Entre dos bandos

Por Zulma Carvajalino Calderón.

 

El conflicto armado colombiano ha permeado toda nuestra sociedad hasta su célula fundamental: la familia. Su estela de destrucción y muerte no respeta credos, razas u orígenes. Ha confrontado al pueblo que se mata sin saber por qué y  trascendido todos los límites imaginables. Mi familia es un reflejo de cómo a pesar de que los lazos fraternos nos unen,  los ideales nos pueden separar.

Mi papá escogió con cuidado algunas fotos. Necesitaba unas muy elocuentes. Prefirió las de sus cuatro nietos jugando en la piscina y  las de la última navidad en donde aparecían felices destapando los regalos. Una en especial le llamaba más la atención que las demás. Está él con Victoria – mi sobrina- con quien tiene una complicidad especial. En esa foto se ven alimentando a un perico que un día amaneció en la mesa de la terraza. Le pusieron el nombre de Gaspar y se dedicaron a cuidarlo algunos días. Llevó también algunas de su juventud en donde estaba  él con sus papás y hermanos reunidos y felices. Las fotos eran apenas una parte de los argumentos con los que mi papá pretendía generar una reflexión en su hermano menor,  para que empezara a pensar más en él mismo y menos en su larga lucha en las filas de las Farc. Mi tío pertenece al estado mayor de la agrupación guerrillera a la que se vinculó hace más de treinta años.

Armó las maletas y las llenó con los regalos que toda la familia le enviaba a mi tío Memo, como todos en la familia le decimos. Yo no sabía qué enviarle, ni siquiera sabía si quería hacerlo. No lo conozco en realidad, apenas si me acuerdo vagamente del tono de su voz, pero aprendí a quererlo con ese amor por la familia que nace con uno y me decidí a no juzgarlo, pues  aunque rechazo la lucha armada y las inhumanas prácticas utilizadas en la guerra,  no es a mí a quien le corresponde hacerlo.

Mi papá viajó a la Habana – Cuba - con algo de temor  pero resuelto para intentar un encuentro con mi tío, quien forma parte del grupo de negociadores del acuerdo de paz con el gobierno colombiano. Por un “correo de brujas”  le envió el mensaje de su visita, pero no sabía a ciencia cierta si él lo había recibido.  Ya en la Habana, mi papá fue hasta el centro de convenciones en donde se reúnen las comisiones del gobierno y la guerrilla y llegó hasta el lugar en donde por televisión vemos que los comisionados se bajan de los carros. Allí le informaron que sin autorización no podía pasar y en ese primer intento no logró el encuentro. Más tarde llamó a un teléfono que le dieron en el hotel donde se hospedaba. Era del centro de convenciones y la verdad parecía poco probable que sirviera para algo, pero lo intentó. Llamó y como si fuera algo rutinario preguntó por él, el interlocutor le informó que ellos no respondían a llamadas telefónicas, pero mi papá le dijo que se trataba de su hermano. Lo hicieron esperar por un rato en la línea y finalmente ¡mi tío contestó!

El saludo fue breve y contenido “¡Que hubo hermano!”. Hablaron cortamente. Mi papá le dio el nombre del hotel donde se hospedaba y él le dijo que cuando pudiera pasaría por allá. A la mañana siguiente, mientras mi papá y su esposa estaban en la piscina del hotel, él se acercó por detrás y les dijo “¡Hola mi gente!”. Se dieron varios abrazos en medio de los cuales se miraban y se reconocían nuevamente.

Mi tío los acompañó tanto como pudo. Tiene horarios y reglas para su movilización por fuera del  sitio donde vive o donde se llevan a cabo las reuniones. Sin embargo, durante los ocho días que mi papá estuvo en la isla pudo encontrarse con él casi todos. Durante los encuentros sostuvieron largas conversaciones en las que mi papá, sin querer, lo inspeccionaba. Notó las huellas que en el cuerpo le han dejado tantos años en la guerra. Tiene problemas en sus ojos y con su dentadura, además de un evidente sobrepeso. El discurso también había cambiado, lo encontró más moderado de lo que lo recordaba.

En uno de sus paseos por la isla, aprovechando un momento en donde estaban los dos solos, mi papá sacó las fotos. Le contó cómo fueron los últimos días de la abuela y notó en él un esfuerzo por no mostrarse emotivo. Mi papá le dijo que entendía que era toda una vida dedicada a una causa, con la que incluso algunas veces se sintió identificado, pero que ya estaba claro que no iban a tomarse el poder por la vía de las armas y que en el país, el pueblo por el que luchan es totalmente indiferente, no reconoce esa lucha, y no los quiere. “Hermano – le dijo señalando las fotografías- yo quiero que vivas estas cosas”.

Soy la mayor de las mujeres de más de una veintena de primos maternos y paternos. Los fines de semana de mi niñez transcurrieron entre juegos en la calle y pernoctadas en cama franca donde mis abuelas. Ellas vivían en vecindarios de clase media, separados  entre sí solamente por una avenida. Esas mismas calles en las que jugué con mis primos y amigos de la cuadra, habían sido testigos también de las historias de adolescencia de mis papás y mis tíos en plena década de los sesenta. Ellos conformaban ‛barras’ que eran grupos juveniles a los que bautizaban con nombres de moda. La barra de mi papá, “los bonanza”, era de cuatro miembros inseparables que se batían en duelos con los integrantes de otras barras, principalmente disputándose la atención de las muchachas del barrio. Fue así como se conocieron mis papás y se forjaron grandes amistades entre algunos miembros de mi familia materna y paterna.

Emilio y Blanca eran mis abuelos paternos. Él era un hombre digno, honesto, incorruptible. Trabajaba como telegrafista. Su trabajo lo mantenía ausente la mayor parte del tiempo. Su salario, apenas si cubría los gastos de la casa y mi abuela, de un carácter tierno y recio a la vez, se ocupaba de las venturas y desventuras de la crianza de los ocho hijos que tuvieron en total, siete hombres y una mujer. Tres de mis tíos se vincularon durante su adolescencia a la guerrilla del M-19, y otro más en su época universitaria a las Farc. Su casa era toda una institución en el barrio.  Era un sitio de puertas abiertas por el que desfilaron los jóvenes de dos generaciones enteras. Ella, apreciada y respetada por todos, preparaba y vendía  dulces e ideaba maneras de ‛hacerle la trampa al centavo’ para ayudarle al “viejo”, como llamó a mi abuelo desde antes de que lo fuera.

Mis abuelos maternos, Alejandro y Sara, trabajaron en la Fuerza Aérea. Mi abuelo fue gerente del Fondo Rotatorio y mi abuela, por algún tiempo, se desempeñó en labores administrativas. Tuvieron cinco hijos, dos hombres y tres mujeres. Mis dos tíos, estudiaron en liceos militares y desde el bachillerato se enrolaron en las filas del Ejército. Una de mis tías se casó con un oficial y la menor de ellas, también se vinculó a la Institución como oficial profesional. Años después, fue mi hermano mayor quien se decidió por “La Carrera de la Gloria” como él mismo lo reseñaba en las cartas que nos enviaba a sus familiares y amigos.

El mayor de los hermanos de mi papá, desde sus épocas de estudiante en el colegio de la Universidad Libre, era líder estudiantil y a pesar de ser buen estudiante, ya había sido expulsado de dos colegios por su espíritu rebelde. Se negaba a asistir a la clase de religión y se oponía  a cumplir reglas si las consideraba injustas. Estudió derecho en la Universidad Nacional a mediados de la década de los sesenta y fue allí donde compartió aulas con Jaime Bateman Cayón,  Luis Otero y Carlos Romero, quienes frecuentaban la casa de mi abuela, y eran acogidos como hijos. El Flaco y Lucho, -eran los motes con los que se les conocía  familiarmente- fueron incubados desde muy temprano con el espíritu revolucionario, que a la postre los convirtió en los  fundadores del grupo guerrillero M-19, y a Carlos Romero, en  un reconocido dirigente de izquierda recientemente fallecido. Mi tío se vinculó activamente,  primero con la Juventud Comunista (JUCO) y después con el Partido Comunista (PC), pero no perteneció a ningún grupo guerrillero. Vivió un año en la Unión Soviética, oportunidad que obtuvo por ser representante de la JUCO. Esto influenció a sus hermanos menores, quienes uno a uno fueron asumiendo también esas banderas.

El segundo de los hermanos de mi papá, como ya lo había hecho el mayor,  viajó también a la Unión Soviética en el año 1967 con una beca gestionada por el PC para estudiar medicina. En Colombia estaba su novia embarazada. Él privilegió el amor y regresó sin haber empezado siquiera la universidad. Después se vinculó al M – 19 y militó en esa guerrilla por casi veinte años, hasta que en 1988 se iniciaron los diálogos de paz que culminaron en 1990 con la dejación de las armas y la vinculación a la vida política de algunos de sus integrantes. Antes de diciembre de 1969, las novias de cuatro de mis tíos paternos y mi mamá estaban embarazadas, y en un lapso de ocho meses todos se casaron. Efectos de la revolución social y sexual de los años sesenta, supongo.

El mayor de mis tíos paternos y mi papá trabajaron y estudiaron simultáneamente para sacar adelante sus recién conformadas familias. Mientras, sus otros dos hermanos, que eran estudiantes universitarios, se integraron secretamente a las filas del naciente grupo guerrillero  M – 19.  Este surgió del ala socialista de la Alianza Nacional Popular (ANAPO) conformada por Jaime Bateman y Luís Otero, entre otros. Mis tíos, primero estudiaban y trabajaban al tiempo que desarrollaban sus acciones en el movimiento revolucionario, pero finalmente resultaron absorbidos por completo y obligados a vivir en la clandestinidad.

En contraste, en mi familia materna se vivía toda una mística alrededor de la milicia. Elegantísimos, nos acomodábamos todos para ver las ceremonias en donde mi  hermano o mis tíos eran ascendidos o condecorados. Toda la familia se ubicaba en la tribuna, al lado del palco en donde se sientan el presidente de la República y los altos mandos militares, y después, celebrábamos en alguno de los clubes militares de Bogotá.  Invitados por mis primas y en compañía de mis hermanos, recibíamos clases de tenis o natación en el club militar de Puente Aranda o festejábamos los acontecimientos familiares en los salones del club de Caballería o de Infantería. Mi familia materna estaba totalmente imbuida en  las tradiciones militares, las paredes de la casa de mi abuela estaban tapizadas de fotos, diplomas, insignias, sables y dagas  que daban cuenta de las exitosas carreras que desarrollaban mis tíos en la institución. Eran excelentes miembros de familia y muy reconocidos en la institución militar por su entrega y profesionalismo. La casa también era el escenario frecuente de memorables fiestas para los militares, en las que a veces parecía que se había convidado a todo un batallón.

Yo crecí entre idealistas de todas las tendencias. Vi como unos y otros dedicaban sus años de juventud a causas que los alejaban de sus padres, de sus hijos, de sus esposas, de sus amigos. Pude ver cómo todos asumían con  respeto y sin juicios las elecciones que cada uno fue tomando para su propia vida y para el futuro del país, que concebían de manera diferente y que inevitablemente los dividiría para siempre. Fue así como mis tíos paternos Eliecer, Eduardo y después Hernando, con tan solo 16 años, militaron en el M – 19, y Guillermo en las Farc. Mis tíos maternos Álvaro,  Arturo e Inés, y mi hermano Felipe, se integrarían al Ejército Nacional.

Nunca recibí un aleccionamiento de ningún tipo, pero al igual que mis primos entendí desde siempre que la realidad de nuestra familia nos obligaba, a todos sin excepción,  a actuar con una madurez que aún no nos correspondía. Sabíamos hablar por teléfono en ‛clave’, sin mencionar nombres, sin proporcionar datos. Nos encontrábamos secretamente con mis tíos guerrilleros en la clandestinidad para intercambiar abrazos, besos  y todo el amor reservado para esos encuentros fugaces. Algún adulto nos dejaba cerca del lugar, nos indicaban que llegáramos a algún restaurante o cafetería previamente escogido y nos decían que esperáramos un rato que nos iban a dar una “sorpresa”. De pronto llegaba mi tío paterno Eduardo y mi prima Isabel corría a sus brazos, él la alzaba y la besaba muchas veces, después pasábamos una o dos horas en ese lugar hablando, jugábamos triqui en algún papel y esperábamos a que sus hijos se apartaran para hablar con él uno a la vez. Se les veía reír y llorar durante la conversación. Las despedidas eran tristes. La incertidumbre a un futuro cuya única certeza eran nuestros afectos, nos llenaba de miedo. Eran padres ausentes, pero amorosos y tiernos, con la generosidad suficiente para dedicar lo mejor de sus años de juventud a una causa  y el egoísmo necesario para poner a los suyos de segundos.

Cuando estábamos pequeños fuimos testigos de los allanamientos que hacían las Fuerzas Militares en la casa de mi abuela paterna, y de las persecuciones y montajes que hacían a miembros de nuestra familia como mecanismos de intimidación. Uno de mis tíos paternos, que estudiaba economía y nunca se había inmiscuido en asuntos políticos, trabajaba en una imprenta que fue allanada por el ejército en 1980. Se lo llevaron  detenido, acusado de fabricar panfletos con propaganda subversiva. Después de casi un año de mantenerlo preso, se logró demostrar que las letras de esos documentos no coincidían con los moldes de las letras que imprimían las máquinas de la imprenta.

Hernando, el menor de mis tíos paternos, contaba con apenas 16 años cuando ingresó al M -19. Estaba obsesionado con la idea. Le pidió insistentemente  a mi papá que le presentara a Bateman, quien siempre había sido amigo de la familia, y que para esa época ya se encontraba en la clandestinidad. Bateman lo rechazó, le dijo que terminara el bachillerato, pero no logró persuadirlo, él estaba claro en lo que quería y desde ese momento se vinculó. Poco tiempo después fue enviado a Cuba en donde recibió entrenamiento. Al volver al país, en 1981, fue capturado en una gran operación militar. Carlos Toledo Plata dirigía el retorno y desembarco de los guerrilleros en el río Mira. Cuando se vieron sorprendidos por el ejército, trataron de replegarse hacia el Ecuador pero la operación falló y fueron retenidos junto con Rosenberg Pabón y un centenar de guerrilleros más. Los comandantes del grupo fueron recluidos en la cárcel Picota de  Bogotá y los demás fueron llevados a diferentes penitenciarias del país.  A finales de 1982 salieron de las cárceles cobijados por la ley de amnistía decretada durante el gobierno de Belisario Betancur. Durante ese año, mi mamá se vinculó junto con esposas y madres de algunos de los guerrilleros detenidos, al comité de presos políticos encabezado por Virginia Duplat Sanjuán. Visitaban las cárceles llevando ropa, medicamentos, implementos de aseo, comida y cartas a los guerrilleros. También gestionaban albergue para los familiares de los presos que viajaban a visitarlos desde otras regiones del país.

La decisión de mi hermano de entrar  a la Escuela Militar de Cadetes, José María Cordova, sin embargo, fue difícil de digerir para las dos familias. La guerra y la vida ya nos habían pasado factura. En escasos dos años, habíamos enterrado a ocho familiares. El mayor de mis tíos paternos y mi prima María, su hija, fallecieron en diciembre de 1985 en un accidente automovilístico. En abril del año siguiente murió mi tío materno Arturo, que para ese entonces era Capitán del ejército, al dispararse accidentalmente su arma de dotación. En noviembre falleció mi abuelo paterno, después de soportar por varios años una penosa enfermedad y una profunda depresión. Le dolían sus hijos. Lo atormentaba el miedo de pensar que morirían antes que él. Pero el destino le concedió una pequeña ventaja antes de ver materializados sus temores. Mis tíos serían asesinados por agentes del Estado, 49 días después de enterrarlo a él.   El 13 de marzo de ese mismo año, el Grupo de Operaciones Especiales (GOES), dio de baja al dirigente del M-19 Álvaro Fayad en el apartamento de la cuñada de mi tío paterno Eliecer, ajena por completo a cualquier actividad al margen de la ley. Fue una desafortunada casualidad.

Habíamos viajado a la finca en compañía de mi papá, queríamos estar con él unos días, ya que vivía solo y pasaba días duros por la reciente muerte de mi abuelo. Llegábamos de nadar cuando el encargado de la finca nos dijo que nos comunicáramos urgentemente con la casa de mi abuela Blanca en Bogotá. Mi papá se fue para el pueblo  a hacer la llamada. Cuando volvió estaba totalmente desgonzado y con la cara transfigurada de dolor. Habían matado a sus hermanos, los militantes del M-19 Eduardo y Hernando, y a la esposa de este último que en ese momento estaba embarazada. Él se vistió como pudo y emprendió el doloroso viaje de regreso a Bogotá.

En la mañana del 21 de diciembre de 1986, mis tíos, los militantes del M-19, se habían citado en una panadería del barrio en donde vivía mi abuela. Hernando, que en ese momento tenía 22 años, junto con su esposa Lucía, recogerían a mi tío Eduardo de 36, quien iba hacia el aeropuerto. Viajaba a visitar por unos días a sus hijos en Medellín. Al emprender su camino se dieron cuenta de que los estaban siguiendo, desviaron su rumbo y tomaron hacia el norte por la avenida 68, en ese momento les empezaron a disparar, Lucía era quien manejaba. Iban desarmados e intentaron buscar refugio en la unidad residencial donde vivía mi papá, que quedaba cerca.

El carro donde iban mis tíos estrelló la puerta de los parqueaderos y entró. Quienes los perseguían tomaron posiciones. Uno encañonó al celador que estaba en la entrada, otro se quedó en el carro y otro más fue quien les disparó. Hernando, herido desde la persecución, le hacía señas al pistolero para que no disparara contra su esposa, pero este no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión y con una sola ráfaga de su arma automática los mató a los dos. Mi tío Eduardo alcanzó a correr algunos metros hacia una reja que seguramente intentaba saltar, pero antes de alcanzarla fue herido en una pierna y después, con total frialdad, el hombre se le acercó y lo terminó de rematar. Entre los tres recibieron más de medio centenar de disparos. Dos de los pistoleros llegaron minutos después a la diligencia de levantamiento de los cadáveres vistiendo uniformes militares,  según lo narrado por algunos vecinos amigos nuestros, que fueron testigos de los hechos. Años después con el expediente judicial se logró establecer que fue un crimen de Estado, una ejecución extrajudicial.

Mi hermano cursaba segundo semestre de ingeniería de petróleos en la Universidad América de Bogotá, pero no se resignaba al rechazo que había recibido en la Escuela Naval de Cadetes Almirante Padilla y en la Fuerza Aérea. Los antecedentes familiares eran un obstáculo casi imposible de sortear. Tres tíos guerrilleros del M-19 y uno más miembro del estado mayor de las Farc. Con absoluto secreto gestionó, apoyado por Sara, mi abuela materna, recomendaciones de altísimo nivel dentro del  Establecimiento Castrense, que le permitieron finalmente el ingreso a la Institución. Mi abuela, madre de tres oficiales activos y suegra de otro más, era bastante conocida y apreciada por importantes oficiales, y valiéndose de eso, consiguió lo que para mi hermano era su más grande ilusión. Fue admitido en la Escuela Militar de Cadetes General José María Cordova y brilló desde el primer día: fue Brigadier Mayor de su compañía, recibió una beca desde su segundo año como cadete y se graduó como el segundo de su promoción.

Habían pasado apenas dos años desde la muerte de mis tíos cuando mi hermano entró a la Escuela Militar. Una vez admitido se dio a la tarea de informar a todos de su decisión. Para mi papá y mi mamá  era  motivo de profunda preocupación, pero no tuvieron más alternativa que apoyarlo. Concertó reuniones con mis primos, los hijos de uno de los guerrilleros asesinados, con quienes tenía una relación entrañable, de total hermandad y complicidad,  ellos también aceptaron con resignación su decisión. Lo comunicó a mi abuela paterna, quien curtida por tanto golpe vivía esta escena como un déjà vu. Y finalmente, se lo comunicó a mi tío Memo, miembro de las Farc. El mensaje estaba claro, desde ese momento pertenecían a bandos diferentes.

El 8 de marzo de 1992 se elegirían popularmente alcaldes para los 1122 municipios del país, diputados para las asambleas y representantes para los concejos municipales. El orden público estaba al rojo vivo. La guerrilla había amenazado con llevar a cabo acciones en todo el país para sabotear la jornada electoral. Mi hermano, para ese entonces era subteniente del arma de Caballería y estaba asignado al Batallón Silva Plazas en Duitama – Boyacá-. El primero de marzo salía a vacaciones, pero tuvo que aplazarlas. Fue agregado al Batallón Tarqui de Sogamoso para  reforzar la vigilancia en Pajarito, un municipio boyacense en límites con el Casanare. Su misión era patrullar la zona rural para garantizar la tranquilidad durante los comicios.   

Era su cita con el destino. El primero de marzo de 1992 durante uno de los patrullajes, el tanque en el que se movilizaba con cinco compañeros más atravesó un camino minado por las Farc. Por acción de una mina antitanque -la primera de este tipo que se conoció en el país- todos los ocupantes del tanque murieron, mi hermano salió disparado del aparato como un proyectil, y los demás, quedaron atrapados en el interior. El tanque sufrió un fenómeno de implosión y quedó sellado como una lata de atún. Mi hermano fue trasladado vivo hasta Bogotá. Este proceso fue largo y tortuoso. En el lugar del atentado fue recogido y trasportado en el platón de una camioneta de una empresa petrolera que operaba en la zona. Lo atendieron en el centro de salud de Pajarito, pero con los recursos del lugar no era mucho lo que podían hacer por él. Solo hasta el día siguiente, después de una gestión que realizó mi tío materno, que en ese momento tenía el grado de coronel, se dispuso un helicóptero para su traslado. Llegó al hospital militar de Bogotá pero no logró sobrevivir a las múltiples lesiones internas causadas por la caída y la onda explosiva, que continuó su camino de destrucción en los tejidos de su cuerpo. Falleció el 7 de marzo, tenía apenas 22 años.

Las muestras de solidaridad por su muerte fueron multitudinarias. Mi mamá recibió, incluso, un comunicado de las Farc reconociendo su autoría y justificando el hecho. El general Manuel Murillo González, quien era el comandante del Ejército, nos había visitado en el hospital durante la semana que mi hermano estuvo hospitalizado. Nos expresó su apoyo y solidaridad. Mi mamá, respondiendo a su amable ofrecimiento, le dijo: “mire general, al parecer mi hijo, a pesar de ser un luchador, no va a ganar esta batalla. Quiero que sepa que él quería tener algún día esos soles que usted lleva en sus hombros y dio todo por una institución que ni siquiera tuvo para él una ambulancia para trasportarlo. Lo que yo no espero sino ¡exijo! es que a mi hijo se le rindan los honores que recibiría un general como usted”.  

Las exequias fueron estremecedoras. Llevaron a más de cien de sus hombres del Batallón Silva Plazas desde Duitama hasta Bogotá, además de una guardia de honor y una banda marcial. Dispusieron escolta motorizada que acompañó el cortejo cerrando el tráfico a su paso. Esto no era un acto de vanidad. Era la forma como mi mamá quería reconocer la grandeza del guerrero que había entregado su vida por esta imperfecta Patria.    

Durante los diálogos de paz en el Caguan, ningún miembro de mi familia fue a la zona de distención a encontrarse con mi tío, que era parte del equipo negociador. Temíamos retaliaciones o incriminaciones y la decisión general fue no ir. La única que asistió fue Clara. Era una joven que para ese entonces tenía 20 años y que hacía poco se había enterado que mi tío Memo, el guerrillero de las Farc, era su papá. Hasta ese momento su mamá le había ocultado la identidad, por tratarse de un guerrillero del que además desconocía su paradero. Los dos fueron fugaces compañeros sentimentales y él nunca llegó a enterarse de que ella había quedado embarazada.  Un día, la mamá le dijo a Clara: “¿quiere conocer a su papá?, mire ese es” señalando con el dedo la pantalla del televisor. Clara quedó perpleja y admirada, y desde ese momento decidió ir a conocerlo. Ni siquiera la detuvo el hecho de estar casada con un agente activo de policía. Contactó a un periodista que realizaba  cubrimientos desde la zona de distención y le pidió a este que le llevara el mensaje a su papá. Mi tío, entre incrédulo y paranoico, facilitó el encuentro en que finalmente se conocieron y reconocieron. Son parecidos físicamente y en el discurso. No tuvo ningún argumento para negar la fuerza de los genes. Después, Clara se presentó ante toda la familia y nos contó detalles de su encuentro, que parecía más una obra de ficción.

Después del fracaso de los diálogos de paz del Caguan y durante lo que restó del gobierno de Andrés Pastrana, nuestra familia recibió todo el peso de su frustración. El 24 de julio del año 2001, en horas de la madrugada, allanaron el apartamento de mi papá y se lo llevaron detenido. El fiscal que acompañó la diligencia le dijo: “usted está sindicado de ser el hermano de “Andrés París” miembro de  las Farc. Se le acusa de rebelión y terrorismo”.  Según los informes de inteligencia, mi papá, un empleado judicial desde hacía más de 20 años, pretendía  estrellar un avión contra la Casa de Nariño el día de la posesión del recién elegido presidente, Álvaro Uribe Vélez. Todo fue un montaje orquestado por el Departamento Administrativo de Seguridad  (DAS), como se logró demostrar durante el proceso judicial que duró 129 días, tiempo que mi papá estuvo detenido. El Gobierno entrante, en cabeza de vicepresidente Francisco Santos, se comprometió personalmente conmigo y con mi familia a adelantar las acciones necesarias para ayudarnos a esclarecer, lo que a todas luces, se trataba de una venganza contra las Farc. El Gobierno nos cumplió brindándonos todas las garantías durante el proceso, pero no pudo evitarnos el  juicio público, el dolor y el miedo.

Mi papá estuvo recluido en los calabozos del DAS por casi dos meses. Las visitas eran los domingos y podían ingresar solamente dos personas. El día de la primera visita, a pesar de haber llegado a las seis de la mañana a hacer la fila para entrar, nos encontramos que por delante de nosotros había más de cincuenta personas, con lo que solo pudimos ver a mi papá hacia las dos de la tarde. La visita se terminaba a las cinco. Para el ingreso era necesario pasar primero por un lugar en donde revisaban minuciosamente la comida, después, por otro en donde hacían las requisas, para lo que teníamos que desvestirnos casi completamente. A los ocho días llegamos a las cuatro de la madrugada, pero nuevamente encontramos más de una veintena de personas en la fila, así que decidimos que en adelante llegaríamos desde la una de la mañana para ser los primeros. Como las jornadas resultaban tan extenuantes, hacíamos turnos. Los que hacían la fila durante la noche eran reemplazados a primera hora de la mañana por las dos personas que entrarían la visita. Así lo hicimos hasta que fue trasladado a la cárcel de máxima seguridad de la Picota.

Mi abuela paterna se murió de pena moral. Sobrevivió a la muerte de sus hijos y sus nietos con una gallardía digna de admiración, pero el hueco en el alma se le había vuelto insoportable, estaba cansada. Sentada en un sillón frente a la puerta siempre abierta, con el radio encendido desde primera hora de la mañana hasta el anochecer, esperaba desde hacía varios años la buena noticia que para ella nunca llegó: la del final de esa guerra que le había costado tanto a nuestra familia y al país. Añoraba la casa llena de otros tiempos. Esperó a que volvieran todos los que se habían ido detrás de sus sueños y nunca más volvieron.

Dos meses después de su muerte se dio a conocer al país sobre las gestiones de paz que se empezarían a adelantar con las Farc en Cuba. Mi abuela no alcanzó a morirse con la tranquilidad de saber que el hijo que hacía más de treinta años no veía, podría reivindicar a tantos muertos que nuestra familia le ha entregado a esta guerra fratricida, si se firmaba el tan anhelado acuerdo de paz.

Mi papá se despidió de mi tío Memo con un fuerte abrazo y sin muchas palabras, no querían darle paso a la nostalgia. Mi madrastra, antes de subirse al bus del hotel que los llevaría al aeropuerto le dijo: “aunque me imagino que tu no crees en eso, te digo que siempre te tengo en mis oraciones y voy a seguir orando por ti”. Él le contestó: “si, necesito que sigas rezando por mí, pues mi mamá, que era la única que lo hacía, ya se murió…”.

Una vez que el bus se alejó y la imagen de mi tío haciendo la “V” de la victoria se desvaneció a la distancia, mi papá lloró desconsolado, cansado de hacerlo otra vez, y deseó, con todas las fuerzas, que esta fuera la última despedida a la que le obligaba la guerra y el inicio de la consolidación de la Paz.

*Los nombres han sido cambiados.

 

 

 

Actualizado el: Mar, 10/29/2019 - 13:58

Con la caída del sol

Por: Alejandra Parra

El 11 de mayo de 2002, paramilitares del Bloque Central Bolívar asesinaron a seis personas en diferentes veredas del municipio de Quinchia, Risaralda. Eduar Bartolo, hijo de los fallecidos y testigo de la masacre, cuenta su historia en un ejercicio narrativo escrito por la periodista Alejandra Parra, que busca poner al lector en el doloroso y resiliente lugar de la víctima.

El día en que cambió tu vida decidiste faltar a clase, andabas con pereza y le mentiste a tu papá para poder pasar el día con él. Ya estabas en décimo y sentías que ir a clase, a veces, era perder el tiempo. Además, era un día cultural, estabas seguro que ni falta ibas a hacer. Hoy sientes que fue ese el día en que mejor la pasaste con tu viejo. Le mamaste gallo, se rieron. No estás seguro si es que lo recuerdas así porque los días después de ese fueron distintos, o si así fue en realidad. 

Aquél día fue lluvioso, lento para la tienda, y tu papá te dijo que fueras a ayudar. Te fuiste caminando tranquilo, como quien no quiere la cosa, detrás de Buche, un hombre que a veces ayudaba a tu papá con vueltas de la tienda. Creías que era porque debía una plata, o algo así. En el sótano estaban los granos de café que ya habían secado y tenías que armar unos bultos. Los días lentos te ponían curioso con lo que ocurría a tu alrededor. Con la caída del sol se pintaba del color de su nombre, lo único que había de las frutas que le habían dado el nombre a tu corregimiento, El Naranjal. Abajo en la carretera veías a unos hombres pesados de cargar encima el camuflaje de sus uniformes. 

Tenías meses oyendo de un grupo y de otro -que si las FARC, que si los paramilitares- pero nunca habías visto unos de cerca. No entendías por qué estaban en tu pueblo, si ahí nunca pasaba nada, consideraste incluso bajar con la moto. Tu casa estaba sobre la única avenida principal de El Naranjal, desde donde tu mirada podía llegar al parque central y más allá, hacia una terraza donde hacían eventos de vez en cuando. Y ahí estaban ellos de pie, con fusiles al hombro, buscando entre tus amigos y familia simpatizantes de la guerrilla. En un momento se acercaron a tu viejo, le dijeron que querían conversar un rato y hacia aquella terraza fueron caminando. 

Oíste disparos, y la angustia de tu madre inundó tu casa, te decía que fueras a ver qué había pasado con tu papá. Desde donde estabas no podías demorarte más de tres minutos llegando hasta allá. Ibas llevando en tu espalda algo pesado, era como uno de los bultos de café que solías ayudar a tu papá a cargar cuando debía vender, pero este no se podía ver. Ahí lo tenías, lo sentías tan encima que no entendías como nadie más lo veía. Te encogía la espalda. 

Llegaste a la terraza, subiste las escalas y viste a cuatro hombres: los dos uniformados de antes y dos en el suelo. Uno de ellos era tu papá, y no sabías si sangraba porque el otro estaba convulsionando los últimos alientos que le quedaban. No quisiste que pasara, pero te distraía ver a otro hombre muriendo. Miraste a los muchachos, unos chicos no mucho mayores que vos, y les dijiste que ahí estaba tu papá. Quizás gritaste, quizás sonaste desesperado, pero a ellos no les gustó que estuvieras ahí, con la punta del fusil contra tu cachete izquierdo te instaban a que te fueras, a que no jodieras más de la cuenta. Has sabido, desde entonces, que a veces les molestan los niños llorando por sus muertos y los matan para no tener que oírlos. Así que buscaste callar, señalaste a tu padre y con calma pediste acercarte a él. 

Tu padre murió acostado boca abajo.

Hasta entonces nunca habías abrazado a tu viejo. Nunca le habías dicho te quiero mucho, tu padre y vos se trataban con respeto. La consentida de él era tu hermana y vos eras el de tu madre. Así pasa muchas veces, lo has visto, los niños conectan más con la mamá. Pero ese día, al verlo tendido ahí, le dijiste al oído –una cuenca que era canal a un receptáculo vacío, tu padre ya no habitaba ese cuerpo- que lo querías. Que lo amabas.

Eventualmente los hombres que mataron a tu padre se fueron, y con ellos se llevaron también las letras que llevaban en los brazos, aquellas que te aseguraron que no eran del ejército ni de alguna guerrilla. Se fueron y te dejaron con un par de cuerpos inertes. Gritaste para que alguien te ayudara, y juntos, intentaron que la policía bajara al pueblo para llevarse a aquellos dos muertos. Te dijeron una vez que no podían bajar, que estaba muy peligroso. Sabías que eso no era cierto, ya el pueblo estaba en silencio una vez más. Creíste que habían desconectado los teléfonos en la comisaría, pues después de un rato las llamadas ni siquiera entraban. Supiste que los habían dejado solos.

Esa noche velaron a tu padre mientras su cuerpo yacía en una mesa a la que te ayudaron a subirlo. No te habías dado cuenta antes, pero tu perro Rocky se había acostado bajo esa mesa y la sangre que se derramaba por los orificios que las balas habían abierto en tu padre le habían pintado las puntas de su pelaje. Esa noche se despidieron de él tú, tu mamá y tu hermana. Mamá te dijo que ahora eras el hombre de la casa, y que tenían que salir adelante. Que así se hacen las cosas.

Seis meses antes habían visitado otros del mismo bloque paramilitar. Otros rostros, mismas intenciones. Fueron casa por casa, pidiéndoles que voltearan colchones, que movieran muebles, que desarmaran la cocina, pues estaban seguros que ustedes escondían las armas de la guerrilla. Tenías un amigo, algo mayor que tú, que se llamaba Orlando. Les dijo algo en el tono equivocado, y hasta ahí llegaron sus comentarios. Tal vez los otros cinco que murieron ese día dijeron algo cómo no era también. Nunca estuviste seguro.

Por años buscaste respuestas, no podías entender que murieran personas porque sí. Cuando cumpliste la edad en que los hombres deben cumplir con su deuda a la nación, estuviste dispuesto a entregar tu vida a las armas. Era otro bando, y estabas seguro que así ibas a dar con quienes te robaron una vida junto a tu padre. Pensaste que tú no dejarías a la gente sola cuando peligrara, no ibas a dejar que se sintieran como tú te sentiste. ¿Quién sabe? Tal vez si hubieses seguido con los militares los habrías encontrado. Pero, ¿estás seguro de lo qué habrías hecho? ¿Sabías, a los diecisiete, exactamente lo qué querías al dar con ellos?

 

Has visto a tu mamá allá en la casa de El Naranjal, pues con el pasar de los años quiso devolverse. Te ha dicho que ahí está su vida, que la dejen quietica mijo, que está muy vieja para que la anden moviendo de un lado a otro. Siempre que la ves, está de espalda a ti, una mujer muy menuda, morena como vos. Y siempre le está hablando a sus plantas. Dice que eso las ayuda a crecer contentas. 

La última vez que fuiste para allá estabas sentado en la sala hablándole del trabajo, ella te contaba que estaba contenta de saber que tu hermana y tú eran profesionales. Justo pasó una señora a quien no veías desde tus quince años, era una amiga de la familia que estaba vieja ya. Parecía que un soplo de viento sería suficiente para deshacerla. Allá, ustedes siempre han dejado las puertas abiertas, y cuando viste a esta señora pasar frente a la ventana, pero nunca frente a la puerta, pensaste que de pronto justo eso le había ocurrido. Quizás fue desintegrándose por pedazos, justo ahí en la mitad de la pared. Entre la ventana y la puerta.

Tu mamá luego te dijo que casi mataste a aquella amiga de un susto, que al verte pensó que veía al fantasma de tu padre.  

Supiste el nombre de quien dio la orden de ir a tu pueblo hace muchos años. Pero ya no estabas en una edad para considerar la venganza. Para ti no era más que revivir un dolor del que no hablabas demasiado. Hay que dejar las cosas allá donde pasaron, en un pasado muy incómodo de visitar. Lo has hecho, es inevitable, pero visitarlo no es quedarse a vivir en él. El tiempo es un buen barco para el perdón, aunque no sabes si realmente es eso lo que has hecho. Perdonar suena a algo que no te corresponde a ti, pero así has oído que le llaman a lo que tu sientes ahora.

Tus preguntas no han desaparecido, sigues sin entender por qué pasó. Igual crees que ninguna respuesta que puedan darte sería suficiente. Las palabras no resucitan a nadie. Sabes que ustedes han corrido con suerte, que al fin sí salieron adelante. Sabes que así no ha sido para muchos. Que vueltas da la vida, ¿no? Antes era un manto que te envolvía en un frío ensordecedor. Es posible que ahora puedas caminar con tu viejo, lado a lado. 

 

Gracias a Eduard Bartolo por permitirme escuchar su historia y escribir acerca de ella.

 

 

Actualizado el: Mié, 10/23/2019 - 18:27

Tierra en Disputa

Tierra en Disputa es una herramienta que busca ofrecer información, organizada y detallada, de historias que cuentan la relación entre el conflicto por la propiedad de la tierra y la violencia en Colombia. Con el uso de varias herramientas gráficas, como líneas de tiempo, mapas y esquemas de relación, este proyecto muestra la información de una base de datos que contiene más de 50 casos documentados desde 2012 por los portales Verdad Abierta y Rutas del Conflicto.

Colombia: escasez de agua por palma y petróleo en Puerto Gaitán

  • La explotación petrolera y la palma de aceite se abastecen de las mismas fuentes de agua que son usadas por la comunidad para su consumo y sus proyectos productivos. La comunidad denuncia contaminación y escasez.
  • Autoridades ambientales aseguran que es necesario incluir la carga contaminante que genera, trata y vierte el sector de la palma.

Por: Álvaro Avendaño y Diana Velasco

 

Cuando Modesto Paredes compró 10 hectáreas de la vereda Rubiales en Puerto Gaitán, Meta, pensó que viviría en un paraíso, lugar perfecto para establecer su finca Costa Brava. En esta zona rural, ubicada en los Llanos Orientales de Colombia, abundan la tierra rojiza y las extensas llanuras, que tienen como límites el río Tillavá al sur, y el Caño Rubiales al norte, principales afluentes de la zona.

Han pasado diez años desde que Modesto llegó a la vereda, y de aquel paisaje de guacamayos, dantas, ciervos y venados que recorrían sus cultivos de caña, yuca, plátano y árboles frutales, no queda nada. Cuando puso su finca, Rubiales ya era una zona enmarcada en complejos de explotación petrolera que producen miles de barriles de crudo a diario, en la actualidad a cargo de la empresa Ecopetrol. Hoy, además de la infraestructura del crudo, se ven en el horizonte más de 3000 hectáreas de palma de aceite, un monocultivo que se ha extendido en la vereda reemplazando a bosques de galería y palmas de moriche, ecosistemas nativos de la zona.

Actualmente, la explotación petrolera y la palma de aceite se abastecen de las mismas fuentes de agua que son usadas por la comunidad para su consumo y sus proyectos productivos. Este panorama ha convertido el agua de Rubiales en un recurso escaso, especialmente para las familias y habitantes de la vereda que han visto cómo la agroindustria y la extracción petrolera han modificado el paisaje natural y han cambiado las formas de habitar el territorio. En verano, el agua para el consumo humano llega a la comunidad por carrotanques, también conocidos como camiones cisterna, pues los habitantes de la vereda aseguran que el agua del río está contaminada. 

Para la comunidad,  la contaminación y la sequía se han incrementado desde la llegada de la palma de aceite a la zona. Según Rosalbina Ramírez, miembro de la Asociación Comité Ambiental, Agrario y Comunitario de Puerto Gaitán, “el cultivo de palma lo rocían con agua que les sobra de la  explotación petrolera. Pasan el agua por un procesamiento y la echan a las palmeras que escurren hacia el río Tillavá y los brazos del río y nacederos. Todos esos residuos llegan al agua. Por más que le hagan tratamiento, el agua siempre lleva algún residuo de la palma y el petróleo”.

Los problemas que arrastra la palma

 

La palma aceitera es el segundo cultivo que más agua consume en el país, con una demanda de 1768 millones de metros cúbicos al año, según información oficial del Instituto de Hidrología, Metereología y Estudios Ambientales (IDEAM).

Este monocultivo, además, figura en la lista de los 12 cultivos priorizados por el Estado, tal como lo señala el Estudio Nacional del Agua de 2018, elaborado por el IDEAM, que presenta un diagnóstico de los recursos hídricos y su uso en Colombia. En el estudio se concluye que “es necesario incluir la carga contaminante que genera, trata y vierte el sector de la palma”, aunque indica también que se avanzó, en el 2018, con el diseño de una propuesta inicial para analizar los factores de vertimiento. Sin embargo, añade el documento, esto no es suficiente, pues es necesario “validar la metodología” con las mismas empresas palmicultoras, para tomar en cuenta sus procesos de “producción, generación de vertimiento y tratamiento de aguas residuales”.

Según la Corporación Para El Desarrollo Sostenible del Área Manejo Especial la Macarena (Cormacarena), las empresas que siembran palma en áreas cercanas al río Tillavá son la Operadora agroindustrial del Meta y Promotora Agrícola de los Llanos Sucursal Colombia (Proagrollanos).

Héctor Sánchez, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Rubiales y representante de la Asociación Comité Ambiental, Agrario y Comunitario de Puerto Gaitán, afirma que existe una gran carga contaminante del cultivo de la palma en la vereda. “Hay 3500 hectáreas de palma de aceite, que las siguen fumigando y ese veneno y plaguicida terminan en el río con esos aguaceros que caen acá”, señala Sánchez.

Aquellas 3500 hectáreas de palma se abastecen del río Tillavá, que es la principal fuente hídrica para 124 predios que utilizan el agua para el consumo humano y proyectos productivos. Los habitantes que viven cerca al río extraen el agua del subsuelo. La captación la hacen por medio de aljibes, pozos perforados directamente en el cauce, o por medio de nacederos en sus propiedades.

Sin embargo, esa captación de agua se hace cada vez más difícil para la comunidad de Rubiales, pues aseguran que la palma ha sido un agravante para que aquellos pozos y nacederos estén cada vez más secos. Evaristo Urrea, quien tiene su finca cerca al punto donde se une el Caño Rubiales con el Río Tillavá, comenta que “nosotros tenemos contabilizado más o menos 140 nacederos de agua que están desapareciendo, y son vitales para sostener el proyecto de ganadería y agricultura. A los tres días de verano quedan secos las moricheras y los nacederos”.

 

Un ejemplo de la escasez es la situación de Modesto, quien asegura haber hecho, a pica y pala, dos pozos en los que antes podía captar hasta dos pulgadas de agua en cada uno. “Ahora esos nacederos se secaron por completo. En este momento los pozos son un monumento muerto a la ineficiencia y a la crueldad con que las empresas nos tratan a los campesinos”, comenta.

Con la llegada de la palma, la comunidad también dice haber notado grandes cambios en la biodiversidad. Evaristo asegua que “los bosques de galerías, morichales y ríos han desaparecido en un 40 %, los animales por la contaminación tienen que irse, y los peces se mueren”. Esto coincide con los hallazgos de la investigación Conflictos ambientales asociados al aprovisionamiento y regulación hídrica, generados por la expansión de cultivos de palma africana en el oriente colombiano, publicada en el 2014 por la ingeniera ambiental, Magister en Medio Ambiente y Desarrollo e investigadora de la Universidad Nacional, Alba Ruth Olmos.

De acuerdo con Olmos, las grandes extensiones sembradas de palma “encierran” los ecosistemas, fragmentando los corredores naturales en la región y generando un impacto tanto en la superficie, como en el subsuelo. “La fragmentación no solamente afecta la conectividad hídrica sino la biológica, los beneficios de hábitat y soporte en su conjunto, debido a las retroalimentaciones y ciclos entre los distintos ecosistemas”, explica el documento. 

Los ecosistemas a los que se refiere la investigadora son en su mayoría morichales o moricheras —grupos de palma moriche (Mauritia flexuosa) que retienen la humedad del entorno—, además de bosques de galerías y valles aluviales. De ellos dependen aproximadamente 567 especies que se componen de 52 anfibios, 97 reptiles, 300 aves y 118 mamíferos. Así lo documenta un monitoreo de fauna contratado por Ecopetrol en 2016, que tenía como fin ampliar la licencia ambiental ante la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA).  El informe también identificó tres especies de árboles que se encuentran amenazados: el cedro americano (Cedrela odorata), el cedro espino (Bombacopsis quinata) y el manú (minquartia guianensis).  

Los biólogos Lain Pardo y Carlos Payán en su publicación Mamíferos de un agropaisaje de palma de aceite en las sabanas inundables de Orocué, Casanare, Colombia, incluida en la revista Biota Colombia del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, exponen que “las áreas primordiales para la conservación de mamíferos en los Llanos, y donde existe más riqueza de especies, son el bosque de galería, las matas de monte y las áreas de humedales. (...) Los ríos y los bosques de galería asociados funcionan a su vez como corredores biológicos para muchas especies en la Orinoquia, lo que aumenta la probabilidad de encontrar más especies”. Entre esos mamíferos se encuentran el mono maicero (Sapajus apella,)  el zorro perruno (Cerdocyon thous) y la danta (Tapirus pinchaque).

Diana Tamaris, doctora en ciencias de la Universidad Nacional de Colombia, ha investigado el impacto de los monocultivos de palma de aceite en las aves. Según ella, existe una incidencia directa entre el uso de agroquímicos y las afectaciones a la fauna y en general a la biodiversidad. “Cuando algunas aves han consumido insectos o algún elemento vegetal que haya tenido contacto con los agroquímicos, puede desencadenar efectos en la densidad del cascarón y por lo tanto, aumenta la tasa de mortalidad de las nuevas crías de algunas especies de aves”.

En el día a día, la comunidad ve cómo la llegada de la palma agudiza los cambios en la biodiversidad de la vereda. Así lo evidencia Modesto Paredes al contar que “en este momento es tan crítica la situación que no encuentra ni un loro siquiera. Eso era lo que más abundaba". 

 

La lucha por el agua

 


La comunidad de Rubiales pasa por dificultades para acceder al agua. En temporada invernal, la demanda del líquido se suple en buena parte por el agua de lluvia. Sin embargo, cuando llega el verano dependen de carrotanques de agua potable enviados por las empresas petroleras. “Hace cinco años, hubo un derrame de crudo cerca a la finca de mi padre, le dañó la morichera de donde consumía el agua. A pesar de que hizo plantones, la única ayuda es que en verano le llevan carrotanques de agua”, recuerda Rosalbina Ramírez.

El padre de Rosalbina vive en una de las 35 fincas de la vereda, al igual que Modesto y Evaristo. Para ellos el agua del carrotanque que pasa cada quince días no es suficiente, deben cavar pozos de forma artesanal para obtener un poco de agua del subsuelo. No obstante, Modesto intentó tener dos nacederos de agua y en poco tiempo se secaron.

En las fincas, el agua se necesita no solo para los habitantes, sino también para el abastecimiento de sus proyectos productivos. Evaristo, por ejemplo, tuvo que abandonar uno de ellos. “Teníamos un proyecto de ganadería y llegamos como a 1400 cabezas de ganado hace 11 años,  en este momento nos quedan unas 300 reses porque no hay agua, todos los años se nos mueren alrededor de 100. Lo que no se ha jodido, ha tocado venderlo”, recuerda.

Algo similar le sucedió a Modesto. “Alcancé a tener un proyecto porcícola y me tocó abandonarlo porque tocaba captar agua del Caño Rubiales y las cerdas me abortaban, no podían lograr crías y yo creo que es por el agua. Iba a pescar al Tillavá, pero con la palma y sus agroquímicos todo termina en las moricheras y va a caer al río. Antes teníamos arrobas de pescado y ahora solo cogemos máximo 2 libras”, explica. Además, dice que no riega sus plantas con agua del río porque las hojas se ponen amarillas.

La finca de Modesto Paredes se encuentra a las orillas de Caño Rubiales, un afluente que según el Plan de Ordenamiento del Recurso Hídrico Cuenca del Río Tillavá, emitido por Cormacarena, tiene una mala calidad de agua.

En el documento se citan resultados de calidad de este afluente obtenidos en el año 2011. Allí, se mide el Índice de Calidad de Agua (ICA) en valores desde 0.0 a 1.00, donde la calidad del agua es mejor entre más alto sea su ICA. Según el informe, en Caño Rubiales, aguas arriba de los puntos de vertimiento de la actividad petrolera, la calidad del agua es mala (ICA 0,48), en una escala de calidad con las categorías Buena, Aceptable, Regular, Mala y Muy mala.

Para quienes no viven en fincas, las circunstancias tampoco son favorables. Rosalbina vive en el caserío El Porvenir, el único punto de la vereda que cuenta con un acueducto desde hace cinco años. “Consumimos el agua por ese acueducto pero es muy escaso porque por día nos llega el agua una o dos horas, o sino duramos dos o tres días sin agua, y así sucesivamente”, señala.

Cuando no alcanza el agua, los habitantes recurren a pozos artesanales, a recolectar agua de las lluvias o comprar botellones de 20 litros que cuestan 6000 pesos colombianos (2.50 dólares). “Nosotros tenemos un nacedero que hicimos a pica y pala y por el momento creemos que el agua es limpia, pero no hemos hecho un estudio como tal, por eso la usamos para lavar. El agua del acueducto la almacenamos para consumo y cocinar. Cuando no alcanza, toca comprar”, afirma Rosalbina.

 

Los impactos del petróleo

 


Las afectaciones ambientales que puede generar el monocultivo de palma en Rubiales se suman a las dificultades que desde hace 35 años genera la explotación petrolera. El complejo petrolero Campo Rubiales se extiende aproximadamente por 55 000 hectáreas y alcanzó su mayor visibilidad bajo la administración de Pacific Rubiales, actualmente Frontera Energy. En el 2016 pasó a manos de Ecopetrol después de la crisis empresarial y económica que afrontó Pacific. En todo caso, Frontera sigue presente en la vereda a través de las empresas Meta Petroleum Corp y  Promotora Agrícola de los Llanos Sucursal Colombia.

En un principio, Modesto Paredes pensó que la exploración petrolera de estos pozos no afectaría demasiado al ecosistema, pero los años le demostraron lo contrario. “Cuando yo llegué, la petrolera estaba distanciada de la finca, pero cuando comenzó la sísmica (temblores artificiales para extraer petróleo) se empezó a secar el agua y se empezaron a ir los animales”, recuerda.

La sísmica no es la única modalidad responsable de los continuos movimientos de la tierra en la vereda Rubiales. Aunque para la industria petrolera las técnicas de reinyección, que utilizan agua a presión para desplazar el petróleo del subsuelo y extraerlo, son una forma económica de aprovechar las aguas residuales provenientes de la explotación petrolera, para el abogado defensor Derechos Humanos, Ambientales y Territoriales del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CCAJAR), Luis Carlos Montenegro, la reinyección debería suspenderse mientras se determina su relación con los nuevos sismos. 

“La técnica de reinyección de aguas, si bien no es fracking, tampoco es una técnica convencional. Es decir, no está regulada por una norma en Colombia. Y si no está regulada, no es claro el impacto que está generando en los suelos y los subsuelos”, aclara Montenegro. Su afirmación se remite al informe El costo humano del petróleo, publicado en 2016 por la Federación Internacional de Derechos Humanos y el CCAJAR. 

Esta investigación integró entrevistas con expertos de la industria del petróleo, académicos y líderes sociales de la comunidad, informes de las empresas y seis talleres cartográficos en la vereda de Rubiales. En el documento, además de hacer un diagnóstico del impacto de la explotación de crudo en varias veredas de Puerto Gaitán, también se recomienda a las empresas petroleras realizar estudios confiables acerca de la generación de sismos en la zona.

José Barragán vive con su famila al lado de una de las infraestructuras petroleras. En su casa aún son visibles los rastros de los sismos que generaba la explotación. La viga principal del techo que atraviesa su casa se partió por la mitad. “Acá temblaba duro y seguido, como cada cinco minutos sonaba como una bomba y se sacudía toda la casa”, recuerda.

Los temblores artificiales, los puntos de vertimiento de aguas residuales sobre los cuerpos de agua, las tuberías que transportan el crudo y los camiones que recorren las vías, conforman la lista de dificultades ambientales que sortean los habitantes de Rubiales.

 

La huella de Agrocascada

 

En el 2014 se gestó uno de los proyectos de siembra de palma más grandes y ambiciosos de la zona: Agrocascada. Pacific Rubiales creó este proyecto pensando en una forma eficiente de utilizar el agua después de ser usada en los campos petroleros. Así, el agua que queda luego de la producción de crudo, debía pasar por un tratamiento en el que se reduciría su temperatura de 60*C a 37*C, se filtraría y finalmente sería usada para regar los cultivos, que posteriormente serán fuentes de biocombustibles. El proyecto iba a ser ejecutado por Proagrollanos y Agro Cascada S.A.S., dos empresas subsidiarias de Pacific Rubiales.

Agrocascada era una iniciativa aplaudida en el país, pues fue galardonada con el premio Accenture de Innovación, en la categoría ‘Recursos Energéticos’, un reconocimiento colombiano entregado por el gremio empresarial del país, del cual Pacific formaba parte.

Pero con todo y premios en el estante, Agrocascada nunca entró en funcionamiento. La Contraloría, en el Auto. 0081 del 29 de enero de 2018, señala que, aunque la infraestructura para el tratamiento del agua fue construida, no hubo un acuerdo comercial entre Ecopetrol y Proagrollanos que permitiera poner en marcha el plan de utilizar el agua del petróleo para la palma. Por eso la entidad abrió un proceso por responsabilidad fiscal a dos representantes de Ecopetrol, seis de Meta Petroleum Corp, y a la misma empresa, por el detrimento de los recursos públicos.

Héctor Sánchez afirma que, a pesar de que el proyecto fue detenido, sus cultivos se quedaron en la vereda. “Para Agrocascada se planteaban 30 000 hectáreas de palma, pero pararon el proyecto y dejaron 3500 sembradas, que son las que no dejan de contaminar con sus químicos. Ahora hay un enredo grande porque no tenemos claro quién está manejando esa palma”, expresa Héctor. 

Rutas del Conflicto y Mongabay Latam preguntaron a Frontera Energy sobre la propiedad de dichas hectáreas de palma en la vereda Rubiales, a lo que la empresa respondió que “Proagrollanos es una sociedad con objeto agrícola, que a su vez es propietaria de un cultivo de palma de aceite localizado en la vereda Rubiales en Puerto Gaitán”.  De acuerdo con la Contraloría, desde el 22 de diciembre de 2015, Proagrollanos obtuvo el permiso para utilizar las aguas residuales de la actividad petrolera de la empresa Meta Petroleum Corp., para regar los cultivos de palma destinados a la producción de biocombustibles. Según Cormacarena, actualmente Proagrollanos no está usando ese permiso.

 

Comunidad y Derechos Humanos

 


Los reclamos de la comunidad no son nuevos. “Aquí hemos denunciado. Incluso cuando hubo una contaminación con crudo en mayo del 2018 en el Caño Ivoto que fue a parar a Caño Rubiales. La verdad uno denuncia, pero aquí amenazan a todo el mundo, no hay respaldo de nadie”, señala Evaristo Urrea.

El seguimiento a las afectaciones ambientales llevó a que las organizaciones sociales, asesoradas por el CCAJAR, acudieran a instancias jurídicas instaurando una acción popular el 4 de marzo de 2016. “Se formuló y presentó una acción popular que buscaba, entre otros, la salvaguarda de los derechos colectivos al ambiente sano, a salubridad pública, al equilibrio ecológico y el derecho al agua. Esta acción ha venido cursando todo un proceso y actualmente estamos a la espera de la sentencia de primera instancia, hace más de un año”, afirma el abogado Luis Carlos Montenegro. 

Con esta acción popular se busca retomar diálogos con Ecopetrol para actualizar una serie de acuerdos entre las organizaciones sociales e indígenas de Puerto Gaitán y la empresa, sobre distintos pliegos de petición acerca de la vida digna en el territorio, el acceso a servicios públicos, el acceso a la educación y el estado de las vías.

Por su parte, Ecopetrol hace seguimiento a las consultas previas realizadas con comunidades indígenas de Puerto Gaitán. Según el Reporte Integrado de Gestión Sostenible de 2018 de Ecopetrol, en el 2019 se están desarrollando reuniones con diferentes resguardos de la región con el fin de trabajar en proyectos conjuntos que permitan la explotación petrolera con la participación de las comunidades.

Además, el Reporte indica que en marzo de 2018, la empresa petrolera obtuvo la categoría COP Avanzado en el Pacto Mundial de Naciones Unidas. Con ello se reconocieron los avances que Ecopetrol muestra en su gestión ambiental. Por ejemplo, indican que actualmente reutilizan el 30 % del agua captada directamente de los ríos, y que el líquido que vierten de nuevo a los afluentes tiene una carga contaminante de 7,3 partes por millón, que está por debajo del límite máximo permisible de 15 partes por millón, establecido en la normatividad ambiental para los vertimientos a este tipo de receptores.

Por ello, para las instituciones estatales, encargadas de conceder permisos y verificar su cumplimiento, los estudios presentados para las licencias ambientales cumplen con los estándares de calidad y responsabilidad ambiental. Pero para los habitantes de Rubiales, las organizaciones sociales y de Derechos Humanos, estas investigaciones se quedan cortas y no proveen la información adecuada que tenga en cuenta las necesidades y situaciones a las que se enfrenta la comunidad a diario.

Por esta razón, los integrantes del Comité Ambiental Agrario y Comunitario de Puerto Gaitán han invitado a la Unión Europea a realizar una misión de verificación y observación en terreno para que ellos se puedan dar cuenta de la situación de riesgo a la que se están enfrentando los defensores de derechos humanos territoriales y ambientales en Rubiales.

Mientras las empresas y la comunidad que comparten los predios y recursos naturales de la vereda llegan a una solución adecuada, el día a día de los habitantes de Rubiales sigue lleno de incertidumbre sobre el futuro del agua que cada vez se vuelve más escasa y se queda entre el petróleo y la palma. 

 

Actualizado el: Mar, 10/08/2019 - 12:38