Wuasikamas: de la amapola al café

La comunidad Inga abrió su primera tienda de café con sabor a paz en el barrio La Candelaria, de Bogotá. Por: Jasmin Karina Gómez Fattah*

La comunidad Inga, empobrecida y casi exterminada por el conflicto armado, el narcotráfico y las fallas de la naturaleza, se resiste a morir. Hoy son una leyenda de casi 4.000 indígenas que lograron lo que el glifosato no, la erradicación de cultivos de amapola y la sustitución por cultivos de café. Así, los Inga hoy en día celebran haberse ganado un premio internacional, el abrir su primera tienda en Bogotá y el estar próximos a incursionar en el mercado internacional con un café que sabe a paz. 
 
El pueblo Inga, asentado en el municipio Tablón de Gómez, Nariño, es una de las muchas comunidades olvidadas que tiene Colombia. En este resguardo, que cruza los departamentos de Nariño, Cauca y Putumayo y donde no hay casi vías, servicios públicos, escuelas y trabajo, la amapola imperó desde los años 90. Desde 1994, el territorio de casi 23.000 hectáreas, extensión proporcional al departamento de Boyacá, se convirtió en el principal productor de amapola del país. 
 
El lucrativo negocio de cultivo y transformación del opio en heroína atrajo a la región desde los años 80 a grupos guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes. Las montañas se tiñeron de rojo, no solo por la colorida flor de amapola, sino por la ola de violencia generalizada que dejó al pueblo Inga al borde de la extinción. “Entre 1991 y 2003 fue la época fuerte de los cultivos ilícitos. De acuerdo con censos, el número de personas muertas que nos dejó fue un saldo de 120 personas, entre apenas 900 familias”, cuenta Hernando Chindoy, presidente del Tribunal de Pueblos y Autoridades Indígenas del suroccidente colombiano.
 
La comunidad Inga recibía por cuenta de los cultivos de amapola entre 4.000 y hasta 8.000 millones de pesos por semana. “El dinero se iba en alimentación y en vicios como el licor. Llegaba mucho dinero, pero la gente no superaba la pobreza, no había avances en educación ni en salud, no se veía el fortalecimiento de territorios productivos, no se mejoraban las carreteras, era un estado de miseria”, agrega Chindoy. 
 
Ya para enero de 2003, luego de una larga lucha para que el territorio fuera declarado como resguardo ante el antiguo Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), hoy Agencia Nacional de Tierras, la comunidad Inga se reunió para hablar y reflexionar sobre sus actividades fruto de la ‘Madre Tierra’. “Nosotros sin querer, tal vez por excusarnos en la pobreza y como justificación para vivir, de manera indirecta éramos cómplices del dolor que esos productos generaban en la gente. Esa energía terminaba devolviéndose para con nosotros y mataba el territorio, porque cultivando amapola se esteriliza el suelo”, afirma el líder indígena. 
 
El 22 de julio de ese mismo año, el Incora expidió la resolución número 013, que constituyó 17.500 hectáreas de páramos, montañas y espejos de agua como área sagrada. Este reconocimiento le permitió a la comunidad Inga exigirles a los grupos armados ilegales salir de sus territorios e iniciar la reconstrucción del tejido social. La sustitución voluntaria de cultivos ilícitos de amapola trajo consigo el proyecto productivo ‘Wuasikamas’, café gourmet de altura, que traduce al español “guardianes de la tierra”. 
 
Sin embargo, la prosperidad que trajo el café casi que se vino abajo 12 años después, cuando una falla geológica sacudió el territorio y arrasó con la escasa infraestructura de la comunidad Inga, aumentando así su condición de vulnerabilidad. Las prominentes grietas amenazaron con destruir todo e hicieron evacuar a la población de sus viviendas y habitar escasos refugios temporales. Pocos meses despúes, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) le otorgó a la comunidad el Premio Ecuatorial 2015 por su iniciativa de “triple beneficio”, pues su proyecto Wuasikamas presentó avances económicos, sociales y ambientales para la comunidad, distinción que los hizo reponerse de la tragedia y seguir adelante. 
 
 

Deléitese con el café Wuasikamas sin salir de la ciudad 

Desde que la comunidad Inga dejó de cultivar la amapola, su principal fuente de ingresos es el café Wuasikamas, que se caracteriza por ser orgánico, suave, de aromas cítricos y con una maduración especial alcanzada gracias a la zona donde se cultiva. Inicialmente, empezarón a vender el emblemático café, considerada la bebida de los dioses andinos, en Pasto, pero hace pocos meses abrieron su primera tienda en La Candelaria, ubicada exactamente en la carrera 4 #12B – 27. Un lugar que, además de contar una historia de superación del conflicto armado y del narcotráfico, es atendido por los mismos miembros de la comunidad de lunes a viernes de 10:00 a.m. a 9:00 p.m. y sábados de 10:00 a.m. a 6:00 p.m. 
 
Una libra (454 g) de café tostado o molido vale 35.000 pesos, media libra (250 g) de café molido cuesta 25.000 pesos, un cuarto de libra (125 g) de café molido está a 15.000 pesos, y una taza de café vale $3.500 pesos. Asimismo, en apoyo a otras comunidades indígenas de la región y bajo la modalidad de economía colaborativa, en el lugar también se ofrecen productos como panela, artesanías y pastelería.
 
El 40 % de las ventas es destinado para la reconstrucción de Aponte, que todavía sigue afectado por la falla geológica que los sacudió en 2015.

 

Un producto con sello de exportación

Gracias al reconocimiento que le otorgó el PNUD a la comunidad Inga, Wuasikamas se visibilizó a nivel internacional, y compradores de distintas partes del mundo han visitado el municipio Tablón de Gómez para adquirir el icónico café. El Premio Ecuatorial no solo realzó sus luchas, sino que también empoderó a los Inga para proyectarse en el mercado internacional. En promedio producen 320 toneladas de café al año, pero su capacidad productiva para exportar es de hasta 1.000 toneladas de café. 
 
El pasado mes de agosto, la Superintendencia de Industria y Comercio le otorgó a Wuasikamas el registro de marca. Por su parte, la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia les concedió el Registro de Exportadores de Café. “Tenemos acercamientos en Santiago de Chile, ya estamos trabajando para abrir una tienda allá. También queremos abrir una tienda en Madrid, Quito y Ciudad de México, si no podemos este año, el año entrante tenemos que hacerlo”, afirma con entusiasmo Hernando Chindoy.
 
*Estudiante de Periodismo y Opinión Pública de la Universidad del Rosario. Para ver la galería de fotos, de clic aquí.

Actualizado el: Jue, 10/03/2019 - 01:27

"El 14 de junio de 1988 sacaron a mi papá de la casa": Arelís Hincapie

En la vereda El Topacio en el municipio de San Rafael Antioquia, entre el 12 y 15 de junio de 1988 llegaron paramilitares con presunto apoyo del Ejército. Asesinaron a 18 mineros a machetazos y los arrojaron al río Nare. Arelís Hincapie, hija de Julio Arturo Hincapié, cuenta la historia de la desaparición y muerte de su padre.

“Tenía 14 años cuando se llevaron a mi padre. Nosotros trabajábamos en la mina y estabámos acostumbrados a ver al Ejército cuando cerraban las compuertas del río Nare en épocas de verano. No fue raro verlos una semana antes de la desaparición de los 18 mineros, pues creíamos que venían a ver cómo estaba el nivel del agua del río. Pero unos días antes del 14 de junio nos citaron y nos amenazaron. Hicieron preguntas que no sabíamos responder. Iban a ahogar a uno de los compañeros para que habláramos si había guerrilleros o si había gente enterrada en el río.  

Era el Ejército. Nosotros conocemos las insignias de ellos, además, no estaban encapuchados. Uno de ellos al final dijo: “No les preguntemos más a estos hijueputas. Ellos no van a decir nada al Ejército. Pero si metemos unos 100 paramilitares, cantan porque cantan”, y con los dos dedos se tocó las insignias. Antes de irse y en medio de la lluvia sacaron una hoja grande con muchos nombres.

 

Pasaron algunos días cuando volvíamos a la casa de la mina y vimos en el monte al Ejército. A la 1 de la mañana del 14 de junio de 1988 sacaron a mi papá de la casa. Yo dormía al lado de la cama de mis papás cuando escuchamos los ladridos del perro. Después algunos golpes en la puerta y empezaron a gritar el nombre de mi padre: Julio Arturo Hincapié. Él no salía, entonces nos avisaron que iban a contar hasta 10 y si no salía iban a ametrallar la casa. Yo moví a mi papá y él con su pie me contestó que ya había escuchado. Mi papá quitó el pasador de la puerta, que era un clavo grande. Salió con la linterna en la mano. Lo último que escuché fue: “A luz apagada. No le va a pasar nada. Solo queremos que el comandante le haga unas preguntas”.

 

Al otro día me quedé en la casa esperando que papá regresara. Mis hermanos salieron a buscar y a mirar qué había pasado. Al rato volvieron y me dijeron que teníamos que irnos. Muchas de las familias estaban esperando en la carretera para irse porque la noche anterior les habían sacado a sus hijos y esposos. Cogimos para el pueblo y a la semana empezaron a llegar partes de cuerpos.

Lo que escuchamos en ese momento fue que los habían matado y los habían echado al cauce del río. Digo cauce porque estaba seco pero en ese instante soltaron la compuerta para que el agua se los llevara. Cuando empezaron a aparecer, lo que hicimos fue enterrarlos. Llenamos siete ataúdes como se iban llenado con troncos, pies, manos…

Después de la masacre no solo nos tocó perder a mi padre y abandonar la casa. Nos tocó pasar hambre y necesidades. Perdimos todo. Qué podíamos hacer si lo único que sabíamos era trabajar en la mina y sembrar. Adaptarnos a una ciudad fue difícil. Hice un curso de confecciones porque era lo unico que podia hacer sin haber estudiado.

Le doy gracias a Dios por estar viva. La vida vale más que cualquier cosa. A pesar que no hemos recibido ninguna reparación. Al principio nos tocó cambiar de abogado porque lo amenazaron y nos dijo que no dijéramos nada porque íbamos a correr la misma suerte que mi papá.Después de muchos años estamos volviendo a contar lo que pasó. Pude volver a San Rafael a desenterrar los cuerpos para que la Fiscalía logre identificar la identidad de las víctimas. Ahora estamos esperando que nos entreguen a mi papá”.

Actualizado el: Jue, 10/03/2019 - 01:26

Masacre 16 de Mayo de 1998: dos décadas buscando la verdad y la reparación

Hasta el momento se han encontrado 10 cuerpos de los 25 desaparecidos. Las familias de las víctimas siguen exigiendo justicia.

Tras 20 años de la incursión paramilitar en Barrancabermeja, los familiares de los 25 desaparecidos y 7 asesinados siguen reclamando la verdad de lo que pasó ese 16 de mayo de 1998.

El máximo jefe de las Ausac, Guillermo Cristancho Acosta, alias ‘Camilo Morantes’, jefe de las Ausac, perpetró la masacre para demostrar su poder en la zona y sacar a la guerrilla del negocio del contrabando de gasolina.  Asesinó a cinco personas y retuvo a 25 más por varios días, de los barrios El Campín, El Divino Niño, El Campestre y María Eugenia.

Un paramilitar desmovilizado, en las audiencias de Justicia y Paz, señaló que se había equivocado a la hora de señalar a las víctimas y que la mayoría no eran informantes de la guerrilla del Eln. De Igual manera, por varios testimonios de excombatientes se conoció la participación de la fuerza pública en la masacre. Carlos Castaño en 1999 mandó matar a ‘Camilo Morantes’, y así unir a las Ausac con el Bloque Central Bolívar y tener presencia en el territorio petrolero.

Para Jaime Peña, padre de Jaime Yesid Peña Rodríguez, un estudiante de 17 años de edad conocido en Barrancabermeja, por sus habilidades de artista y pintor, recuerda que tras 20 años de la masacre no se ha avanzado en materia de verdad, reparación, justicia y garantías de no repetición.

En cambio para él, el proceso ha sido difícil y de poca voluntad por parte del Estado. “Las investigaciones avanzan hasta que los resultados dan con un alto funcionario de la fuerza pública y empieza a dilatarse el proceso”, afirmó Peña, representante del Colectivo 16 de mayo, un colectivo creado por las familias de las víctimas para exigir justicia, reparación y llevar procesos de memoria.

Tras instalarse la Jurisdicción Especial para la Paz, algunos militares y policías involucrados en los procesos judiciales de la masacre solicitaron acogerse a los beneficios otorgados por la JEP, según el Colectivo de abogados José Alvear Restrepo.  El 9 de abril del 2018 se suspendió la orden de captura al Coronel Joaquín Correa López, quien fue llamado a juicio por la masacre del 16 de Mayo, ya que era el era el comandante de la Policía del Magdalena Medio en 1998.  De igual manera, el exparamilitar Mario Jaimes Mejía, alias ´El Panadero’ solicitó postularse a la JEP, pero esta fue rechazada al ser expulsado de Justicia y Paz. Hasta el momento existen 22 paramilitares juzgados y condenados por la masacre.

En los últimos seis meses se han aplazado las audiencias de ampliación de prueba, lo que ha perjudicado a las familias de las víctimas. “Como Colectivo recogemos entre 4 mil y 6 mil pesos para viajar la Fiscalía de Bucaramanga a la audiencia de dos días, y cuando estamos allá, el magistrado nos informa que la audiencia se aplaza para el siguiente mes.Esperamos que la audiencia del 21 y 22 de mayo si se haga” afirmó Jaime Peña.

En materia de reparación, las familias de las 33 víctimas exigen una verdad que incluya a todos los responsables. “Nosotros no estamos esperando que nos den un cheque por mil millones, sino que queremos saber quién de la fuerza pública estuvo involucrado”, dice Peña.  El líder social agrega que le piden a la justicia establecer el papel de Ecopetol en la masacre, ya que dentro del proceso la Fiscalía ordenó la detención de José Eduardo González, quién en su momento, era el subjefe de seguridad de la refinería

Hasta el momento se han encontrado los restos de 10 personas, de las cuales 8 ya fueron identificadas y 2 se encuentran en custodia en Medicina Legal desde el 2008. Tras 10 años no se ha podido determinar la identificación de los restos óseos, ya que pertenecen a la misma familia. 

Para el Colectivo 16 de mayo, la justicia y la reparación a nivel estatal no es ha cumplido. Por ello,  en 2003 radicaron una demanda contra el Estado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la cual fue admitida, pero fue solo hasta el 2016 que el Tribunal Administrativo  de Santander responsabilizó al Estado por la masacre.

El colectivo espera que la  CIDH  haga el pronunciamiento para que el caso sea llevado a la Corte  Interamericana de Derechos Humanos y esta, de como responsable al Estado, no por omisión de los hechos sino como responsable de lo ocurrido en Barrancabermeja. “Es la única y última esperanza que nos queda de Justicia, porque lo demás lo vemos imposible”, sentenció Jaime Peña. A la fecha, el Colectivo 16 de mayo en cabeza de Jaime Peña siguen esperando que se encuentren los 15 cuerpos de las víctimas.  

Ver más información de la masacre

Actualizado el: Jue, 10/03/2019 - 01:25

Juntos por la memoria: carta a nuestra comunidad

Desde el 18 de abril al 15 de junio tendremos abierta una campaña de crowdfunding, con la que buscamos recaudar al menos 12 millones de pesos que nos permitan asegurar el funcionamiento administrativo que necesita la fundación que ampara el proyecto. Los invitamos a que nos apoyen, juntos por la memoria, para seguir fortaleciendo a Rutas del Conflicto.

El pasado 20 de marzo, Rutas del Conflicto cumplió cuatro años de su lanzamiento en Internet.  En este corto tiempo, el proyecto se ha consolidado como un medio alternativo que busca contar la historia del conflicto armado desde las voces de las víctimas en las regiones más afectadas por la violencia, al mismo tiempo que explora nuevas herramientas digitales para documentar una guerra que sigue siendo ajena para la mayoría de la gente.

Durante estos cuatro años hemos recogido decenas de testimonios que han tejido lazos entre las frías cifras de un conflicto que se volvió paisaje y las historias de vida de las víctimas que tienen tanto que aportar a esa memoria colectiva que aún está por escribirse.

El valor de estos relatos, sumado al trabajo documental de Rutas del Conflicto, ha servido para que jueces tomen la decisión de restituir tierras a campesinos y para que funcionarios del Estado reconozcan los derechos de víctimas de masacres. En otros casos, simplemente, hemos sido el altavoz de historias de dolor y superación de quienes han querido aportar sus vivencias para construir una verdad más incluyente.

En este trabajo también nos hemos encontrado con usuarios que desde la academia y sus diferentes oficios han querido aportar en la exploración de nuevos formatos para contar el conflicto y aportar a la memoria. Frecuentemente, la información documentada en el proyecto ha servido de insumo en investigaciones de científicos sociales de varios lugares del mundo y estos trabajos se han convertido, en muchas ocasiones, en contenido del mismo portal. Hasta la fecha, más de 240 mil usuarios han consultado nuestro contenido en 172 países.

Estos contenidos son la suma de ese esfuerzo conjunto de periodistas e ingenieros que exploran nuevas narrativas, víctimas del conflicto que cuentan sus historias y usuarios que construyen información desde sus conocimientos.

Con esta particular manera de ejercer nuestro oficio, el proyecto ha tenido la enorme fortuna de recibir varios galardones nacionales e internacionales. En apenas cuatro años, ganamos un premio mundial de periodismo y hemos recibido reconocimientos en premios nacionales y latinoamericanos.

El reconocimiento al trabajo también nos ha permitido construir alianzas con otras organizaciones para seguir documentando el conflicto armado desde perspectivas más amplias. En la actualidad, por ejemplo, trabajamos junto al proyecto Colombia2020 de El Espectador en un proyecto que buscar medir el avance del proceso de reincorporación a la vida civil de los excombatientes de las Farc y documentar en una base de datos pública información contrastada de los asesinatos a los líderes sociales tras la firma del Acuerdo de Paz.

También trabajamos junto a la organización de periodistas Consejo de Redacción, en la construcción de una base de datos de ríos en los que víctimas del conflicto buscan a sus familiares desaparecidos. Y al lado del portal Verdad Abierta, construimos una herramienta que permita ver la relación entre la acumulación de tierra y la violencia en el país.

Además, con la Universidad del Rosario, que ha sido una aliada clave en estos cuatro años, trabajamos en la edición de un libro con testimonios de sobrevivientes de masacres. Esto por mencionar algunos ejemplos.

En Colombia cada vez es más frecuente la aparición de proyectos como el nuestro, emprendimientos de periodistas que han buscado crear un espacio en el que puedan investigar con profundidad y tiempo, en el que puedan experimentar nuevas maneras de contar historias que safisgafan su vocación de servicio público. Así han nacido proyectos similares en muchos aspectos a Rutas del Conflicto.

Sin embargo, recorrer este camino no ha sido fácil. Como todos los nuevos medios digitales, y más específicamente como un proyecto alternativo que cubre este tipo de información, nuestra financiación se ha convertido en todo un reto. Para preservar un alto grado de independencia, no recibimos dinero de publicidad, sino que buscamos la financiación de nuestros proyectos en las subvenciones de organizaciones sociales internacionales y en los aportes de ustedes, nuestra comunidad.

Desde el 18 de abril al 15 de junio tendremos abierta una campaña de crowdfunding, con la que buscamos recaudar al menos 12 millones de pesos que nos permitan asegurar el funcionamiento administrativo que necesita la fundación que ampara el proyecto. Los invitamos a que nos apoyen, juntos por la memoria, para seguir fortaleciendo a Rutas del Conflicto.

 

Actualizado el: Jue, 10/03/2019 - 01:25

Bella
Mujeres de base

Angustia y ganas de llorar. Eso fue lo que sintió Bellanir Montes al subir a la flota que la llevaría al lugar de encuentro de mujeres de base por la conmemoración del día de la mujer trabajadora. Era el 6 de marzo del año 2011 y acababa de hablar con su hija Nayibe, quien se encontraba en su casa en el barrio El Tesoro de Ciudad Bolívar.

- “¿Ya salió por ahí a pasear?, ¿ya se consiguió un novio mamita?”


Le preguntó Nayibe a Bella, a la vez que le contaba sobre su día y sobre sus nietos.
Bellanir y Nayibe eran, además de madre e hija, amigas muy cercanas y lideresas de la
localidad en la defensa por los derechos de las mujeres. Ese día, antes de subirse a la flota,
Nayibe le repitió un sueño que había tenido varias veces:


Es un sepelio y ustedes todos lloran (...) yo no sé quién será porque yo soy la que está
viendo el sueño (…) yo paso y eso son una mano de flores mami, de esas que huelen de
noche (…) de las que tiene mi abuela, orquídeas de esas que me gustan a mí y son divinas, y
huelen, y yo camino por ese callejón. Y es que es chistoso, el ataúd yo lo veo allá al fondo
(…) yo camino y cuando llego al ataúd, me despierto. Y nunca he podido ver quién es el
muerto (…)


Toda su vida creyó en los sueños, “era agüerera” dice Bellanir, y al despedir a su madre le
dijo que se cuidara, que en la casa se podía morir cualquiera menos ella.


- Si mi mamita se muere toca enterrarnos contigo. Yo le pido a Dios que nunca nos dé ese
chicharrón de enterrarte. Yo me muero primero.
- Claro y me deja el chicharrón a mí.
- Claro, porque tú eres como Popeye, fuerte; en cambio yo no.


Al momento en que hablaron por teléfono eran más o menos las 10 de la noche, Nayibe
todavía tenía que comprar comida para sus hijos y prometió llamar a Bella cuando
volviera. Esa noche de marzo, al salir de su casa, Nayibe escuchó gritos que provenían de
un balcón en la cuadra del barrio. Era John Jairo, su vecino (un paramilitar desmovilizado),
quien estaba lastimando a una mujer. Hace días la maltrataba y, Nayibe, con la

sensibilidad heredada de su madre y su trabajo en pro de las mujeres, alzó su voz en
protesta frente a un hecho que se repite a diario en el país.


- ¡Déjela que la va a matar! gritó ella.


Embriagado y colérico, Jhon Jairo bajó las escaleras que conducen de su casa a la calle y la
enfrentó.


- “No sea sapa”, “¿quiere que la haga comer tierra?”


Pero antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Nayibe ya había sido atravesada por una
bala en la frente.


Bellanir dice que el sueño que visitó a su hija durante tantos días era el de su propio
sepelio. Tenía 26 años, era trabajadora social de la Universidad Distrital y madre de tres
hijos.

La historia de Nayibe Reyes Montes suma a la insondable cifra de feminicidios en nuestro
país. Estas situaciones de violencia tienen su origen en aspectos simbólicos
profundamente arraigados e incluso normalizados en nuestra cultura. Las relaciones entre
hombres y mujeres han establecido estereotipos que relegan a estas últimas a una
posición inferior ante los hombres. Se las relaciona con trabajos o roles pasivos o privados
como la maternidad, la limpieza, el cuidado de los niños, ser ‘ama de casa’, con lo cual las
actitudes hacia ellas generan escenarios de inseguridad y sumisión. Comportamientos
como estos se reflejan también en escenarios estructurales o institucionales, al no
reconocer el potencial de las mujeres en el plano político y en general en espacios
públicos.


Hoy 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, hacemos un reconocimiento a las mujeres
que como Nayibe, se nos adelantaron en el camino, y a las que, como Bella, continúan
creyendo profundamente en sí mismas y en su trabajo y por lo mismo sobresalen en todas
las dimensiones de su cotidianidad. Ellas resaltan el valor de las mujeres como agentes
activas de transformación, participación y construcción para la paz, a la vez que re-
significan el rol privado de las mujeres y lo conectan con la esfera pública con acciones
como la representación y el fortalecimiento de las madres comunitarias y la red de
mujeres en Ciudad Bolívar.

El asesinato de Nayibe Reyes Montes nos revela además un escenario sobre el cual no
hemos debatido ni reflexionado a profundidad: los barrios periféricos como territorios en
donde confluyen distintos actores del conflicto por la falta de planeación gubernamental y
de oportunidades, así como por la ausencia de procesos estructurados de reinserción a la
vida civil de excombatientes y desmovilizados, que permitan transitar hacia la
reconciliación y evitar la repetición de la violencia.


Así pues, el reto de la construcción de la paz sigue vigente y es por demás mayúsculo
desde muchos aspectos: ¿cómo reconocer la violencia contra las mujeres desde nuestras
actitudes cotidianas para así transformar y disminuir dichos escenarios? ¿Cómo asegurar
el desarme cuando no hemos entendido los aspectos violentos de nuestra cultura a nivel
local? ¿Qué significa reconciliarse y construir escenarios pacíficos “estables y duraderos”
en medio de nuestro contexto?

 

*Esta crónica corta (texto-audiovisual) se realizó en alianza entre Rutas del Conflicto y la Fundación Artesa para el desarrollo cultural, educativo y social, como parte inicial de un proceso de cartografía audiovisual junto a las lideresas de Ciudad Bolívar.

   

Actualizado el: Lun, 10/07/2019 - 12:52

Cadencias de la Memoria

 Memoria y música sobre la guerra y la paz en el Caribe Colombiano

Las zonas periféricas han sido los escenarios de la violencia más cruenta en Colombia, y a la vez, las cunas de grandes ritmos musicales. Por eso no es descabellado que en estos lugares existan expresiones musicales que cuenten el conflicto armado vivido en los territorios y encierren la esperanza de la paz. Estas son historias como las de Puerto Escondido, Córdoba, y Ovejas, Sucre. 

El objetivo del proyecto es divulgar en una plataforma multimedia la forma en la cual diferentes comunidades afligidas por el conflicto armado en Colombia construyen memoria sobre la guerra y la paz con iniciativas musicales. Inicialmente, han sido documentadas las historias de los pueblos costeños de Puerto Escondido y Ovejas. Explore aquí la plataforma multimedia.

Cadencias de la Memoria nació como el trabajo de grado de dos periodistas de la Universidad del Rosario, en Bogotá. María Margarita Rivera, la directora audiovisual del proyecto, y Juan Gómez, subeditor en Rutas del Conflicto.

Los autores consideran que un trabajo multimedia que se preocupe por la divulgación narrativa de cómo por medio de la música comunidades víctimas construyen memoria es relevante, pertinente y aporta desde el oficio periodístico.

Rivera y Gómez explican que en Colombia no existe una memoria homogénea sobre la guerra, más bien ocurren procesos de sanación al interior de poblaciones específicas. Los intentos periodísticos por integrar en una misma investigación las historias y manifestaciones de diferentes poblaciones significan un primer paso en la búsqueda de nuevas narrativas de memorias colectivas.

La siguientes son algunas de las piezas que podrá explorar en Cadencias de la Memoria.

La memoria tiene cinco huecos:

El bullerengue es resistencia:

Actualizado el: Jue, 10/03/2019 - 01:23

Ruta a la memoria: el conflicto en cifras en 1997

Hace 20 años el país vivía el escalamiento de la violencia paramilitar y guerrillera en casi todo el país.  Mientras los paramilitares de la casa Castaño seguían expandiendo su poder  a zonas claves para el narcotráfico con decentas de masacres, las Farc aumentaron los ataques contra poblaciones y bases de la fuerza pública y el secuestro indiscriminado. Dos visualizaciones realizadas por integrantes del semillero de Rutas del Conflicto en la Universidad del Rosario le muestran qué ocurrió con las masacres y las tomas guerrilleras durante ese año.

 

Por: Santiago Corredor y Kimberly Vega

 

Tomas guerrilleras

En 1997, según cifras publicadas por el Centro Nacional de Memoria Histórica, se registraron 59 tomas guerrilleras a poblaciones en Colombia. Del total, las FARC participaron al menos en 44 de las 59, en algunas siendo el principal victimario y en otras participando como aliado de otra guerrilla.

En el mismo año, 20 de los 32 departamentos del país sufrieron este tipo de ataques. En Cauca se registraron 11 tomas, siendo el departamento con más registros. Le sigue Cundinamarca con nueve y Meta con seis. Explore el siguiente mapa donde se evidencia el desarrollo de las tomas guerrilleras en el país durante ese año.

Masacres 1997

En este año se cometieron 110 masacres. En Antioquia se perpetraron 46, siendo lugar donde más incursiones de este tipo se ejecutaron. Pero además, también es el departamento donde más víctimas en el año se registraron, en total 263. 

Según el CNMH, la masacre de 1997 con más víctimas fue la de Mapiripan, Meta. 46 fueron las víctimas de esta incursión paramilitar, en la que participaron las Autodefensas campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). Es importate resaltar que en otras fuentes no se aclara el número total de víctimas de la masacre, debido a que se desconoce si fueron más las personas asesinadas.

En total los grupos paramilitares cometieron de las 85 de las 11 masacres durante este año. Explore el siguiente mapa interactivo sobre las masacres cometidas en 1997.

 

Actualizado el: Jue, 10/03/2019 - 01:23

Patascoy: la fría madrugada (segunda entrega)

Soldado advertido...

Según relata Moncayo, el Ejército había sido informado de la ubicación de un campamento de las FARC a 7.5 kilómetros del municipio de Santiago (Putumayo). Estimaban que 450 guerrilleros estaban organizados allí. “Posteriormente, me enteré de que la guerrilla venía recolectando información para realizar la toma, desde un año y medio atrás. Entonces no era cuestión de 6 meses, era un trabajo que llevaba mucho tiempo”, cuenta el militar.

De acuerdo con el exoficial Rojas, aunque “al Ejército le cueste reconocerlo, las FARC no operaban como simples bandoleros, sino que configuraban un ejército con doctrinas y prácticas rigurosas”. Por medio de un comunicado en 1994, ya habían amenazado con tomarse la base de Patascoy. Estos anuncios, según Rojas, formaban parte de una estrategia de combate del grupo armado, que se denomina “amaga y crea incertidumbre”, y que fue determinante en el caso de Patascoy: “Se trata de hacer advertencias de ataques que nunca se efectúan, hasta que uno da por hecho que no va a pasar. La tropa se confunde, se confía”.

En el cerro, meses antes de la toma, las advertencias incumplidas se repetían constantemente. Incluso vecinos de la zona alertaron a los militares sobre personas extrañas que estaban investigando el sector. A este aviso no se le prestó atención prioritaria por parte del Ejército, a pesar de que se conocen dos informes de inteligencia de la Tercera Brigada, en donde se explicaban las fallas y medidas que debían ser adoptadas en la base frente a una inminente situación de peligro.

El comandante Álvaro Ruiz fue encargado del Batallón Boyacá hasta el 15 de diciembre, seis días antes de la toma. Según dictaminó el Consejo de Estado en el 2014, aunque “hizo entrega de su cargo y abandonó las instalaciones, demostró su responsabilidad por culpa grave, debido a que advirtió la falta de un verdadero plan de seguridad de la base, las severas fallas de orden táctico, bienestar del personal allí acantonado y seguridad, pero no tomó las medidas pertinentes de protección”. En suma, tampoco informó formalmente a su sucesor, el teniente coronel Víctor Burgos, sobre lo que estaba ocurriendo.

Hugo Ibarra Delgado, quien había prestado servicio militar en el Batallón, corrobora los señalamientos del Consejo de Estado. “La forma de vida es inhumana, porque es un lugar inhóspito, porque es muy helado. Ahí se han muerto soldados, uno subiendo encuentra las cruces de los que han muerto por hipotermia. Es un lugar que no es de fácil acceso, allá se aguantaba hambre porque no llegaba rápido la alimentación, estábamos prácticamente solos”, contó el soldado al Consejo.

 

La base de Patascoy se construyó, según el informe de peritaje ordenado y realizado tras lo hechos, en una infraestructura ya establecida por sectores comerciales y contaba con capacidad únicamente para quince soldados, no para un pelotón, como se tenía planeado en el protocolo de contraataque.

Además, según recuerda Pablo Moncayo: “15 o 20 días antes del ataque habían sucedido tormentas eléctricas que golpearon las trincheras, de aproximadamente ocho metros un relámpago destruyó cinco. Y, en la parte de atrás de la base, había un campo minado que servía de línea defensiva. El campo fue alcanzado por un relámpago y de 60 minas, dejó en funcionamiento solo 20”, lo que también facilitó el acercamiento de los guerrilleros a la base.

Por su parte, el teniente coronel Burgos, quien se encontraba en el Batallón desde el 12 de diciembre, también tuvo acceso a un comunicado dos días después, en el que se informaba de la presencia de 200 miembros de las FARC cerca de la base militar. Pese a que hizo una inspección aérea el 20 de diciembre y ordenó que el plan de acción “Operación Dragón” se ejecutara a partir del día 30 de este mismo mes, no acató ninguna medida efectiva frente a la amenaza directa.

Además, el fallo del Consejo de Estado establece que no tenía actitudes de mando, lo cual “explica el alto grado de indisciplina del personal que integraba la base, evasiones frecuentes de soldados e incluso de suboficiales, consumo de estupefacientes y exceso de confianza”.

El Estado: responsable de la toma

En 1998, los familiares de los oficiales Mauricio Hidalgo, Edwin Caicedo y Carlos Bermúdez, que murieron en combate, demandaron al Estado colombiano, al Ministerio de Defensa y al Ejército, por su responsabilidad en la muerte de los militares.

El Tribunal Administrativo de Nariño, en primera instancia en 2005, denegó las pretensiones de la demanda debido a supuesta falta probatoria, afirmando que el hecho había sido cometido por un tercero: la guerrilla de las FARC. De acuerdo con Jaime Santofimio, ponente del fallo final del proceso, “un deber constitucional no puede entenderse como la negación de un derecho”. Algunos de los soldados que se encontraban en la base militar estaban cumpliendo con el deber constitucional de prestar servicio militar y el Estado, como garante, debía proteger su derecho a la vida.

En conflicto, tal como quedó precedente con la Sentencia 31250 del 20 de octubre de 2014, dictada por el Consejo de Estado, los soldados en servicio no dejan de ser considerados ciudadanos, es decir, el Estado debe garantizar sus derechos fundamentales y, en caso de que sean violados, deben ser entendidos como víctimas. En representación administrativa, el Ejército debió evitar el ataque.

“Fue, por lo tanto, la omisión protuberante, ostensible, grave e inconcebible del Estado de la que se desprende su responsabilidad, quien estaba en la obligación de ofrecer, por lo menos, una intervención proporcionada y adecuada a las circunstancias riesgosas creadas por él mismo, como se constató al afirmarse la inconveniencia de la existencia en ese lugar de la Base Militar”, indica el fallo.

¿Retiros voluntarios?

 

Los días posteriores a la toma de Patascoy fueron difíciles para los sobrevivientes. Vinieron interrogatorios, investigaciones, e incluso indemnizaciones que antecedieron retiros de las fuerzas militares.

Además, la presión de los altos mandos del Ejército, acusados por no suministrar la seguridad suficiente en Patascoy, fue tanta que derivó en amenazas contra los soldados, como contó uno de los sobrevivientes al ataque, que se abstuvo de dar declaraciones sobre el hecho.

El cautiverio

Para los soldados de menor rango el secuestro duró casi cuatro años. Sin embargo, Pablo Emilio Moncayo y Libio José Martínez pasaron a la historia como los militares con mayor tiempo en poder de las FARC, con más de 12 años retenidos.

Moncayo recuerda que, el día del secuestro, alias ‘El Paisa’ dijo que “al igual que pasó con los soldados de la toma de Las Delicias, que duraron nueve meses, también ustedes van a durar un tiempo hasta que el gobierno aceptara negociar. Pero se nos hablaba de meses, no de años”.

Describe también los primeros meses como de aceptación y adaptación al cautiverio. “Es una etapa muy dura, porque tiene uno que tratar de encajar en ese nuevo mundo, tratar de que las reglas tomen forma dentro de la vida de uno. Luego ya uno empieza a cogerle el tiro, le coge el ritmo a marchas, a la comida, al baño, a la seguridad, al movimiento limitado, a que no puede hablar con los guerrilleros, etc.”, señala el sargento retirado.

El 24 de marzo de 1998, tres meses después de la toma, las FARC dieron a conocer las primeras pruebas de supervivencia y los militares recibieron cartas de sus familiares. Para esa fecha, empezaban a sospechar que su cautiverio no duraría solo unos meses, como se les había prometido el día de su retención. “En una ocasión, en diciembre del 98, ‘El Paisa’ nos dice que debemos prepararnos para algo estilo Mandela, que duró 20 años o más retenido”, recuerda Moncayo.

Pese a la advertencia, los 16 soldados de menor rango regresaron a la libertad el 28 de junio de 2001, cuando el gobierno de Pastrana intercambió prisioneros de las FARC por militares secuestrados. La suerte para los suboficiales Libio Martínez y Pablo Moncayo, sería distinta. “La despedida fue muy triste. Hicimos una formación militar, intercambiamos unas cuantas palabras, les dimos algunos consejos y tuvimos que sostener y aguantar el impacto que nos producía esto”, rememora Pablo Emilio.

Dos meses después, ambos suboficiales fueron incluidos al grupo de cuatro policías secuestrados entre 1998 y 1999 en el Caquetá. Edgar Yesid Duarte Valero, Elkin Hernández Rivas, Álvaro Moreno y el sargento mayor Luis Erazo fueron sus compañeros durante casi ocho años más de cautiverio. Juntos recorrieron largos caminos entre los departamentos de Caquetá, Putumayo y Amazonas. En repetidas ocasiones encadenados, hasta el punto de generar parálisis en las piernas.

Los esfuerzos de negociación entre el Gobierno y las FARC fueron infructuosos. Mientras tanto, el profesor Gustavo Moncayo, padre de Pablo Emilio, recorrió el país desde Sandoná (Nariño), hasta Bogotá y, luego, hasta Venezuela, exigiendo la liberación de su hijo. Durante los doce años y tres meses de su secuestro, la familia de Pablo solo recibió cuatro cartas más.

El nueve de mayo de 2009, Moncayo fue separado de sus cinco compañeros por una comisión especial de la guerrilla que lo condujo por una caminata de casi un año. Durante ese tiempo, cuenta, “en unas 20 ocasiones fuimos bombardeados con morteros y en dos ocasiones con por la Fuerza Aérea”.

El 30 de marzo de 2010, gracias a una misión humanitaria liderada por el Monseñor Leonardo Gómez Serna y el gobierno de Brasil, Pablo Emilio regresó a la libertad. En el momento, agradeció los incansables esfuerzos de su padre, el profesor Moncayo por mantener el tema en la agenda mediática.

Su compañero de cautiverio Libio José Martínez, no corrió la misma suerte. Siguió retenido hasta el 26 de noviembre de 2011, fecha en que fue asesinado tras un intento de rescate. La muerte de Martínez, luego de trece años y once meses retenido, generó indignación nacional. Johan Steven, el hijo que Libio José nunca pudo conocer, se había convertido –junto con el profesor Moncayo– en un símbolo contra el secuestro en el país; y solo pudo ver a su padre el día de su sepelio en Ospina, un municipio nariñense ubicado a escasas tres horas del cerro de Patascoy.

Un prólogo al final

El 7 de diciembre de 1997, solo 14 días antes de la toma, algunos oficiales del Ejército se reunieron en el Batallón Boyacá, de Pasto, para celebrar la noche de las velitas. Según Rojas, en ese acto se encendió un cirio por cada uno de los militares que partirían al cerro de Patascoy, temido por sus bajas temperaturas. Entre los participantes sobresalía el teniente Mauricio Hidalgo, quien estaría al mando de la tropa que iba a custodiar la estación de comunicaciones del cerro helado.

Para la época, la situación de orden público en Colombia era alarmante. El primero de diciembre de 1997, un grupo de paramilitares se tomó el municipio de Dabeiba, ubicado al occidente de Antioquia. Con este, según el diario El Tiempo de esa fecha, se completaban 50 muertos en 10 días por parte de los grupos de “justicia privada”, como los denominaban en la época.

El 5 de diciembre del mismo año, el ELN dijo que los paramilitares estaban preparando un diciembre negro contra los guerrilleros. Un comunicado firmado por “El Cura Pérez”, “Gabino” y Antonio García, declaraba que las amenazas estaban ligadas a fuerzas políticas que querían facilitar la explotación de petróleo y carbón por parte de multinacionales. Así inició su declive militar, por lo que empezaron a replegarse en zonas montañosas.

Además, con la toma de Patascoy, se completaron cuatro ataques importantes por parte de las FARC en un mismo año: en febrero el de San Juanito (Meta) y en julio los de Arauca y Juradó (Chocó).

De las 32 velas que se encendieron ese diciembre de hace 20 años, la guerrilla apagó 10 en la arremetida a la base y desgastó 17 durante el secuestro de los militares. La última en consumirse fue, en 2011, la de Libio José Martínez, quee no logró sobrevivir y se convirtió en el retenido de Patascoy que más tiempo estuvo en poder de las FARC.

*Identidad modificada por seguridad de la fuente

Actualizado el: Jue, 10/03/2019 - 01:22

Patascoy: la fría madrugada (primera entrega)

Hace 20 años miembros de las FARC se tomaron la base de Patascoy, dejando 10 soldados muertos y 18 secuestrados. El ataque ocurrió en medio de un diciembre violento: el grupo, que habían arremetido contra guarniciones del Ejército, dio tres golpes más solo en ese mes. También, hubo seis ataques paramilitares, tres del ELN y dos del EPL.

Por: Lucía Chávez, Natalia Romero y Julián Ríos

Al sur oriente de los Andes nariñenses se levanta Patascoy, un cerro que alcanza los 4.200 metros de altura y se extiende por el límite de Nariño y Putumayo. En su cima se encontraba la estación de comunicaciones del Tercer Contingente del Batallón Boyacá, atacada por el Bloque Sur de las FARC el 21 de diciembre de 1997.

Aquella madrugada, la tierra cubierta por frailejones fue cedida a decenas de cartuchos de ametralladora, escombros de concreto y bombas fabricadas en tarros de avena. La mudez del páramo se transformaba en estruendos de explosivos y disparos que, escasamente, dejaban entreoír un grito: “Entréguense, no se hagan matar”.

Aunque la comunidad y la misma guerrilla habían hecho advertencias de un ataque a Patascoy, la toma fue sorpresiva. Los guerrilleros llegaron a la base militar alrededor de las dos de la madrugada, y comenzaron a disparar contra los militares que dormían en la estación.

Tras el ataque, diez de los 32 militares de la base murieron, 18 fueron retenidos y sólo cinco pudieron escapar con vida.

El ataque

Pablo Emilio Moncayo fue uno de los 18 militares secuestrados en la toma de Patascoy. Según recuerda, el 20 de diciembre fue un sábado normal. Se realizaron las actividades de rutina y se cumplió con las revistas y normas de seguridad establecidas en el régimen interno de la base.

“Se realizó el relevo del teniente Hidalgo, hacia las 2 a.m. Cerca de 10 o 20 minutos después, ocurrió la primera explosión en el techo, en el límite de la habitación donde dormían los comandantes. Era una habitación adyacente, en donde estaban todos los equipos de comunicación. Yo me tiré al piso, porque empezaron a caer latas incandescentes”, recuerda Moncayo.

Después de eso comenzó el combate: “Ocurrió una segunda explosión, sentí que fue del otro lado de la pared, dentro de la casa. Se derribó ese muro y me cayó encima. Yo quedé atrapado dentro de esa estructura. El resto de compañeros salieron y reaccionaron, intentando repeler el ataque, pero fueron minimizados por la cantidad de personas en contra”. Inmóvil bajo el muro, Pablo Emilio contó alrededor de 80 explosiones. “Podía escuchar las voces de los soldados, algunos malheridos, que llamaban a un cabo de apellido Cortés, el enfermero del batallón. Oí los lamentos, las explosiones, las balas y lo único que alcanzaba a ver eran destellos”, recuerda Moncayo.

Tras la ofensiva, los militares tomaron posiciones con lo que llevaban puesto. Incluso uno de ellos, el cabo Hugo Naranjo, emprendió la batalla sin tiempo para ponerse sus botas. Un soldado empezó a disparar desde la ventana de su habitación. “Otro de apellido Caicedo, estaba encargado de la ametralladora y repelió parte del ataque. Hacía el sur de la base, a unos 35 metros, queda la parte más alta del cerro, donde hay un nacimiento de agua. Al parecer, los guerrilleros emplazaron dos ametralladoras y empezaron a contraatacar. El soldado fue trozado en dos por el fuego”, señala Moncayo.

El combate era arduo y la tropa de las FARC superaba en número a la del Ejército. “Estaban en una relación de un soldado por cada cinco guerrilleros”, señala Rojas*, un oficial retirado que pertenecía al Batallón Boyacá y escuchó las primeras declaraciones de los sobrevivientes cuando llegaron a Pasto. “Las FARC tenían tiradores en puntos estratégicos y conocían los puestos de defensa de la base, por eso, antes de que llegara un soldado a su posición, caía un mortero de la guerrilla”, cuenta Rojas.

Con casi una decena de soldados heridos y otros ya muertos, se veía más cercana la rendición ante la guerrilla. En ese momento, el cabo Hugo Naranjo, acompañado de cuatro soldados más, emprendió la huida. “La ruta de escape partió desde la zona en la que se botaban las basuras y llevaba a un despeñadero. Naranjo, que iba sin botas, por poco se cae a un abismo en el afán de conducir a sus subalternos”, cuenta Rojas.

Esa madrugada la temperatura rondaba los diez grados bajo cero y la niebla espesa dificultaba el trayecto. De los cinco que escaparon, solo tres llegaron a Pasto. Como lo narró el periódico caucano El Liberal, el soldado Acevedo presentaba mayores dificultades para continuar la marcha, puesto que tenía esquirlas de granada en sus piernas y espalda. La situación fue tan grave que decidieron esconderlo “en un hueco hecho con las manos y, luego de cubrirlo con ramas de frailejón, le entregaron su fusil y la promesa de regresar a buscarlo”, publicó el diario.

Carlos Eduardo Bermúdez, uno de los que logró escapar, decidió guiar al grupo. Su gallardía para sobrevivir al ataque guerrillero no lo salvó de la geografía escarpada del cerro. “El soldado arrancó, y unos minutos después lo que se escuchó fue un grito, que paró cuando se estrelló con las piedras abajo”, narra Rojas.

Mientras los soldados Naranjo, Buitrón y Cancimanci intentaban encontrar el cuerpo de Bermúdez, arriba, en la cúspide del cerro, la guerrilla había tomado el control de la base. Eran casi las cinco de la mañana cuando los guerrilleros ayudaron a salir de entre los escombros a Moncayo, quien tenía unos rasguños menores, el tobillo derecho fracturado y dos disparos que rozaron su espalda. Lo ubicaron junto a los heridos de menor gravedad, bajo los paneles solares que alimentaban los equipos de comunicación. “Los heridos más graves fueron ubicados en un puesto específico y lo único que se les suministró fueron unas cobijas para que se protegieran del frío”, recuerda Moncayo.

En una conversación con Alfredo Molano publicada en El Espectador, uno de los sobrevivientes narró que los guerrilleros atendieron a los heridos de menor gravedad y remataron a quienes estaban en situación más crítica.

Aunque es unánime la crueldad del ataque de las FARC, las versiones sobre los actos de sevicia que cometieron los guerrilleros son contradictorias. “Cuentan que a mi teniente Hidalgo lo amarraron, le colocaron explosivos en los testículos y en el estómago y lo accionaron”, señala Rojas. Su relato es reafirmado por el entonces comandante de la Tercera División del Ejército, Eduardo Camelo, en entrevista con El Tiempo el 27 de diciembre de 1997. “El cadáver del oficial quedó diseminado. Esto no fue una acción de combate sino una cosa de bárbaros”, declaró el general.

Pablo Emilio Moncayo tiene un relato muy distinto sobre la muerte del teniente. “Hidalgo ingresó a la habitación donde yo estaba, alcancé a pensar que iba a ordenarme que comunicara el ataque a la base, pero la pared cayó sobre él y murió aplastado a los pies míos”, cuenta el militar.

Después de atender a los heridos les comunicaron que serían prisioneros de guerra. “Hacia las siete de la mañana, nos organizaron, nos pusieron guardias, como dos o tres a cada uno, y empezamos a bajar de la base hacia el campamento que ellos tenían”, recuerda Pablo Emilio. La ruta pasaba por la trocha del oleoducto trasandino hasta descender a la orilla del río Guamués, que bordea el cerro de Patascoy.

Entretanto, los soldados Naranjo, Buitrón y Cancimanci continuaron su trayecto de escape “hasta llegar a la localidad Santa Lucía, a eso de las 4:30 de la tarde del lunes 22 de diciembre, de donde fueron trasladados a Pasto a la medianoche”, como narraron al diario El Tiempo.

Días después de la toma, el Ejército interceptó una comunicación entre Jorge Briceño, alias ‘Mono Jojoy’ y otro guerrillero que se identificó como ‘VH’, en la que se reportó lo siguiente: “Bueno lo de Patascoy me tocó… hay 10 muertos, 18 prisioneros, 27 galil en poder de las FARC, dos M-798, dos morteros, otra cantidad de material de dotación y de intendencia, o mejor de guerra, y propios sin novedad…”

Vísperas en llanto

El 22 de diciembre, mientras muchos colombianos preparaban la celebración de navidad, en el Batallón Boyacá la situación era visiblemente dolorosa. Decenas de familiares se concentraron para averiguar la suerte de la tropa que custodiaba el cerro, pero la información todavía era incierta.

Inicialmente, el diario El Liberal registraba 22 soldados asesinados, tres heridos y 6 secuestrados, y señalaba que la toma había sido perpetrada por más de 300 guerrilleros. El Espectador sólo mencionaba que había 35 militares y que los guerrilleros eran más de 400. El Tiempo señalaba que como resultado del ataque quedaban 22 muertos, siete heridos y cinco desaparecidos.

En el Batallón también reinaba la incertidumbre. “Apenas llegué a preguntar por mis lanzas el brigadier me abrazó. El hombre estaba impotente, en parte porque sabía que había sido un error de los altos mandos”, recuerda Rojas, agregando también que “la única opción era esperar los reportes que llegaban cada cierto tiempo. Salía un oficial del despacho, leía la lista de secuestrados o muertos, y volvía a ingresar”.

Para las familias de Naranjo, Buitrón y Cancimanci, la tranquilidad regresó la madrugada del 23 de diciembre, cuando los militares lograron llegar a Pasto. Horas más tarde, un equipo de rescate encontró a Acevedo, el soldado herido que sus compañeros habían dejado en un improvisado escondite durante su escape.

Días después se confirmó que había 18 militares secuestrados. 16 eran soldados rasos y dos eran suboficiales: Libio José Martínez y Pablo Emilio Moncayo. A cargo del grupo estaba una delegación de guerrilleros conformada por miembros de distintos frentes del Bloque Sur, liderado por alias ‘El Paisa’.

Actualizado el: Jue, 10/03/2019 - 01:20

Mapa interactivo de masacres perpetradas en Colombia

Un usuario construyó esta visualización a partir del mapa que documentamos con las masacres perpetradas en Colombia desde 1982. Camilo Cruz, estudiante de la maestría en Ingeniería Geomática en la Universidad de Stuttgart, en Alemania, incluyó varias herramientas para filtrar la búsqueda temporal y espacialmente. ¡Gracias por su aporte a la memoria!

También puede consultar la herramienta aquí.

Actualizado el: Jue, 10/03/2019 - 01:19