuevo al Grupo de Búsqueda, Identificación y Entrega de Personas Desaparecidas (GRUBE) de la dirección de Justicia Transicional de la Fiscalía: “Toda la información relacionada con cifras y estadísticas de desaparición forzada relacionada con los 16 lugares que están bajo el estudio de esta actuación”, entre ellos: Valdivia, Cáceres, Tarazá y Nechí.

 

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Foto cortesía de Memoria Visible http://memoriavisible.com/

La guerra busca el río

De acuerdo con dos defensores de derechos humanos, que pidieron la reserva de su nombre, la última vez que un líder del Bajo Cauca accedió a hablar con una periodista de un reconocido noticiero nacional, lo hizo para que comprendiera lo delicado de la situación y con el compromiso de que su testimonio no fuera publicado. Según versiones de personas cercanas al líder, la periodista no respetó lo acordado y ahora él se encuentra escondido y amenazado de muerte. Una versión cercana a la periodista comenta que el líder habló sabiendo de antemano que lo que dijo saldría publicado y tendría consecuencias.

Este año, en las calles de Cáceres y Tarazá han circulado panfletos firmados por Caparrapos, Bloque de Guerra Virgilio Peralta Arenas Autodefensa Campesina y el Frente Virgilio Peralta Arenas. Los homicidios han aumentado en Tarazá, Caucasia, Zaragoza y Cáceres entre el 225% y 250% del 2017 al 2018.

El último caso de agresión contra un líder ocurrió el 19 de febrero del 2019. Querubín de Jesús Zapata Avilés, de 27 años, fue asesinado en el barrio Las Brisas (Caucasia). Si se tiene en cuenta el informe presentado por la Fundación Sumapaz y la Corporación Jurídica Libertad para la Coordinación Colombia Europa Estados Unidos, con Querubín serían siete los líderes asesinados desde el 2018 en el Bajo Cauca.

Desde 1980 grupos armados de todas las denominaciones han hecho presencia en esta subregión. Desde Eln y las Farc, hasta hombres armados al mando de Cuco Vanoy y Macaco que operaron acá hasta su desmovilización en el 2006. Después de la Ley de Justicia y Paz, los reductos de sus filas han reciclado hombres armados en bandos que hacen alianzas y luego se enfrentan. David Sánchez, de Kavilando, lo explica de esta manera:

“Una economía de guerra, convulsionada y en confrontación permanente donde se fabrican hijos e hijas las 24 horas del día para la guerra. Un domingo están todos los actores armados almorzando donde la mamá y el lunes vuelven a matarse entre ellos. Para la gente, no es rato un paramilitar o un guerrillero, como no es raro un militar o un policía”.

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Foto por Ricardo Cruz

Gracias a las confesiones entregadas por paramilitares desmovilizados ante la Ley de Justicia y Paz, se sabe que tanto Cuco Vanoy como Macaco lograron conformar una poderosa máquina de guerra financiada por el narcotráfico. Para ello, inundaron los campos del Norte y el Bajo Cauca antioqueño con la hoja de coca que, además, era transformada, almacenada y transportada por las trochas, ríos y quebradas que surcan la región.

Quizá ello explique también por qué, luego de la desmovilización de los bloques de las Auc que hicieron presencia en esta región y tras la extradición de sus máximos cabecillas a los Estados Unidos para que respondieran por delitos de narcotráfico, cientos de sus lugartenientes decidieron retornar a las andanzas criminales. Fue así como desde 2008 comenzaron a sonar con fuerza nombres como Chepe, Mono Vides, Sebastián, Danilo Chiquito, quienes lideraron estructuras armadas que se conocieron como Águilas Negras; Urabeños, Rastrojos, Paisas, entre otros.

El apetito de los capos emergentes dio lugar a venganzas, traiciones, enfrentamientos y una guerra que se extendió hasta 2011, año en el que hicieron un pacto entre criminales. Así, desde 2012, en todo el Bajo Cauca se instauró el poder de las autodenominadas Agc, grupo armado que el gobierno nacional nombró, primero, como Clan Úsuga y, ahora como Clan del Golfo.

Para mostrarse como la fuerza hegemónica en la región y un verdadero ejército irregular, los gaitanistas crearon el Bloque Pacificadores del Bajo Cauca y Sur de Córdoba, conformado por los frentes Virgilio Peralta Arenas, con injerencia en Piamonte (Cáceres); José Felipe Reyes, con sede en La Caucana y Guaimaro (Tarazá); Julio César Vargas, al que le correspondió el área de Barro Blanco y El Doce (Tarazá); Francisco Morelo Peñate, que dominó El Bagre; y Rubén Darío Ávila, para todo el sur de Córdoba.

Aunque cada uno de ellos manejó autonomía e independencia sobre sus fueros, todos se articularon bajo la sigla Agc para conformar una fuerza armada que se mostraba como la dueña de todo el poder criminal desde Yarumal y Valdivia; pasando por Tarazá, Cáceres, Caucasia, El Bagre, Nechí y Zaragoza, hasta llegar a los municipios cordobeses de San José de Ure, Ayapel, Montelíbano, Puerto Libertador y Tierralta.

Pero la combinación de una serie de sucesos que iniciaron a finales de 2016 y que van desde traiciones, reacomodos y ambiciones personales; pasando por los contundentes golpes que la Fuerza Pública ha hecho contra las filas gaitanistas, la llegada de grandes capitales provenientes de los carteles mexicanos, hasta llegar a los efectos colaterales del Acuerdo de Paz suscrito por el gobierno de Juan Manuel Santos con la extinta guerrilla de las Farc, fracturó violentamente dicha confederación criminal, dando lugar a una confrontación armada aún más férrea que la registrada en la región entre 2008 y 2011.

Según datos de la Unidad Nacional de Víctimas, en Cáceres y Tarazá se concentra el 81% de los desplazamientos de este año en el departamento, y las tasas crecieron  560% en el 2017 y un 491% en el 2018.

En octubre pasado ya habían sido atendidas 12 mil 158 personas en situación de desplazamiento, casi el doble de las atendidas en el mismo periodo del 2017, cuando fueron atendidas 6 mil 122 personas. Solo en noviembre del año pasado, la Secretaría de Desarrollo Social de Medellín reportó 5 mil 583 personas de Puerto Valdivia, Cáceres y Tarazá que declararon ser víctimas de desplazamiento forzado y llegaron a la ciudad en busca de ayuda humanitaria.  

Durante el 2017, las familias campesinas que viven de los cultivos de coca limitaron la siembra de esta planta y se comprometieron con el modelo de sustitución voluntaria, pero todo lo que debe pasar para que esto ocurra en el territorio no funciona. Los terrenos para la sustitución de cultivos de coca, vinculados al PNIS, son el escenario principal de riesgo de las comunidades rurales en los municipios de Tarazá y Cáceres, donde se incrementó hasta en un 500% el cultivo en los últimos dos años, según cifras de Undoc. Algunos expertos ya hablan de que el Bajo Cauca sería el segundo mar de coca del país, después del Catatumbo.

 

El río borra todas las huellas

Hace unos días, en febrero, en una audiencia pública ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), quienes hablaron a nombre de las organizaciones de la sociedad civil hicieron énfasis en cuatro puntos para tener en cuenta en la búsqueda de personas desaparecidas: la importancia de fortalecer una política de búsqueda; la urgencia de proteger los cementerios y sitios irregulares de inhumación; la participación efectiva de las víctimas en el proceso de búsqueda, identificación y entrega digna de los cuerpos de sus seres queridos; y los retos que afronta la recién creada Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), constituida bajo el Acuerdo de Paz con la guerrilla de las Farc.

Mientras la Ubpdd se pone en marcha y articula todas las capacidades del Estado para dar respuesta a los familiares de las víctimas de desaparición forzada, Leiderman Ortiz concluye que en esta región hay una verdad que todos se tragan con amargura: “En el río muchas personas encontraron la muerte definitiva. Por mucho que un bandido diga a quién mató, nunca van a encontrar su cuerpo. Para las madres es un duelo eterno. El río borra todas las huellas”.