Datos principales

Municipio y departamento: ,

Vereda y corregimiento: Barrio Los Pinos

Presunto responsable:

Fecha: / /

LISTADO DE VÍCTIMAS

Marly Julieth Rengifo

Carlos Rojas Ruiz

Jeisson Castro


Pitalito, Huila. 16 de septiembre del 2021

Actualizado el: Mié, 12/01/2021 - 17:55

El jueves 16 de septiembre dos hombres y una mujer fueron asesinados con arma de fuego mientras se desplazaban en un carro en el barrio Los Pinos de Pitalito, Huila. Una mujer sobrevivió al ataque pero resultó lesionada en los hechos.

Esta fue la masacre número 70 registrada este año por INDEPAZ. Las víctimas fueron identificadas como Marly Yulieth Rengifo, quien estaba en estado de gestación, Carlos Rojas Ruiz y Jeisson Castro. Este último, era conocido en el municipio como “Jei” y tenía antecedentes por homicidio, hurto, tráfico de estupefacientes, fuga de presos y porte ilegal de armas.

La Defensoría del Pueblo había emitido tres alertas tempranas para el Huila debido a la presencia de grupos armados en el territorio. Entre los grupos que hacen presencia en el departamento están el frente 62, la Columna Teófilo Forero, el Frente comandante Jorge Briceño, el Frente 2 del Bloque Suroriental de las disidencias de las Farc. Así mismo suelen encontrarse panfletos de las Agc y las Águilas Negras.

Datos principales

Municipio y departamento: ,

Vereda y corregimiento: Bolívar

Presunto responsable:

Fecha: / /

LISTADO DE VÍCTIMAS

Yeiner Alexis (20 años)                           

Yéferson Hernández Ceballos (19 años) 

Hernán David López Úsuga (20 años)                     

Yober Ernesto Londoño Gallego (15 años)


Anorí, Antioquia. 02 de octubre de 2021

Actualizado el: Mié, 12/01/2021 - 17:30

En la madrugada del sábado 2 de octubre fueron asesinadas cuatro personas en la vereda Bolívar, corregimiento del municipio de Anorí, Antioquia. Las víctimas fueron identificadas como Yeiner Alexis de 20 años, Yéferson Hernández Ceballos de 19 años, Hernán David López Úsuga de 20 años y Yober Ernesto Londoño Gallego de 15 años. Según información proporcionada por INDEPAZ, al parecer las víctimas habrían sido secuestradas en el casco urbano de Anorí y llevadas hasta la vereda Bolívar donde luego fueron asesinadas. 

La fundación SUMAPAZ, en una declaración citada por el diario El Tiempo, afirmó que entre las víctimas se encontraría un excombatiente de las Farc, lo que preocupa a los pobladores de la zona, ya que en Anorí está ubicado el Antiguo Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación de La Plancha. Lugar en el que aún permanecen, según cifras de la Agencia de Reincorporación Nacional, cerca de 70 firmantes del Acuerdo de paz.

En la zona actúan grupos armados como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc) o Clan del Golfo, a cargo de José Sierra Regino. También se han visto panfletos de las Águilas Negras, bandas criminales y el Frente 36 de las disidencias de las extintas Farc, siendo estos últimos quienes figuran como principales sospechosos del crimen de acuerdo con las autoridades.

México: la defensora binnizá que alertó sobre la privatización del viento

  • Hace poco más de diez años, Bettina Cruz fue de las primeras en advertir que empresas y gobiernos utilizaban el discurso de las energías renovables para imponer proyectos y despojar de su territorio a los pueblos indígenas. 
  • La indígena binnizá, con maestría en desarrollo rural regional y doctorado en planificación territorial, no cesa en su lucha contra las eólicas que han sembrado de aerogeneradores la región del Istmo, en Oaxaca. Tampoco deja de prepararse, ahora estudia una licenciatura en derecho.
  • La defensora alerta sobre el nuevo riesgo que existe sobre en la región: el Corredor del Istmo de Tehuantepec, uno de los principales proyectos del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. 

 

Por Thelma Gómez Durán

La infancia aún no la abandonaba del todo, cuando Bettina Cruz se unió a otros para rebelarse contra una injusticia. Tenía 13 años y fue una de las líderes de la huelga que se organizó en su escuela en Juchitán, Oaxaca, al sur de México, para exigir que se bajara el costo del transporte a los estudiantes que vivían en los pueblos cercanos. La resistencia duró un año, al final los alumnos consiguieron su objetivo.

Cuando la muchacha terminó sus estudios secundarios, los directivos de la escuela decidieron que no le entregarían su carta de buena conducta. Quizá pensaron que con eso apagarían sus ímpetus de lucha. Lo que no tenían en cuenta es que Rosa, la madre de Bettina Cruz, en lugar de regañar a su hija, le decía: “¡No te dejes! ¡Participa!”

Quienes conocieron a Rosa, la recuerdan como una mujer de carácter fuerte, solidaria, hablante del didxazá (zapoteco) y comprometida con movimientos sociales. También sabía leer y escribir en español, algo poco común en el Juchitán de los años setenta. La madre de Bettina Cruz utilizó estos conocimientos para ayudar a sus vecinos a realizar gestiones y a traducirles cuando no entendían.

 

Bettina Cruz, defensora binnizá, ha dado una larga lucha por la defensa del territorio en el Istmo de Tehuantepec. Foto: Francisco Ramos.

 

Cuando se conoce un poco sobre la vida de Rosa se entiende de dónde le viene a Bettina Cruz su espíritu de lucha. Se podría decir que lo trae en la sangre, en su herencia de mujer juchiteca.

Lucila Bettina Cruz Velázquez hace lo mismo que su mamá: utiliza sus conocimientos para levantar la voz y denunciar lo que pasa en la tierra donde nació, el Istmo de Tehuantepec, territorio marcado por la fuerza del aire —en algunas temporadas puede alcanzar hasta los 110 kilómetros por hora—; una región en donde las empresas eólicas llegaron ofreciendo empleo y prosperidad. El tiempo mostró que a esas promesas se las llevó el viento.

 

Los aerogeneradores se impusieron en el paisaje del Istmo. Foto: Francisco Ramos

 

Regresar al territorio para defenderlo

 

Cuando terminó la secundaria, Bettina Cruz dejó el Istmo, quería seguir con los estudios y en su comunidad, en ese entonces, eran pocas las opciones escolares. Se instaló en la Ciudad de México, donde de inmediato extrañó los sabores y tradiciones de su tierra. Decidió estudiar ingeniería agrícola en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); ahí se unió al movimiento estudiantil de 1986 y conoció a Rodrigo Flores Peñaloza, afrodescendiente originario de la costa chica de Guerrero. Desde entonces Bettina Cruz y Rodrigo Flores son compañeros en la vida y en la lucha. “Ella —dice Flores— siempre ha sido una líder. Desde que la conocí, es una mujer de principios firmes”.

Después de estudiar una maestría en desarrollo rural regional, en la Universidad Autónoma de Chapingo, Bettina Cruz obtuvo una beca para estudiantes indígenas que le permitió hacer su doctorado en Barcelona, España.

Algunos de los estudiantes indígenas que obtuvieron la beca ya no retornaron al lugar donde nacieron. Bettina Cruz sí regresó: “Estoy arraigada con raíces profundas en este territorio. No podía quedarme en otro lado. Amo mi tierra. Soy parte de esta tierra, de mi madre, mis abuelas. Soy binnizá. Yo formo parte de este territorio”.

 

Peregrinación en el Istmo de Tehuantepec, Oaxaca: Foto: Francisco Ramos.

 

Cuando la lideresa binnizá retornó, alrededor del 2005, el paisaje del Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca, ya había sufrido cambios. En 1994, la Comisión Federal de Electricidad (CFE) —empresa del estado mexicano— instaló la primera central eólica del país en La Venta, Juchitán. Ese fue el banderazo de salida para que el gobierno entregara permisos a compañías privadas interesadas en la generación de energía eólica.

Para realizar su tesis doctoral sobre desarrollo regional en el Istmo de Tehuantepec, Bettina Cruz comenzó a recorrer la zona y a escuchar las inquietudes de las comunidades sobre los contratos que firmaron con las empresas para rentarles sus tierras. La gente tenía muchas dudas y motivos para desconfiar. Para empezar, ninguna autoridad les había buscado para preguntarles si querían que en su territorio se instalaran los campos eólicos.

“La gente comenzó a pedirnos que investigáramos”, recuerda Bettina Cruz. “La intención no era hacer un movimiento, sino dar información para que la gente se diera cuenta de que los estaban robando, que los estaban engañando y para que no siguieran entregando sus tierras a esos megaproyectos. La gente fue la que dijo: ‘Vamos a organizarnos’”. Fue así como en 2007 nació la organización de la que es cofundadora: la Asamblea en Defensa de la Tierra y el Territorio de Juchitán, que después se transformaría en la Asamblea de Pueblos Indígenas del Istmo en Defensa de la Tierra y el Territorio (APIIDTT).

 

Una de las protestas realizadas por integrantes de la Asamblea de Pueblos Indígenas del Istmo. Foto: APIIDTT

 

Bettina Cruz no se miraba como una defensora de ambiente y territorio. Se dio cuenta de que lo era cuando ella, su esposo y otros miembros de la organización recibieron las primeras amenazas. Las intimidaciones —entre ellas denuncias judiciales— se intensificaron cuando los miembros de la APIIDTT luchaban contra la construcción de un proyecto eólico que la empresa Mareña Renovables intentó instalar en San Dionisio del Mar y que se detuvo gracias a la movilización social.

Bettina Cruz recuerda que desde entonces las energías renovables se presentaban como la panacea del cambio climático, “pero nosotros planteamos que no era así. Que no lo sería mientras se buscara solo obtener beneficios económicos, la mercantilización de la energía, la privatización del viento”.

 

Los integrantes de la APIIDTT plantean que las energías eólicas no serán una solución al cambio climático si llegan a imponerse en las comunidades. Foto: Francisco Ramos.

 

Cambios en el territorio

Las dos hijas de Bettina han abrazado en defensa del Istmo. Una de ellas estudió ciencias ambientales y la maestría en desarrollo rural; la otra antropología. Durante sus estudios de licenciatura, una de ellas escuchó sobre la urgencia de que el mundo impulsara la energía renovable. Pero, al mismo tiempo, en el Istmo ella miraba la lucha de sus padres y cómo los campos eólicos terminaban siendo megaproyectos que se imponían en las comunidades.

Hoy recuerda que a su mamá “la veían como la mujer que andaba pregonando advertencias ante algo que, como definición se planteaba como bueno. En algunos espacios, incluso, no la dejaban hablar. Como ella es aguerrida, buscaba la forma de explicar que las energías renovables estaban haciendo daño en los territorios”.

 

En el Istmo de Tehuantepec buena parte del territorio es propiedad social, es decir los derechos de uso de la tierra son de ejidos y comunidades agrarias. Para poder instalar los parques eólicos y hacer uso de ese territorio, las empresas —con ayuda de funcionarios federales y estatales de Oaxaca— realizaron contratos con las comunidades para que éstas les rentaran sus terrenos y cedieran el uso de la tierra durante 30 años. En la mayoría de esos contratos se señala que este periodo se puede renovar en forma automática.

Con este esquema, “lo que pierden las comunidades es el derecho al uso de la tierra. Ese derecho de usufructo es luego utilizado por las empresas como uno de los activos a través de los cuales obtienen financiamiento para la construcción de los parques. Para conseguir esos créditos ponen como garantía los equipos de los parques, pero también el derecho sobre la tierra de las comunidades”, explica Sergio Oceransky, de la Fundación Yansa, que impulsa la energía renovable comunitaria.

 

Protesta a las afueras de las oficinas de Iberdrola realizada a principios de noviembre de 2021. Foto: APIIDTT.

 

Hoy, después de varios años de la instalación de los parques eólicos, Oceransky señala algunas de las consecuencias que han tenido estos contratos: “En algunos casos, las empresas eólicas han demandado por despojo a campesinos que protestan con bloqueos contra las condiciones de los contratos. Otras han condicionado el pago de la renta por la tierra a que los campesinos garantice que nadie perturbara de alguna forma la operación de sus proyectos”.

Pero además, a partir de la llegada de los parques eólicos, en el Istmo se produjo un proceso agresivo para la parcelación de tierras de uso común. “Lo que ha pasado en muchas comunidades de la región —detalla Oceransky— es que se han convertido en parcelas individuales muchas superficies que antes era de uso común, en las que existen ecosistemas que tenían una historia de manejo sustentable y equitativo por parte de las comunidades indígenas, y que ahora (esas tierras) están cercadas como consecuencia de las eólicas”.

 

Bettina Cruz es una de las consejalas del Consejo Indígena de Gobierno del CNI. Foto: APIIDTT

 

Mirarse como defensora

Fue en un taller en la ciudad de Oaxaca, en donde Bettina Cruz conoció a otras mujeres que, como ella, también defendían el territorio y los bienes naturales. “Ahí dije sí, soy una defensora, porque estamos luchando por las demandas de justicia y dignidad, estamos haciendo una defensa de nuestra identidad como pueblo indígena y de este territorio que es nuestro, que siempre ha sido nuestro y siempre nos lo han despojado”.

En ese entonces, Cruz, su esposo y sus hijas tuvieron que salir del Istmo. “Nos andaban buscando para matarnos, porque estábamos afectando los intereses de las empresas y del gobierno”, recuerda la defensora.

“[Bettina] es de las primeras mujeres que comenzaron a hablar de la defensa del territorio y el despojo por parte de los proyectos eólicos”, recuerda Yésica Sánchez Maya, abogada y directora de Consorcio Oaxaca, organización civil feminista dedicada a la defensa de los derechos humanos de las mujeres y al acompañamiento a defensoras en riesgo por su labor.

 

Bettina fue de las primeras voces que alertaron sobre las consecuencias que tendrían los campos eólicos en el Istmo. Foto: APIIDTT.

 

A Sánchez le tocó acompañar a Bettina Cruz cuando la amenazaron. En ese entonces, la defensora tuvo que guardar sus coloridos huipiles para pasar desapercibida y poder salir de su comunidad —entre 2012 y 2013— para salvaguardar su vida. Dejar el huipil no es algo fácil para quien lo mira como parte de su fuerza, su identidad de mujer indígena y mujer istmeña.

Cruz y su familia lograron regresar a Juchitán en 2013, después de que se anunció la cancelación del parque eólico en San Dionisio del Mar. Su lucha continuó, porque no se detuvieron los planes para instalar más aerogeneradores. Por ejemplo, el proyecto de Mareñas Renovables se reinventó con otro nombre, Eólica del Sur, y se instaló en Juchitán.

 

En varios foros, integrantes de la Asamblea denunciaron que esos proyectos se imponían en las comunidades. En las consultas, por ejemplo, aseguran que participaba gente que no era de la comunidad o que había sido “comprada” por las empresas. Además, no se daba la información completa sobre los impactos sociales que provocarían los parques, sólo se hablaba de los supuestos beneficios. También mostraron cómo las compañías dividían a la comunidad ofreciéndoles más dinero por la renta de las tierras y prometiéndoles que, además, tendrían empleos.

Pobladores que creyeron las promesas y firmaron contratos señalan que hoy no les pagan  por el uso de sus terrenos y que, en algunos casos, ni siquiera les dejan entrar a sus tierras. “Lo advertimos, pero muchos no nos creyeron. Incluso, nos descalificaron. Todavía hay algunos que nos dicen que nosotros queremos presionar a las empresas para que nos den dinero, para obtener beneficios. Yo sólo les digo: ‘Entonces, si es que he tenido beneficios, ¿por qué no dejo de molestar a las empresas?’”.

 

Una de las varias protestas que se han realizado en el Istmo por el tema de la energía eléctrica. Foto: APIIDTT

 

Energías que no son tan verdes 

En el Istmo hoy se pueden encontrar 29 parques eólicos, 27 de ellos privados y en su mayoría pertenecientes a empresas europeas. Ninguno produce energía para las comunidades; lo hacen para grandes compañías, entre ellas las mineras. En el paisaje de esta región del sur de México hay poco más de dos mil aerogeneradores. Y, de acuerdo con los datos de la APIIDTT, estos campos ocupan más de 50 mil hectáreas de tierras de uso común en el territorio del pueblo binnizá. Mientras otros se benefician del viento de estas tierras, los pobladores han realizado protestas en contra de las altas tarifas eléctricas que les cobra el Estado.

“Nosotros siempre pedimos que se hiciera un estudio de los impactos acumulados en la región, porque ya había muchos parques”, recuerda Bettina Cruz. Su demanda, no se escuchó.

A mediados de octubre pasado, en el periódico La Jornada, Cruz y una de sus hijas publicaron el texto Energía renovable para el despojo de los territorios indígenas; ahí señalan que el corredor eólico del Istmo, considerado el más grande de América Latina, “a pesar de emplear un discurso de energía limpia y mitigación ambiental”, ha tenido múltiples impactos sobre el territorio: “el desplazamiento de las actividades productivas campesinas, el cambio de uso de suelo, la privatización de la tierra, los conflictos intercomunitarios, el aumento de la violencia en la región debido a la presencia del crimen organizado (que sí, trabaja directamente con las empresas) e incluso la militarización y masculinización del territorio”, se lee en el artículo.

 

En septiembre de 2021, los integrantes de APIIDTT anunciaron que consiguieron un amparo contra la construcción de otro campo eólico. Foto: APIIDTT

 

Desde 2015, el doctor en ciencias sociales Luis Miguel Uharte Pozas ya señalaba que “la construcción masiva de parques eólicos en un mismo lugar no responde en absoluto a ninguna lógica de sostenibilidad ambiental ni territorial ni tampoco a las necesidades de consumo de los habitantes del Istmo, sino estrictamente a los intereses empresariales de un pequeño grupo de corporaciones privadas”.

En otras investigaciones también se han documentado los impactos sociales, ambientales y económicos de los parques eólicos en el Istmo como: transformación del paisaje, contaminación de fuentes de agua, privatización de tierras que antes eran comunales, entre otros.

Bettina Cruz insiste que una energía que significa explotación, despojo y aniquilación de los recursos naturales no puede llamarse verde: “La energía renovable no va a detener el cambio climático. Son las prácticas y quien tenga el poder para decidir qué hacer y cómo utilizar esas energías renovables”.

 

Bettina ha tejido redes con otras mujeres que defienden ambiente y territorio, entre ellas las defensoras mayas. Foto: ONU.

 

El 20 de septiembre de 2021, los integrantes de la APIIDTT anunciaron uno de sus más recientes triunfos legales: obtuvieron un amparo en contra de la construcción, en tierras de uso común, del proyecto eólico Gunaa Sicarú, de la empresa francesa EDF.

En esta lucha legal contra las eólicas y en su defensa del territorio, la APIIDTT no está sola, tiene el respaldo y acompañamiento del Congreso Nacional Indígena (CNI), espacio de articulación de los pueblos indígenas, hermanado al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).

Desde que surgió el EZLN, en 1994, Bettina Cruz quedó prendada de sus palabras. Por eso, para ella fue “muy natural” su integración al CNI. En 2017 fue elegida para formar parte del Consejo Indígena de Gobierno del CNI. “No represento a todas las mujeres binnizá ni a todos los hombres; pero sí estamos representando a los que luchan con nosotros por defender nuestros derechos como pueblos indígenas”.

 

En 2017, la defensora binnizá fue elegida para formar parte del Consejo Indígena de Gobierno del CNI. Foto: Francisco Ramos.

 

Tejer redes para la defensa y el cuidado

Fue en septiembre de 2017, cuando la región del Istmo se remeció por un sismo de magnitud 8.2 que dejó casas, iglesias, escuelas y comunidades enteras en ruinas. Cuando la zona aún no se recuperaba, llegó la pandemia del COVID-19. Esas dos sacudidas llevaron a que los integrantes de la APIIDTT ampliaran su campo de acción. No sólo se abocan a defender el territorio de las eólicas, también impulsan la construcción de cocinas comunitarias, trabajan en el rescate de la medicina tradicional y acompañan en sus procesos legales a mujeres que sufren violencia familiar.

Las mujeres, resalta Cruz, “son las que más se involucran en el tema de la defensa del ambiente y el territorio, pero también son las que están más descuidadas”. Por ello, en los últimos años, la APIIDTT ha puesto en el centro de su agenda el tema del fortalecimiento de las mujeres y la salud integral: “La salud no es que sólo yo esté sana, sino también mi entorno”.

¿Por qué las mujeres son las que más se entregan a la defensa del ambiente y el territorio? Bettina Cruz tiene una explicación: “Somos cuidadoras de la vida. No digo que los hombres no sean importantes para esta lucha, son importantísimos. Pero las mujeres somos cuidadoras de la vida. La madre tierra también nos da vida y tenemos que cuidarla. Tenemos que cuidar a nuestra madre”.

 

En septiembre de 2017, un sismo causó diversos daños a la región del Istmo. Foto: Francisco Ramos.

 

Una de las hijas de Bettina describe el trabajo comunitario que hace su madre con la crianza que ella tuvo en casa: “Su defensa del territorio es muy maternal. Y tiene que ver mucho con las ancestras, con la forma en que las propias madres del Istmo cuidan y procuran”.

Para Yésica Sánchez, de Consorcio Oaxaca, las defensoras de ambiente, tierra y territorio son inspiración para otras defensoras de derechos humanos: “Ellas tienen una cosmovisión fuerte, una conexión con la tierra. En este momento en el que tenemos un capitalismo tan voraz, ellas están resignificando la vida. Ellas están defendiendo lo más esencial: el agua, la tierra, la fauna. Si se acaba eso, se acaba todo”.

Cuidar a otras, cuidar el entorno, pero también cuidarse a sí misma y cuidarse entre todas. Esto último es una de las herramientas que utilizan quienes, como Bettina, forman parte de la  Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos: “Una de nuestras premisas es que las redes salvan”, dice Yésica Sánchez.

Ella y Cruz también forman parte de la Red Nacional de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos, iniciativa que nació en 2010 y hoy cuenta con 309 integrantes de 26 estados del país. Una de las coordinadoras de la red, Cecilia Espinoza, explica que esta organización se tejió para acompañar a las defensoras.

 

Taller para el rescate de la medicina tradicional en el Istmo. Foto: APIIDTT

 

“Las defensoras no solo nos enfrentamos a riesgos físicos o digitales, también hay impactos en diferentes ámbitos de nuestra vida como mujeres y es importante visibilizarlos, porque eso nos permite continuar en esta opción que hemos tomado de defender los derechos humanos”, explica Cecilia Espinoza.

Las mujeres defensoras están en un riesgo permanente. Tan sólo entre 2016 y hasta agosto de 2021, al menos 21 defensoras de territorios han sido asesinadas en Nicaragua, Guatemala, El Salvador, Honduras y México, de acuerdo con datos de la Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos.

 

Acciones de resistencia en contra de los megaproyectos en el Istmo de Tehuantepec. Foto: APIIDTT

 

Primero, eólicos. Ahora, parques industriales

Cuando no está en reuniones con sus compañeras de la Asamblea, Bettina Cruz visita comunidades o atiende el llamado de alguien que le pide ayuda porque su hija, hermana o prima vive violencia doméstica. Cuando está en casa, cuida a los perros y gatos que ha recogido de la calle. Y también se da un espacio para tomar clases: “Ahora estoy estudiando derecho. Es lo que se necesita para que, por lo menos, no te engañen”.

La defensora binnizá también se da su tiempo para seguir con las tradiciones de su tierra. “Eso le da energía. Es su forma de tejerse dentro de la comunidad”, dice una de sus hijas.

A principios de septiembre de 2021, una tormenta dejó a buena parte de Juchitán inundado. “Estamos viendo cómo la naturaleza ya está protestando. Aún así, el 1% de la población, la que tiene el poder corporativo, insiste en utilizar a la naturaleza para su uso y seguir dañándola”. Y por eso, dice, la defensa de territorio que realizan los pueblos indígenas es vital para el planeta: “La mayor parte de los bienes naturales que aún quedan están en territorios indígenas”.

 

Una de las asambleas en contra del Corredor del Istmo de Tehuantepec. Foto: APIIDTT

 

Ahora, además de su lucha contra los parques eólicos, Bettina Cruz y sus compañeros de la APIIDTT enfrentan un nuevo megaproyecto. En realidad se trata de un plan añejo que se ha tratado de poner en marcha en varios momentos, los intentos más recientes se dieron con los gobiernos priístas, primero durante el sexenio de Ernesto Zedillo (1994-2000) y después con Enrique Peña Nieto (2012-2018).

Ahora con la Cuarta Transformación, como el propio presidente Andrés Manuel López Obrador llama a su gobierno, se desempolvó el plan de unir los puertos de Salina Cruz, en Oaxaca, con el de Coatzacoalcos, en Veracruz, a través de lo que se ha llamado el Corredor Interoceánico en el Istmo de Tehuantepec, el cual contempla un tren de alta velocidad y, a lo largo de esa ruta, instalar 10 parques industriales. Además, se prevé construir dos gasoductos.

Enfrentar ese proyecto gubernamental ha sido complicado, reconocen, sobre todo porque “algunos que fueron nuestros compañeros ahora están con este gobierno. Nos han dividido y generado pugna en las comunidades”, explica Rodrigo.

Bettina y los integrantes de la Asamblea de Pueblos Indígenas del Istmo en Defensa de la Tierra y el Territorio saben que la defensa del territorio es cada vez más difícil, pero ellos no bajan la guardia. Su fuerza, dicen, está en hacer comunidad, en tejer redes. Son Quijotes que no pelean contra gigantes imaginarios, saben que su lucha es contra aquellos que buscan privatizar el viento, el agua y el territorio.

*Imagen principal: ilustración de Kipu Visual.

Actualizado el: Mar, 11/23/2021 - 16:47

Josefina Tunki: “Si hay que morir en la defensa del territorio, hemos de morir”

  • La primera mujer en presidir el Pueblo Shuar Arutam enfrenta amenazas de muerte por su lucha para evitar que la minería se instale en territorio indígena: “Lo que más me preocupa es que en el rato menos pensado puede haber desalojos o confrontaciones”. 
  • El Estado ha entregado 165 concesiones a empresas mineras —para explotar cobre, oro y molibdeno—, lo que afecta a 56% del territorio indígena, en la Cordillera del Cóndor, en el suroriente de Ecuador. 
  • La llegada de Josefina a la presidencia ha revelado el machismo estructural, pero también ha mostrado a una generación que ve en ella una esperanza para que más mujeres lleguen a ocupar espacios de poder. 

Por Ana Cristina Alvarado

*Este reportaje es parte de una alianza periodística entre Mongabay Latam y La Barra Espaciadora.

Josefina Tunki es madre, aunque no tiene hijos biológicos. En el 2019 se convirtió en la primera presidenta del Pueblo Shuar Arutam (PSHA) del Ecuador, organización indígena que reúne a cerca de 12 000 personas que habitan en la Cordillera del Cóndor, en el suroriente del país. Desde ese momento, el instinto de protección hacia su pueblo y su territorio reforzó su compromiso vital.


Nunca ordenaría una acción armada, dice con voz firme y segura, pero si los indígenas shuar se tienen que defender de la presión y la violencia de las empresas mineras y del Estado ecuatoriano, ella se pondría al frente para proteger las montañas, los bosques y las cascadas que su pueblo ha habitado y cuidado desde hace siglos.


Tunki dice que no tiene miedo a las armas de policías ni militares. Tampoco a las amenazas de muerte que ha recibido por parte de los mineros. Teme que su pueblo pierda su hogar: “Lo que más me preocupa —confiesa— es que en el rato menos pensado puede haber desalojos o confrontaciones”.

 

 

La líder indígena camina con su vestimenta tradicional por las calles de tierra de la comunidad de Maikiuants, sede de su organización. Foto: Cortesía Lluvia Comunicación.

El Estado ecuatoriano ha entregado 165 concesiones mineras que ocupan el 56% de las 230 000 hectáreas de territorio del PSHA, de acuerdo con información de la organización no gubernamental Amazon Watch. A partir de la década de los 90, las concesiones se han dado a las empresas Solaris Resources (Canadá), SolGold (Australia), ExplorCobres S.A., EXSA (China y Canadá) y Aurania Resources (Canadá) para explotar cobre, oro y molibdeno. 


Los trabajos ya están en etapa de exploración, aunque el PSHA no ha sido consultado sobre si está de acuerdo con que se haga minería a cielo abierto en las cimas de sus montañas. Tampoco quieren ser consultados. Josefina Tunki repite en medios de comunicación, foros y otros espacios: “¡El Pueblo Shuar Arutam ya decidió! ¡No a la minería!”.


Carlos Mazabanda, geógrafo y coordinador de Ecuador para Amazon Watch, explica que en esas montañas nacen muchos afluentes de ríos que, de ser contaminados por la acción minera, provocarían un daño ambiental en cadena. Además, se trata de una zona donde las lluvias son constantes y con alto peligro sísmico. “Esto supone un riesgo para las estructuras de las minas, para el socavón (que se abre para la explotación minera) y las piscinas de desechos”, precisa. 

 

 

El mapa muestra las 165 concesiones entregadas a empresas mineras en territorio del Pueblo Shuar Arutam, delimitado con rojo. Realización: Carlos Mazabanda/Amazon Watch


No obstante, el gobierno del exbanquero Guillermo Lasso impulsa la expansión de la frontera extractivista en la Amazonía ecuatoriana. En los primeros 100 días de su mandato, el presidente firmó los decretos 95 y 151 que formalizan los mecanismos para que instituciones gubernamentales otorguen rápidamente licencias ambientales a las industrias petroleras y mineras.


“Para nosotros, el decreto 151 significa que nuestros territorios están amenazados por la minería a gran escala. Nos damos cuenta de que esto no está bien, ¿a quién le consultó Guillermo Lasso, con quién socializó los impactos positivos y negativos de la minería? Con nadie, porque a nosotros no nos consultaron. Todos en las bases comunitarias deben opinar, pero ni él ni sus asesores ni siquiera conocen nuestras comunidades”, dijo la lideresa del PSHA el 18 de octubre de 2021, durante la presentación de la primera de una serie de demandas que los pueblos y nacionalidades presentarán contra el presidente ecuatoriano con el objetivo de que se eliminen los decretos.

 

 

Detrás de la presidenta del Pueblo Shuar Arutam están la Cordillera del Cóndor, hogar del Pueblo Shuar Arutam, y el Río Santiago. Foto: Ana Cristina Alvarado.

Intimidaciones al Pueblo Shuar

Pasada la medianoche de un lunes de septiembre de 2021, Josefina Tunki entra a un hotel de Sucúa, una ciudad de la provincia de Morona Santiago. No llega al metro sesenta de estatura pero su presencia no pasa desapercibida. Pide una habitación y al hacerlo, su timbre de voz grave se deja oír. Cada vocal y cada consonante suenan enfáticas. Sus palabras reverberan. La recepcionista no tiene idea de que está recibiendo a la líder de 47 centros shuar organizados en seis asociaciones. Tunki no anda con pompas ni con comitiva. Su rostro, de piel cobriza, tiene rasgos geométricos. Aunque sus pómulos se destacan, no ocultan las ojeras, rastros de largas jornadas. Esta vez, como ocurre con frecuencia, dormirá poco. 


A las cuatro y pico de la madrugada, la mujer shuar recibe la llamada de una autoridad de la provincia que le dice que los comuneros del centro Maikiuants, sede de la organización, están cobrando el paso por la comunidad. No es la primera vez que circulan mentiras en contra del PSHA o de sus dirigentes, sostiene. Ella no se deja engañar. A las seis de la mañana ya está camino a las oficinas de la organización que lidera. Su largo cabello gris, recogido en una sola hebra, reposa sobre su blusa morada.

 

Nada identifica a las oficinas del PSHA. Sus miembros, por seguridad, lo prefieren así. El 6 de noviembre de 2020, Josefina Tunki recibió —también a través de una llamada telefónica— una amenaza de muerte que ahora ella parafrasea: “Si siguen molestándome con denuncias nacionales e internacionales, una cabeza de estas tendremos que degollar”. Palabras más, palabras menos, eso le habría dicho Federico Velásquez, vicepresidente de operaciones de la minera Solaris Resources y presidente del Proyecto Warints.  


Federico Velásquez tiene otra versión del hecho. En un pronunciamiento enviado vía correo electrónico contó que durante esa llamada telefónica, él le habría reclamado por “ataques que por redes sociales ella estaba realizando a la compañía”. Según Velásquez, Josefina habría dicho que ella “no manejaba, ni era responsable de las redes sociales del Pueblo Shuar Arutam”. Frente  a esto, él habría respondido “si eso llegara a pasar en la Compañía a la que represento (no manejar, ni conocer lo que escriben  en las redes sociales de la Compañía) sin mi autorización, yo cortaría cabezas”.


El 21 de diciembre de 2020, Tunki presentó una denuncia en la Fiscalía de lo Penal en Sucúa contra la empresa Solaris y su gerente, Federico Velásquez, por amenaza e intimidación. El proceso estaba, hasta el 25 de octubre de 2021, en etapa de indagación previa. 


Esa no es la única intimidación que ella y otros líderes del PSHA han sufrido. Marcelo Unkuch, dirigente de gestión externa de la organización, cuenta que drones aparecen con cierta frecuencia a las fueras de las oficinas o de sus residencias. Edy Chinky Nawech, dirigente de comunicación, denuncia que también han sufrido el hackeo de sus redes sociales.

 
Esa mañana de septiembre, Josefina Tunki y Marcelo Unkuch visitarán la comunidad de Maikiuants para escuchar a los comuneros sobre el supuesto cobro de peaje. Además, recogerán información sobre un enfrentamiento que hubo entre las mujeres de la comunidad y promineros, mientras la mayoría de hombres estaba en otra comunidad, en una asamblea que se realizó días antes.


El viaje en auto empieza en Sucúa, desde las oficinas del PSHA. Durante unas dos horas se avanza hacia el suroriente sobre una carretera asfaltada y las casi tres horas restantes transcurren a lo largo de un camino de tierra abierto al borde de las montañas. Para muchos, la geografía ha dificultado el ingreso a muchas comunidades, pero para los shuar eso nunca ha sido impedimento. La lideresa indígena cuenta que antes de la existencia de la carretera, entraba a Maikiuants caminando dos días.

 

 

La presidenta del PSHA, rodeada por pobladores de las seis asociaciones de la organización, se dirige a las cámaras con la energía que le caracteriza. Foto: Lluvia Comunicación.

Líder desde la cuna 

El camino es largo pero la charla lo hace corto. Josefina Tunki, originaria del cantón Tiwintza, que limita con Perú, recuerda que ingresó a un internado de los salesianos cuando se le estaban cayendo los dientes. Tenía siete años. Desde esa edad hasta los 15, solo regresaba a casa durante el verano, por dos meses. “Cuando hablaba mi idioma, recibía reglazo o borrador en la cara —cuenta—, los misioneros salesianos nos dijeron que los mitos no valían, que son cosas paganas, que nosotros somos vagos, que ellos vinieron a enseñarnos a trabajar, pero al mismo tiempo, nos decían que la plata es del diablo, que hay que tener poco”.


Tunki mantiene su fe católica, pero cuestiona los métodos que los religiosos usaron para imponer el pensamiento occidental entre los pueblos indígenas. Ahora ya no va a misa ni se confiesa con frecuencia. Dice que confía en “el juicio de Dios”, pero también en los relatos de su abuela sobre la cosmovisión shuar, y en los conocimientos de la medicina ancestral. 


Su trayectoria como líder empezó cuando cursaba el colegio, aunque ella cree que el liderazgo le viene desde la cuna. Fue criada hasta los siete años por su abuela con la disciplina de los antiguos shuar y durante las vacaciones acompañaba a su mamá a las mingas. “Empezamos a organizarnos, éramos muy activos. Ahí fui entendiendo lo que es organizarse”. Su primer cargo fue como secretaria de Chiches, su comunidad. 

 

 

El liderazgo de Josefina Tunki comenzó desde que cursaba el colegio. Foto: Lluvia Comunicación.

A lo largo de sus 59 años ha ocupado diferentes cargos: fue docente bilingüe por siete años y salió del Magisterio —recuerda— para tener la libertad de caminar con su pueblo. Fue tesorera de su comunidad, dirigente de la Mujer de la Federación Interprovincial de Centros Shuar (FISCH), presidenta de la Asociación Artesanal Agroforestal Kanus (Asokanus), Concejala de la Niñez y Adolescencia de Tiwintza y presidenta de la Asociación Santiago, una de las seis que integran al PSHA. Desde esa posición, de acuerdo con el Plan de Vida de la organización, fue elegida presidenta del Pueblo.


Edy Chinky Nawech, dirigente de comunicación, cuenta que escuchó los primeros discursos de Josefina Tunki cuando tenía 10 años. “Para mí fue una motivación ver a una mujer en esos cargos y también ver a los líderes, quería seguir el ejemplo de ellos”, dice. Veinte años después, Chinky y Tunki caminan hombro a hombro en defensa de su territorio.

 

 


La primera vez que coincidieron fue en el 2005, cuando él entró a trabajar en el Municipio de Tiwintza y se encontró con ella, quien en esa época era despachadora de la bodega municipal. Poco después se hicieron grandes amigos. “El trabajo de organización comunitaria es así, hay muchas críticas, pero hay que estar bien plantado. Hay que escuchar todo lo que pasa”, recuerda que le decía ella. “Josefina es una mujer humilde, sencilla, solidaria. Es tranquila, nos escucha. En esta organización es como nuestra madre”.


Esta no será la única vez que se referirán así a Josefina Tunki. Ella es recíproca. En ocasiones, trata a los pobladores del PSHA como “hijos”. Cuando se dirige exclusivamente a las mujeres las llama “hijas”.

 

 

Josefina muestra una flor de una de las especies de guanto que tiene en su huerta. Esta planta tiene múltiples usos medicinales. Foto: Ana Cristina Alvarado.
 

Mujeres en resistencia

Antes de llegar a Maikiuants se ve el rastro de un incendio al lado de la carretera. El 8 de septiembre de 2021, maquinaria de la minera Solaris, asentada en territorio del PSHA, fue quemada. La empresa y varios promineros acusaron a las mujeres shuar de haberlo hecho, pero el Pueblo asegura que se trató de un nuevo intento de criminalizar su resistencia.


“Cómo van a venir hasta aquí las mujeres caminando”, se pregunta con enojo Marcelo Unkuch y explica que ese día, los hombres estaban en asamblea en Tiwintza, a varias horas de distancia, y que solo mujeres, jóvenes y niños se quedaron. “A los que estaban en la asamblea también les culpan, diciendo que son los mentalizadores. ¡Cómo mienten, cómo imaginan!”, exclama Unkuch.


Para ingresar a Maikiuants hay dos controles, el primero, a las afueras de la comunidad y el segundo, a la entrada del centro poblado. En ese punto, seis mujeres se relevan para controlar el ingreso día y noche. “El objetivo es que no pasen maquinarias de las empresas transnacionales”, explica Tunki. Esa carretera, que pasa por el territorio del PSHA y que atraviesa la comunidad de Maikiuants, llega a Warints. Áreas de esta comunidad y de Yawi fueron concesionadas a la canadiense Solaris.

 

 

Fanny Kaekat (a la derecha), una de las líderes de la comunidad de Maikiuants, junto a Josefina Tunki durante una asamblea antiminera. Foto: Lluvia Comunicación.

Ya en el lugar, Fanny Kaekat, socia de la comunidad, cuenta que a las dos de la mañana del 8 de septiembre fueron alertadas sobre la llegada de maquinaria. Desde esa hora, las mujeres se mantuvieron atentas. A las 05:30, la plataforma llegó a las cercanías de Maikiuants. Diez  mujeres con sus hijos, entre ellas Kaekat, se acercaron y le dijeron al conductor que no podía pasar. Tunki, sentada frente al auditorio, escucha a su compañera sin quitarle la mirada. Su rostro luce serio y afectado, aunque ya estaba bien enterada de cómo ocurrieron los hechos. 


Cuando las mujeres se quedaron solas, por redes sociales se enteraron de que una maquinaria había sido quemada por gente que se cubrió el rostro. “Estuvimos con la cara limpia, sin camuflar”, continúa con su relato Fanny Kaekat.


En su intervención, Josefina Tunki les reiteró su apoyo. “Todo es a favor de la empresa mientras una madre del hogar está ahí parada, defendiendo los derechos de sus hijos. ¿Quién les trae la comida? ¡Ese es el camino que nos arrasa, es el camino de la pobreza!”.


Las mujeres shuar quieren proteger el futuro de sus hijos. “Siempre hemos vivido aquí, aquí nos dejaron nuestros abuelos y aquí queremos dejar a nuestros hijos para que no anden un día de esclavos ni mendigos”, dice Nancy Antún, líder de las mujeres de Maikiuants.

 

 

Josefina (derecha), a su llegada a la comunidad de Maikiuants, conversa con Isabel Ushap, la mujer que en ese momento estaba haciendo el turno de guardia a la entrada a su territorio. Foto: Ana Cristina Alvarado.

El machismo, el otro enemigo

Josefina Tunki no se imaginó que en 2019 ganaría la presidencia del Pueblo Shuar Arutam. Mujeres como las de Maikiuants apoyaron su candidatura.


“Las compañeras dijeron, ahora vamos a elegir una mujer, debes ir tú. Vamos a hacer prueba, si trabajas bien, después iremos nosotras”, recuerda Tunki que le dijeron las mujeres presentes en la elección. 


Fanny Kaekat no olvida que Tunki fue la única presidenta de las seis asociaciones del PSHA que la apoyó cuando presentó un proyecto de capacitación para mujeres sobre formación política y derechos. “Los hombres no nos tomaban en cuenta”, recuerda Kaekat.


Nancy Antún también siente orgullo por contar con Josefina Tunki como su representante. También cree que la llegada de una mujer a la dirigencia ha llenado de confianza a las demás. “Por más que le vean la debilidad, que los hombres le discriminen, nosotros estamos con todo el apoyo para que la Josefina termine su periodo”.


Los hombres más cercanos a la lideresa del PSHA han sido testigos del conflicto de género que ha creado la llegada de una mujer a la presidencia de la organización. Carlos Mazabanda, quien desde Amazon Watch trabaja de cerca con el Pueblo, cree que esto responde a que no ha habido un proceso desde las bases para que las mujeres hagan oír su voz y lideren en condiciones de igualdad con los hombres. “En nuestro consejo mismo ha habido ese machismo de parte de algunos compañeros ejecutivos”, admite Chinky. 


Josefina Tunki cree que el machismo no está en todos los hombres, pero reconoce que en esta dirigencia ha sufrido múltiples atropellos por ser mujer. “Se refieren a mí en términos no tan decentes”, cuenta. Sin embargo, ha recibido apoyo moral de sus compañeros cercanos. Chinky es el dirigente en quien ella más confía y Marcelo Unkuch es su mano derecha. Los representantes de las organizaciones internacionales también han sido un apoyo cuando los ánimos han decaído. Además, decenas de mujeres del PSHA la respaldan y están pendientes de su bienestar. 


La presidenta del PSHA se ha convertido en un referente del temple de la mujer shuar. “La Josefina es clave. Sin la Josefina nosotros no significamos. Como mujer, ella conoce nuestras necesidades, nos entendemos, nos puede comprender mejor que los hombres”, opina Nancy Antún.

 

 

Josefina Tunki, junto a otros dirigentes del PSHA, marcha en contra de la minería en Morona Santiago. Foto: Lluvia Comunicaciones

Madre y sanadora 

Cerca de cumplir sesenta años, Tunki luce como una abuela sabia. Aunque la mayor parte del tiempo parece seria y dura, hace bromas y hasta se ríe a carcajadas. Es una estratega para luchar y resistir contra las mineras, pero también muestra un carácter maternal. Se preocupa por sus interlocutores, les pregunta cómo están, escucha y, si es necesario, da consejos con ternura a partir de su experiencia.


“A la Josefina le siento como mi madre”, dice Antún. “Me ha dado apoyo moral y fuerza. Cualquier cosa, cualquier inquietud, con confianza le preguntamos. Le felicito una y mil veces, ha estado atenta, como una madre”, agrega la comunera. Chinky también la ve así: “He tenido la confianza de comentarle algunas cosas familiares. Ha sido una de las mujeres que más me ha aconsejado”.


La agenda de Josefina Tunki en la comunidad de Maikiuants termina al caer el día. Esa misma noche regresa a Sucúa. Los días pasan rápido y no alcanzan para realizar todas las actividades pendientes. Por eso, el horario de la presidenta se extiende hasta las noches.


Al día siguiente visitará su comunidad, Chiches, a unas tres horas al sureste de Sucúa.


Al terminar su periodo, en marzo de 2023, Josefina Tunki quiere volver a cuidar su huerto de plantas medicinales. Tiene al menos dos docenas de especies, entre guantos, ruda, cúrcuma y ají. Planifica reabrir las puertas de su casa —una sencilla construcción de tablones— para curar a los enfermos con la medicina ancestral que aprendió de sus mayores. 


No cree en los shamanes, porque es católica, pero sí en el poder de las plantas como creación de Dios. Ella se imagina de nuevo tranquila, ya sin las responsabilidades del cargo al frente del PSHA, pero reconoce que seguirá atenta.


Parte del territorio de Chiches, su comunidad, también está concesionado a las mineras, en este caso, a la empresa australiana Solgold. Como ella, los comuneros shuar están dispuestos a resistir ante la creciente arremetida del extractivismo en la Amazonía. “Si hay que morir en la defensa del territorio —dice—, hemos de morir”.

* Imagen principal: ilustración de Kipu Visual.

Actualizado el: Mar, 11/23/2021 - 14:12

Triple riesgo: ser mujer, indígena y defensora ambiental en América Latina

  • Quince defensoras latinoamericanas de ambiente y territorio fueron asesinadas en el 2020, siete de ellas eran indígenas, de acuerdo con el informe anual de  Global Witness.
  • Detrás de esos asesinatos hay una escalada de violencia física, psicológica y sexual que viven las lideresas indígenas, quienes son estigmatizadas, criminalizadas y acosadas por su labor en la defensa de ríos, el territorio y la vida misma.
  • En América Latina, las defensoras indígenas han formado redes de apoyo donde promueven el autocuidado como una “práctica política”.

Por Vanessa Romo Espinoza y Gloria Alvitres

Las mujeres Wayuú en Colombia son una fuerza colectiva. Han conocido el miedo y las amenazas de quienes las vigilan día y noche por estar en contra de la minería que contamina sus ríos y sus tierras en la región de La Guajira. Ellas decidieron unirse y organizarse. Juntas se cuidan, defienden su territorio y los recursos naturales que dan vida e identidad a sus pueblos indígenas. También han asumido el rol de mantener la memoria de sus familiares asesinados. 

“Fuerza de Mujeres Wayuú ha sido nuestro mejor ejercicio de resiliencia”, cuenta Jackeline, una de las lideresas que integra esta lucha. En América Latina, ser mujer, ser indígena y ser defensora ambiental significa una triple amenaza que deben enfrentar para sobrevivir. 

“El grueso de los asesinatos a defensores (ambientales y de territorio) se dan en Latinoamérica, muy por encima de otras regiones del mundo”, comenta Laura Furones, especialista de Global Witness, organización ambiental que desde el 2012 realiza un informe anual sobre el tema y que para 2020 documentó el asesinato de 145 defensores ambientales en la región —60% de todos los registrados a nivel mundial—, de los cuales quince eran mujeres y, de ellas, siete eran indígenas. Esta última cifra es preocupante si se toma en cuenta que los pueblos indígenas representan un 5% de la población mundial.

Mural de Berta Cáceres en el centro de Tegucigalpa. La defensora Lenca fue asesinada en 2016. Foto: Sandra Cuffe.

 

“Pero el asesinato es el caso más extremo. Hay una violencia con rasgos muy claros hacia la mujer”, agrega Furones. Ellas, a diferencia de sus compañeros, deben enfrentar daños físicos, psicológicos y sexuales, acoso y persecución por defender sus medios de vida de traficantes de tierra, de taladores, mineros ilegales, narcotraficantes y de los grupos criminales que buscan imponerse en sus territorios.

Información recopiladas por el proyecto periodístico Tierra de Resistentes, que registra los actos de violencia en contra de los defensores ambientales y de territorio en América Latina, aporta más información a la reunida por Global Witness. Entre 2010 y 2020 —de acuerdo con la base de datos construida y que cubre 12 países de la región— se registraron más de 340 ataques en contra de mujeres indígenas defensoras. La gama de las violencias es amplia e incluye el acoso judicial, las amenazas, la estigmatización, la criminalización, el desplazamiento y la violencia sexual.

Mongabay Latam en alianza con Rutas del Conflicto en Colombia, La Barra Espaciadora en Ecuador y RunRun en Venezuela decidimos investigar cómo afecta esta violencia a las mujeres indígenas que defienden el ambiente y su territorio, qué luchas están liderando y qué estrategias de defensa colectiva han puesto en práctica para hacerle frente a las amenaza en Ecuador, Colombia, México, Perú y Venezuela. 

Los liderazgos femeninos, como el de Josefina Tunji (Ecuador), han sido parte del mundo indígena, pero también han sido históricamente invisibilizados. Foto: Lluvia Comunicaciones.

Mujeres, cuidadoras de la vida

Una defensora ambiental es una mujer quien ha emprendido una lucha individual o colectiva a favor de los derechos humanos, específicamente los que están vinculados a la tierra, el territorio y el ambiente, según refiere la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).   Para la Alianza por los Derechos Humanos de Ecuador, estas defensoras también difunden información, denuncian y promueven la organización comunitaria. “Pero para las mujeres indígenas es mucho más difícil ser líder, pues aún sufren una falta de reconocimiento de sus capacidades”, dice Alejandra Yépez, de la organización Amazon Watch Ecuador. Esto sucede pese a que las mujeres, históricamente, han estado a cargo de labores esenciales dentro de las comunidades indígenas.

“Ellas son las que tienen el rol de transmitir la cultura, la lengua, son las que se encargan de la salud y del cuidado. No poder acceder a sus territorios sanos interrumpe esas labores”, agrega Francisca Stuardo, de Global Witness. 

Bettina Cruz, lideresa indígena binnizá que denuncia el despojo de tierras por parte de empresas de generación de energía eólica en la región del Istmo de Tehuantepec, al sur de México, tiene claro este papel diferenciado de la mujer con respecto al territorio. “Somos cuidadoras de la vida”, señala. “No digo que los hombres no sean importantes para esta lucha, son importantísimos. Pero las mujeres somos cuidadoras de la vida. La madre tierra también nos da vida y tenemos que cuidar a nuestra madre”.

Bettina Cruz, lideresa indígena binnizá, denuncia desde hace más de una década cómo las empresas de generación de energía eólica han impuesto sus proyectos en Oaxaca, México. Foto: Francisco Ramos

Alejandra Yépez, de Amazon Watch Ecuador, señala que son estos espacios de vida —el agua, los ríos, el bosque, la tierra— en los que se concentran las luchas de las mujeres indígenas. “La noción de tierra y territorio que tienen las mujeres indígenas no está disociado de su cuerpo. Para ellas es una extensión de este”, agrega Stuardo, de Global Witness. 

Bajo esta premisa, ejercer la violencia sobre el ambiente y el territorio es ejercerla también sobre las mujeres. “Por eso —remarca Stuardo— los ejercicios de defensa están protagonizados por mujeres, aunque no sean siempre visibles”. 

Integrantes de Fuerza de Mujeres Wayuú, en Colombia. Foto: Cortesía Fuerza de Mujeres Wayuú.

Las violencias contra las defensoras

Sofía Vargas, oficial del proyecto de Oxfam en Perú, comenta que justamente la lucha de las mujeres suele ser menos visible porque históricamente se les ha impedido el acceso a espacios donde se toman las decisiones políticas y de manejo de territorio. 

Para lograr tener protagonismo dentro de su comunidad o en su región han tenido que trabajar durante, al menos, diez años en temas comunitarios, muchas veces relacionados con salud materno infantil o soberanía alimentaria, comenta Belén Páez, directora ejecutiva de Fundación Pachamama. Para que una mujer se ponga al frente de la comunidad, dice, primero ha tenido que romper varias barreras personales. 

“El punto de partida es diferente para una mujer indígena, en comparación con un hombre indígena”, dice Mariel Cabero, especialista en justicia ambiental de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza de los Países Bajos (IUCN NL). Ellas, señala Cabero, primero deben enfrentarse a los estereotipos impuestos por ser mujer.

Las violencias dirigidas a las mujeres defensoras indígenas también tienen sus matices particulares, si se les compara con los ataques que sufren los defensores indígenas hombres: “Hemos visto que los hombres son criminalizados y hasta los asesinan, pero las mujeres, muchas veces, son violadas y de esto no se habla. Se vive con esto, se carga con ese dolor”, comenta Melania Canales, presidenta de la Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas del Perú (Onamiap). 

“La violencia sexual es una forma de agresión hacia las mujeres, de mostrar poder, de humillar. Se convierte en una forma de castigo por la labor de defensoras que desempeñan. Se les hace campañas de desprestigio que se refuerzan en estereotipos para poder descalificarlas”, señala Vargas de Oxfam. 

Laura Furones, de Global Witness, añade que aunque las mujeres defensoras son asesinadas en una tasa de 10% a nivel mundial, detrás de esta cifra se esconden otro tipo de agresiones. Francisca Stuardo, también de Global Witness, comenta que esta violencia no solo pasa por el ataque físico y sexual, sino también por los espacios que tienen para realizar estas denuncias.

 

En el caso de Ana María Fernández, de la comunidad yukpa de Venezuela, sicarios le mataron a cinco de sus diez hermanos. Ella asegura que los asesinaron por encargo de terratenientes, militares y guerrilla colombiana que operan en el estado de Zulia y cuyo objetivo es apoderarse de las tierras indígenas. Aun así, ella se hizo luchadora social y ha seguido denunciando los abusos, por lo que ha sufrido discriminación, despojo y múltiples amenazas que han caído sobre las mujeres que más ama. Los que la acosan, han amenazado de violación a su hermana y han quemado la casa de su madre. 

Sobre la estigmatización, Bellanira López Sánchez, especialista de Protección Integral a Defensoras del Consorcio Oaxaca, organización no gubernamental en México, comenta que esta es una práctica común dentro y fuera de las comunidades indígenas: “Las mujeres que se ponen al frente en una lucha de resistencia tienden a ser señaladas, porque deberían estar haciendo otras labores como cuidar la casa o los hijos y por este trabajo de defensa estarían dejando esas labores”. 

Además, al tener un rol de cuidado dentro de las comunidades, son ellas a las que más les afecta en su cotidianidad el dedicar buena parte de su tiempo a la defensa del ambiente y el territorio. 

Betty Rubio (al frente de la primera balsa) es presidenta de la Federación de Comunidades Nativas del Medio Napo, Curaray y Arabela (Feconamncua).

“Lo más difícil es dejar a mis hijos (durante los viajes a las comunidades). Y lo más triste es que la mayoría de las veces no hay cobertura (telefónica y de internet)”, confiesa Betty Rubio Padilla, presidenta de la Federación de Comunidades Nativas del Medio Napo, Curaray y Arabela (Feconamncua), perteneciente a la provincia de Maynas, en la región Loreto. Las defensoras sienten que están dejando de lado responsabilidades en el hogar y con sus familias. 

A Josefina Tunki, la primera dirigente en presidir el Pueblo Shuar Arutam, y referente de varias mujeres indígenas en Ecuador, la han insultado y difamado por ser mujer e indígena. Tunki reflexiona que, si bien ha recibido el apoyo de muchos hombres de las comunidades Shuar, el machismo ha hecho que muchas veces la traten distinto: “Se refieren a mí en términos no muy decentes”, cuenta.  

Pese a la gravedad de los ataques, no existen muchos datos en América Latina sobre las amenazas específicas en contra de las mujeres defensoras indígenas, señala Cabero de IUCN NL. “Estamos trabajando en monitorear y visibilizar estos peligros”, agrega.

Algunas organizaciones, como la Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos, han resaltado que la criminalización —abrir procesos judiciales en su contra— es una de las violencias a las que recurren cada vez más los actores que buscan frenar las luchas de las defensoras indígenas.

En uno de sus informes, la Iniciativa Mesoamericana resalta que “estos procesos usualmente no prosperan, lo que da cuenta de un patrón en donde las mujeres son criminalizadas por delitos que no se pueden confirmar, lo que podría develar un indebido uso judicial contra las mujeres”.

Cuando la protección nace desde adentro

“Luchamos contra terratenientes, grandes hacendados, ganaderos, cuerpos policiales y guardia nacional, gobierno local y el mismo Estado que no permiten la demarcación de nuestras tierras", advierte Ana María Fernández, lideresa yukpa. 

“Son lideresas que luchan por sus tierras porque en esos espacios es donde está el alimento para su familia, el agua, sus lugares sagrados, su cultura”, dice Linda Bustillos, profesora de la Universidad de Los Andes (ULA).

¿Cómo se defienden las mujeres indígenas ante la desprotección de las autoridades estatales? Tejer redes y el autocuidado son herramientas que han sumado a la defensa del ambiente y territorio las mujeres cuyas historias son narradas en este especial.

Es el caso de Ana María Fernández, Carmen Fernández y Lucía Romero, tres defensoras indígenas que lideran la Organización de Mujeres Indígenas Yukpa de la Sierra de Perijá, Oripanto Oayapo Tüonde, creada para defender a su pueblo de la escalada de violencia en esa región de Venezuela.

Para instituciones como Onamiap, la autoprotección se convierte en una solución frente a las débiles acciones que los Estados realizan para proteger a las defensoras ambientales amenazadas, mecanismos que la mayoría de las veces no tienen un enfoque ni intercultural ni de género. 

“En algunos países se nos obliga a migrar a las ciudades como salida de la contaminación o de las múltiples violencias que vivimos en nuestras comunidades. Pero las mujeres lo pasamos mal en las ciudades. No es como en tu comunidad donde produces tu comida o hablas en tu lengua materna”, dice Melania Canales, de Onamiap. 

Bellanira López, de Consorcio Oaxaca, comenta que si existiera una perspectiva diferenciada para la protección de mujeres indígenas defensoras, se evaluarían casos donde no es necesario que salgan de su comunidad. “Es necesario revisar cuál es la causa del riesgo y tomar acciones a partir de este análisis”, añade. 

La necesidad de un enfoque distinto de protección se evidenció con más fuerza durante la pandemia del COVID-19, señala Laura Furones, de Global Witness. “Los mecanismos de defensa que ya eran frágiles han dejado de funcionar y esto aumenta el círculo de impunidad”, precisa. 

La ausencia de justicia y visibilidad de los ataques a las lideresas indígenas fue identificado por organizaciones como Fuerza de Mujeres Wayuú en Colombia. Es por ello que han recorrido La Guajira, de norte a sur, con una escuela itinerante que ha formado a más de mil mujeres en derechos humanos e incidencia política. 

En Ecuador, el colectivo Mujeres Amazónicas —conformado por representantes de siete nacionalidades indígenas—, además de defender el territorio amazónico y los derechos humanos, se ha convertido en un soporte de sanación espiritual y físico entre mujeres durante la pandemia. 

A nivel regional existe el Tribunal de Mujeres Amazónicas, iniciativa entre organizaciones indígenas y organizaciones privadas que busca mostrar las agresiones que viven las mujeres indígenas en América Latina. Y también está la Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos.

“Ninguna es mártir y nuestros cuerpos no se ofrendan”, dice Bellanira López e insiste: “Si queremos defender nuestros derechos también tenemos que gozar de ellos. Hay que ver el autocuidado como una práctica política, porque nuestro primer territorio es nuestro cuerpo”.

Pero mientras las mujeres defensoras ponen sus cuerpos en juego, ¿cómo están respondiendo los países donde ellas viven?

Un llamado de emergencia a América Latina

Las especialistas consultadas por Mongabay Latam coinciden en que en América Latina aún falta mucho para lograr garantizar los derechos de las mujeres indígenas que defienden el territorio. “Escuchamos palabras grandilocuentes de los Estados cuando se refieren a programas de protección de las y los defensores, pero a la vez se recortan presupuestos para estas iniciativas, como sucede en México”, dice Laura Furones, de Global Witness. 

Tampoco, agrega Furones, existe una coherencia entre los proyectos económicos que se aprueban en los países y que representan una amenaza contra los territorios donde habitan los pueblos indígenas. “Esto se hace sin un mínimo de consulta a las comunidades”, resalta. Lo mismo destaca Mariel Cabero, de IUCN NL: “La consulta previa informada a los pueblos indígenas es un requisito, pero se suele hacer rápidamente y no se ofrecen procesos adecuados para que las comunidades conozcan bien lo que se realizará en sus territorios”.

Para la especialista de IUCN NL, acuerdos como el de Escazú son fundamentales como guía para la defensa de los pueblos indígenas. En América Latina, entre los países que aún no han ratificado están Perú, Colombia y Venezuela. En el caso de Perú, Melania Canales, de Onamiap, señala que el nuevo gobierno, que asumió en julio de este año, debería plantear nuevamente al Congreso esta ratificación. 

El caso más extremo de desprotección lo vive Venezuela. Lexys Rendón, especialista en derechos humanos y coordinadora del Laboratorio de Paz, señala que existe “un retroceso importante en la garantía de derechos económicos, sociales y culturales” en el país. “Hay un criterio generalizado para las personas que levantan la voz contra las políticas estatales de tildarlos como enemigos. Cuando hay mujeres que hablan en contra de proyectos extractivos son acusadas de traidoras a la patria”, dice Rendón. Para la activista venezolana, esta indiferencia a las demandas de los pueblos indígenas ha causado que solo un 17% de las comunidades tengan territorios delimitados, lo que los deja en una mayor vulneración.

Global Witness ha emitido una serie de recomendaciones dirigidas a los gobiernos, la ONU y la Unión Europea de modo que se garantice la protección de defensores ambientales: “Las empresas y los gobiernos deben rendir cuentas por la violencia contra los defensores de la tierra y el medio ambiente, quienes se encuentran en la primera línea de la crisis climática”. Señala que se necesitan acciones urgentes a nivel internacional, regional y nacional para garantizar el acceso a la justicia y el debido proceso, sin criminalizar a los activistas, sino proteger su integridad. 

“Muchas de nuestras compañeras en América Latina han sido asesinadas, incluso cuando tenían medidas cautelares que las protegían, como Berta Cáceres (defensora indígena de Honduras)”, agrega Melania Canales de Onamiap. 

Canales, quien recorre el Perú recogiendo las denuncias de otras mujeres indígenas, comenta que el primer obstáculo lo enfrentan cuando buscan presentar una denuncia: en muchas regiones, las instancias judiciales se encuentran a un día de distancia. 

“La violencia está institucionalizada y naturalizada”, dice la dirigente. Esto es algo que desde las comunidades, tejiendo redes, cuidando y defendiendo aquello que da vida, identidad y futuro a sus pueblos, las mujeres indígenas buscan cambiar. Y por eso alzan la voz en colectivo y cada vez lo hacen más fuerte.

Actualizado el: Mar, 11/23/2021 - 12:34

Colombia: la fortaleza de las mujeres Wayuú que defienden el agua

  • En 2006 se fundó Fuerza de Mujeres Wayuú, organización indígena que ha denunciado cómo la minería de carbón, al represar y contaminar sus ríos, ha dejado a La Guajira sin agua.
  • Por sus denuncias y el trabajo que realizan para capacitar a mujeres en la exigencia de sus derechos humanos, las integrantes de la organización han recibido amenazas de muerte. 
  • Las mujeres Wayuú no cesan en la defensa de su territorio. Además de su labor en La Guajira, impulsan acciones internacionales para diseñar normas que obliguen a las empresas a rendir cuentas y prevenir impactos ambientales negativos.

Por Carol Sánchez

*Este reportaje es parte de una alianza periodística entre Mongabay Latam y Rutas del Conflicto.

Al salir de la sede de Fuerza de Mujeres Wayuú, Mülo’u tomó el taxi más cercano. Eran un poco más de las 10 de la noche y el año 2008: los paramilitares y el miedo abundaban en La Guajira. Al llegar a su destino, recibió una amenaza en voz del conductor: “Te salvas hoy, pero no te vuelves a salvar más nunca. Así como te esperé y seguí hasta aquí, así las veo cada que están en sus reuniones. No las hemos matado porque no hemos querido, pero a toditas las podemos colar en esas hamacas en las que duermen. ¡Bájate!”.
 
Mülo’u siguió la orden temblando, empacó sus maletas y se fue del lugar. Para ese entonces, Fuerza de Mujeres Wayuú —organización indígena de la que Mülo’u forma parte desde el inicio— ya era conocida en Colombia por hacer públicas las denuncias de violaciones de derechos humanos y ambientales cometidas en su territorio. Los dos años que llevaban de trabajo habían sido suficientes para poner a sus integrantes en la mira de actores violentos, como paramilitares y bandas criminales. Desde ese momento, nunca han dejado de estarlo. Las amenazas continúan año tras año y ya las sienten incontables.

 

Fuerza de Mujeres está conformada por 15 coordinadores municipales y decenas de mujeres y hombres que se han unido al proceso desde el 2006. Foto: Cortesía Fuerza Mujeres Wayuú.

Las más recientes se dieron en medio de la pandemia del COVID-19. En marzo de 2020, cuando empezaba la cuarentena en Colombia, los nombres de varios integrantes de Fuerza aparecieron en un panfleto firmado por las “Águilas Negras”, grupo armado sin cohesión y heredero de estructuras paramilitares que no se desmovilizaron por completo en 2006. En ese escrito se les mencionaba como objetivo militar, se les amenazaba de muerte y también con reclutar a sus hijos e hijas. 

Un mes después, en otro comunicado violento, a Epaya'a —también integrante de Fuerza de Mujeres Wayuú—  le dieron 48 horas para abandonar La Guajira, el departamento más al norte de Colombia.

Dice Mülo’u que, después de tantas intimidaciones, ya son de caucho. Aún así el temor les obliga a mantener la cautela en el país con el mayor número de líderes ambientales asesinados en el mundo durante 2020, de acuerdo con el más reciente informe de Global Witness. 

Es por esa misma cautela que en este texto a las dos defensoras se les nombra como Mülo’u y Epaya'a. En Wayuunaiki, el idioma de su pueblo, el primer vocablo significa “grandeza” y el segundo “hermana mayor”. Son palabras que las describen. Eso es lo que han mostrado y han sido para Karmen Ramírez, fundadora de Fuerza Mujeres, durante todos estos años en defensa de la tierra, el agua y en contra de los efectos negativos de la minería.

 

 

Quedarse sin agua

De los viejos han escuchado que ni siquiera los españoles, con la colonización, cambiaron tanto la historia Wayuú como lo ha hecho la empresa minera Cerrejón, que ya lleva más de 30 años en su territorio. 

Las mujeres narran que han visto cómo la expansión de esa mina de carbón a cielo abierto, la más grande de Latinoamérica, ha desplazado a comunidades indígenas, afros y campesinas. Y cómo han sido testigos del desviamiento o represamiento de 17 cuerpos de agua, incluyendo al Ranchería, su único río.

Fuerza de Mujeres Wayuú ha escuchado, visto y sido testigo de todo esto pero nunca en silencio. Han recorrido La Guajira, de norte a sur, con una escuela itinerante que ha formado a más de mil mujeres en derechos humanos e incidencia política. Han presentado informes y tutelas ante la Corte Constitucional por las afectaciones que la explotación minera causa en sus tierras. Y han contado ante gobiernos europeos y organismos internacionales, como la ONU, que a sus comunidades las están dejando sin agua y sin tierra.
 
Cuentan Mülo’u y Epaya'a que, a pesar de habitar una zona en gran parte desértica, el pueblo Wayuú nunca había sufrido tanta sed o hambre. Antes de la llegada del Cerrejón sembraban ahuyama y tenían cómo regarla; pastoreaban chivos y tenían cómo darles de beber; caminaban por horas y tenían formas de encontrar agua para sus pueblos.

 

 

En vez de pensar en “el mundo que le van a dejar a sus hijos”, las integrantes de la organización piensan en cómo dejarle mejores hijos al mundo. Foto: Cortesía Fuerza Mujeres Wayuú.

Hoy aseguran que se cuentan por miles los niños que han muerto por desnutrición. Y se escribe “por desnutrición” porque es esa la causa médica, pero en Fuerza de Mujeres nombran algunas otras. A Karmen le sube el tono de voz cuando dice esto, se exalta y parece al borde del llanto: “Ellos no han muerto por desnutrición. Ellos han sido asesinados por un Estado que se desentendió de la necesidad de garantizar el agua a un pueblo que antes, si había sequía, podía moverse por el territorio, llegar a los ríos y abastecerse. Un pueblo al que, además, le han contaminado su único espíritu de agua. Porque, para nosotros, el Ranchería es un espíritu que ha sido contaminado y privatizado por el Cerrejón con la vehemencia del Estado”.
 
Y continúa: “Hoy hablan de que los niños Wayuú murieron por la corrupción. Y sí, pero también murieron por la acelerada explotación y por la cooptación del territorio por parte de la mina con conocimiento del Estado. En el lugar donde se produce una de las economías más importantes de Colombia mi gente desaparece porque no hay agua y no hay posibilidades de garantizar el alimento para la niñez. Como contraparte de ser uno de los mayores exportadores de carbón, hay 5 000 niños, una generación de mi pueblo que ha sido asesinada”.
 
Es un testimonio duro, crudo y doloroso. Y tiene un correlato en las cifras oficiales. El Cerrejón es la segunda carbonera con más ingresos del país, según datos oficiales de la Superintendencia de Sociedades, y ha alcanzado ganancias de más de 265 millones de dólares. Mientras tanto, La Guajira es el segundo departamento más pobre de Colombia y el 61,8% de sus habitantes viven con menos de 87 dólares al mes, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística. El contraste es claro.

 


En 2017, la Organización obtuvo el Premio Nacional a La Defensa de los Derechos Humanos en la categoría de Experiencia Colectiva, el cual es otorgado por Diakonia y la Iglesia Sueca con el apoyo del Gobierno Sueco. Foto: Cortesía Fuerza de Mujeres Wayuú. 

 

En el 2017, la Corte Constitucional declaró que lo que sucede con los niños y niñas Wayuú está asociado a una vulneración generalizada, irrazonable y desproporcionada de sus derechos. También ordenó una serie de medidas para garantizar el agua, la alimentación y la salud a los niños indígenas, pero no se han cumplido. En una audiencia, realizada en junio de 2021, tanto la Procuraduría General como la Defensoría del Pueblo denunciaron que ni siquiera se había creado un plan de acción riguroso para superar esta crisis humanitaria.
 
Y aunque necesaria, la batalla de Fuerza Mujeres y el pueblo Wayuú por el agua es poco balanceada, considera Jakeline Romero, otra integrante de la organización. “Cuando tenemos que enfrentarnos a grandes corporaciones, o a un Estado que está a disposición de los grupos económicos y no de las comunidades, el trabajo es muy desigual”, dice. 

 

 

Mina de Cerrejón en el departamento de La Guajira, norte de Colombia. Foto: Lucy Sherriff para Mongabay.

Incluso la ONU le ha pedido a Colombia que suspenda, así sea temporalmente, las actividades del Cerrejón. El relator especial de la ONU sobre derechos humanos y el medioambiente afirmó en septiembre de 2020 que, entre otras cosas, la actividad minera ha afectado la calidad del aire en la región y “provoca la contaminación de los recursos acuíferos no sólo al desviar y usar un gran número de arroyos y afluentes, sino también al verter agua contaminada con metales pesados y productos químicos”. 

Nada funciona. La mina sigue extrayendo carbón 24 horas diarias, siete días a la semana. Lo que pasa en Colombia es todo lo contrario a lo que debería hacerse. Mientras el mundo discute en la COP26 la eliminación del carbón como fuente energética, Colombia no se ha adherido al acuerdo para reducir la producción y uso del combustible fósil, el mayor contribuyente al cambio climático.

Respecto a las denuncias, Mongabay Latam y Rutas del Conflicto contactaron a El Cerrejón. La empresa asegura que, desde el 2014, ha entregado más de 200 millones de litros de agua potable a las comunidades afectadas de la Alta Guajira mediante un programa que sigue vigente. También afirma que, durante la pandemia, invirtieron casi 3 millones de dólares para fortalecer el sector salud del departamento y que entregaron más de 50.000 “para ayudar a las comunidades de su área de influencia”. Finalmente, rechazan que se les acuse como una de las causas de la desnutrición de los niños y niñas indígenas.

 

 

Karmen enfatiza en que la solución a la situación de su pueblo no está en la entrega de alimentos o en carrotanques (camiones cisterna) de agua que recorran el departamento. Para la lideresa indígena, la solución es que los Wayuú puedan volver a cultivar como lo hacían antes, para ello necesitan fuentes de agua y moverse libremente por sus tierras ancestrales. 

En este contexto, es fácil entender la respuesta rápida de Epaya'a a la pregunta ¿cuál es la bandera de tu defensa?:

“Definitivamente el agua como medio de subsistencia de nosotros y nosotras en La Guajira”, responde, “de sobrevivencia, más bien”.

Un tejido de mujeres
 
Epaya'a se unió a la Fuerza de Mujeres el mismo año en que Mülo’u fue amenazada en el taxi. Su vida, hasta entonces, había estado marcada por la violencia. El Estado, las guerrillas, los paramilitares y, como ella lo menciona, la multinacional Cerrejón habían causado muertes y víctimas en su familia y pueblo indígena. De allí nació la motivación para unirse al proceso: no quedar inmovilizada ante su dolor y el de los suyos.
 
A la organización, Epaya'a llegó por invitación de Jackeline y ha pasado tanto que ya no cuenta los años. Jackeline, a su vez, había sido invitada por Mülo’u y esta última por Karmen al fundar Fuerza. Es una red que se hizo fuerte desde que empezaron a juntarse a tejer y a hablar de las vivencias de sus comunidades, de sus pesares y sentimientos. “Fuerza de Mujeres Wayuú ha sido nuestro mejor ejercicio de resiliencia”, cuenta Jackeline, “de manera sarcástica, en ese ambiente de conflictos y violencia, decimos que nos hemos reclutado. La una se ha llevado a la otra. Pero lo hablamos desde el vocablo de la paz: nosotras hemos reclutado mujeres para la paz”.

 

 

Los integrantes de Fuerza de Mujeres recorre rancherías y asentamientos típicos Wayuú, para capacitar mujeres, hombres y niños para dotarlos de herramientas que les permitan exigir sus derechos. Foto: Cortesía Fuerza Mujeres Wayuú

Karmen recuerda que la primera motivación para organizarse fue la de buscar justicia por la memoria de sus muertos. Estaban comprometidas con la necesidad de contar y mostrar lo que pasaba en sus tierras a principio de los 2000: asesinatos, desapariciones, desplazamientos y masacres que nunca fueron contadas. Durante los primeros cinco años del milenio, en La Guajira se dio la expansión de un grupo paramilitar y la violencia adquirió proporciones nunca antes vistas en la región. 
 
Mülo’u —como Epaya'a y la mayoría de miembros de la organización— sufrió esa violencia muy cerca. En el 2004 paramilitares desaparecieron a su tío, que en realidad era como su hermano, y a su familia le tomó cuatro años recuperar los restos. Hija de una autoridad Wayuú, lleva la valentía en la sangre. 

Mülo’u dice que ella es una mujer a la que el sistema la obligó a empoderarse, “y cuando digo ‘obligado’ es porque ni siquiera lo hice por mí misma, lo hice también para ser ejemplo de otras mujeres y decir: sí se puede, sí estamos en la capacidad de abanderar espacios, sí podemos visibilizar. La tarea, en ese sentido, es poner un pare a todas las vulneraciones que viven las mujeres”.

Cada una de las integrantes de Mujeres Wayuú, lastimosamente, podría contar una historia parecida. Por eso para ellas ha sido tan importante recorrer la Alta, Media y Baja Guajira con la Escuela de Formación “Mujeres Indígenas y Otras Formas de Sabiduría”, enseñándole a las comunidades cómo pueden hacer justicia por sus muertos y exigir la restitución de los derechos que ya les han violado.

La Escuela empezó en el 2009 y ya son cientos de mujeres y hombres los que se han beneficiado de los talleres. Como explica Mülo’u, por medio del proceso la organización ha ido creciendo de la mano de las comunidades: “Para mí ha sido muy complaciente ver mujeres que nos dicen: ‘hoy Cerrejón quería hacer una consulta previa y les dijimos: ¿dónde están los documentos? ¿dónde está el aval del Ministerio?’. También otras que nos dicen: ‘estoy haciendo parte de un proceso y mi esposo se queda con los niños’. Este tipo de cosas que, antes, eran obstáculos. Entonces pienso: la gente sí se está empoderando”.

 

 

Los talleres se realizan en toda la Guajira colombiana. Foto: Cortesía Fuerza de Mujeres Wayuú.

El camino no ha sido fácil. Al principio, se les acusaba de querer cambiar la cultura, de intentar transgredir sus límites y, a forma de ofensa, de ser feministas. “Eso significaba para nosotras un estigma. Era como "uy, no, ¿somos feministas? Comparable con qué, ¿con terroristas?", recuerda Karmen. 

La etiqueta, y también el temor que provocaba hablar de lo que los paramilitares estaban haciendo, llevó a que algunas comunidades ni siquiera las recibieran. “Nosotras —menciona Karmen— llegábamos y nos echaban. La gente tenía temor de denunciar porque pensaba que, si lo hacían, los paramilitares iban a llegar a asesinarlos. Además, nos veían como unas ‘locas, feministas’ intentando cambiar la cultura”.

En una ocasión, una comunidad luego de echarlas regó agua sobre sus huellas en la arena. En la cultura Wayuú, esto es prácticamente un destierro, un aquí no vuelvan. Días antes, tres personas habían sido asesinadas allí y para ellas era importante hacerles saber que podían exigir justicia. En ese momento no las aceptaron, pero hoy esa misma comunidad forma parte del proceso.

También hay ahora mujeres que se formaron en Fuerza de Mujeres Wayuú que no tienen miedo a decir que son feministas. Karmen lo declara: “¿Cómo no voy a ser feminista si yo defiendo a la Madre Tierra?”.

 

 

Fuerza de Mujeres está conformada por 15 coordinadores municipales y decenas de mujeres y hombres que se han unido al proceso desde el 2006. Foto: Cortesía Fuerza Mujeres Wayuú.

Una defensa internacional 

A Karmen Ramírez la llamaban a su celular, le decían qué ropa tenía puesta y le describían lo que harían con ella en los espacios en los que denunciaba el conflicto armado y los problemas ambientales de La Guajira. Como los hostigamientos eran constantes, se fue del país en el 2009 y siguió su defensa desde afuera. En Suiza conoció a quien ahora es su esposo. Dice que es una refugiada del amor: “En él me refugié para no ser asesinada en Colombia”.

Paradójicamente Glencore, la multinacional dueña de Cerrejón, tiene sede en ese país. A la empresa suiza se le ha relacionado ya en el pasado con grupos paramilitares en Colombia. De hecho, un exlíder paramilitar declaró que se reunió con un funcionario de Cerrejón para discutir el asesinato de miembros del sindicato, otros han dicho que vigilaban el territorio de la mina.

Sabiendo que la batalla es desigual, como dice Jakeline, Fuerza de Mujeres ha llevado su trabajo de incidencia a instancias internacionales. En Suiza, Karmen y otras mujeres indígenas de diferentes partes del mundo, también afectadas por Glencore, han hecho movilizaciones contra la compañía. Además, se han reunido con organizaciones de ese país para contarles sobre lo que la llegada de la empresa a sus territorios ha significado para su gente.

Estas acciones fueron un punto clave de incidencia para que, en noviembre de 2020, en Suiza se realizara un referendo por la Iniciativa de Responsabilidad Empresarial, acción impulsada por organizaciones de la sociedad civil que buscaba conseguir que las empresas registradas en su país rindan cuentas sobre la violación de derechos humanos e impactos ambientales en otros territorios.

A pesar de que la iniciativa ganó el referendo con 50,7% de los votos, esta no fue puesta en vigor por falta de unanimidad de los cantones suizos. Sin embargo, continúa el trabajo por tener más acciones como estas. 

La defensora Rosa Juliana Ramos resalta que “lo envidiable y maravilloso” de Fuerza de Mujeres es que por su nombre, “uno asumiría que se van a dedicar a defender solo el tema de las Wayuú. Pero no, la Fuerza es una organización que está siempre a la defensa de todas las comunidades”.

 

 

Fuerza Mujeres recibe el apoyo de diversas organizaciones internacionales. Foto: Cortesía Fuerza Mujeres Wayuú.

Lo que aún queda

Cuenta Mülo’u que un día, recorriendo una ranchería, escuchó de la boca de un vigilante del Cerrejón que a las integrantes de Fuerza de Mujeres las llamaban “Las X20”. Recuerda que les dijo: “A nosotros, desde la mina, nos monitorean y nos preguntan si las X20 andan por aquí, si las X20 ya pasaron, si tienen reunión y con quiénes se reúnen”. Nunca han querido hacer señalamientos directos, pero sienten que detrás de sus amenazas no están solo los grupos armados. 

Epaya'a recuerda que las amenazas contra su vida empezaron cuando se decidió a defender el Ranchería de los impactos de la minería. Ya son más de 10 años de estar esquivando a la violencia que les ha traído la defensa de su río y ni el miedo las ha detenido. “Me ha impulsado a seguir en la defensa de los derechos humanos que sé que las cosas pueden cambiar. El hecho de que hay mucha gente que espera que los apoyen, los asesoren y les haga saber que hay esperanza. Sigo por esos lugares a los que no llega el gobierno nacional, en los que pasa de todo y parece que no pasara nada”, afirma.

Coincidencia o no, tanto integrantes de Fuerza Mujeres Wayuú como de otras organizaciones han recibido amenazas justo en momentos en que se expresan en contra de la minera. Un caso sucedió en 2019, cuando varios líderes y lideresas fueron nombrados en panfletos de las “Águilas Negras”, días antes de una audiencia pública en la que hablarían en contra del desviamiento del arroyo El Bruno.

 

 

A través del trabajo de Fuerza Mujeres, alrededor de 1000 mujeres y hombres de La Guajira han sido capacitados en derechos humanos y ambientales. Foto: Cortesía Fuerza Mujeres Wayuú.

Sobre las amenazas, Cerrejón sostiene que “ha fortalecido sus procesos de debida diligencia para rechazar públicamente los casos, ofreciendo apoyo a las personas amenazadas que así lo deseen y solicitando a las autoridades que adelanten las investigaciones que permitan responsabilizar a los autores, para asegurar la vida y dignidad de estas personas.”

El guajiro es un pueblo y las de Fuerza son mujeres que se han visto forzadas a cambiar sus formas de vida y su cultura. Comunidades desplazadas o reasentadas para darle paso a la minería, como las de Tamaquito o Tabaco, han tenido que dejar sus casas con patios abiertos y cultivos para mudarse a conjuntos residenciales que no hubiesen querido ver. 

Epaya'a, como las demás, está convencida de que la vida de su pueblo sería mucho más digna sin la minería. “Si el Cerrejón no hubiera llegado nunca, el territorio sería igual que antes: uno muy productivo, de gente agrícola que tenía ganadería y una mejor calidad de vida”, termina. Por eso, su pedido es claro: “No queremos más diálogo. Queremos que se vayan”. 

* Imagen principal: ilustración de Kipu Visual.

Actualizado el: Mar, 11/23/2021 - 11:59

La mirada juvenil de la nueva guerra en las montañas del Valle

Por: Marcela Ríos

San Antonio es un pueblo con nombre de santo, en Sevilla, al norte del Valle del Cauca, que es narrado por sus pobladores jóvenes, pero no precisamente por sus valores canónicos. En el podcast al final de este texto hablan tres de sus protagonistas, quienes, además de la pandemia, han tenido que soportar la guerra por el territorio. Aparentemente, esta zona sería un campo de batalla del grupo residual de la columna móvil Adán Izquierdo de las antiguas FARC, que buscaría extender su poder e influencia en la zona montañosa del Cauca y del Valle. Refiriéndose a la autodenominada ‘compañía Adan Izquierdo’, la Defensoría del Pueblo alertó en agosto de 2021 que “dicha facción se presume representa un desdoblamiento estratégico del accionar de la Columna Móvil Dagoberto Ramos desde el norte del departamento del Cauca, con el fin de hacerse al dominio de territorios que anteriormente fueron controlados por el Frente Sexto y 50 de las antiguas FARC-EP”.

 

 

Esta historia de violencia no es nueva, hace parte del legado que dejó la oleada de narcotráfico, paramilitarismo y presencia de grupos insurgentes del siglo pasado. 
En la década de los noventa, el conflicto se degradó radicalmente por la entrada del narcotráfico en todas las esferas de la sociedad. El norte del Valle era conocido por el cartel de narcotráfico que llevaba el mismo nombre. En el nuevo milenio, con la llegada del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), en varias subregiones del Valle se dio una alianza entre agentes del Estado (de las Fuerzas Armadas o de Inteligencia), capos de este tipo de carteles y paramilitares, que en ese entonces tenía como objetivo eliminar un enemigo en común: los grupos armados que se auto-denominaban revolucionarios.


Las consecuencias de la más reciente reconfiguración del conflicto armado en esta zona del país son de conocimiento del Gobierno. A finales del mes de septiembre, el Ministerio de Defensa convocó a un Consejo de Seguridad que tuvo lugar en la ciudad de Cali, para hablar de las preocupaciones en esta materia en el departamento. Ahí manifestó en una audiencia pública que los grupos armados que operan, refiriéndose a las antiguas columnas móviles Adán Izquierdo y Dagoberto Ramos, tienen prácticas extorsivas e hizo un llamado a comerciantes y empresarios diciendo: “hay que denunciar, no pagar”. Sin embargo, estas cuestiones irían más allá de las llamadas ‘vacunas’.  Este año, desde que empezó el estallido social en el país, con el paro nacional, los habitantes de la zona rural de San Antonio, zona alta de Sevilla, han recibido constantes amenazas e intimidaciones a través de panfletos (físicos y también virtuales por redes sociales), en los que supuestamente la ‘compañía Adán Izquierdo’ dictamina leyes y sentencias para mantener el orden y el control de sus habitantes, lo que sin duda ha hecho que se cambien las dinámicas cotidianas.

Panfleto enviado en agosto por la ‘Compañía Adan Izquierdo’ 

 

Los jóvenes en San Antonio son conscientes de las dinámicas de conflicto armado que incluyen a los antiguos guerrilleros y a los miembros de la Fuerza Pública. Sus narraciones desdibujan la tranquilidad de un pueblo que desde la firma del Acuerdo de paz no evidenciaba mayores enfrentamientos armados, detonaciones de artefactos explosivos y la intimidación a la población con amenazas contra la vida. Las historias de vida de quienes cuentan estas historias coinciden en varias cosas: llegaron a San Antonio desplazados por la violencia hace diez años por motivos del conflicto armado, que aún recuerdan; además de que todos están a punto de graduarse del colegio y no quieren quedarse en San Antonio, porque no ven futuro en el pueblo. Hoy estos jóvenes atestiguan la reconfiguración del conflicto armado en el país, limitando su resistencia y tranquilidad; son adolescentes que han tenido que sortear sus sueños en medio de la violencia.

 


 
La violencia no sería el único tema que afecta a estos jóvenes rurales, el problema de fondo son las pocas oportunidades de educación superior y trabajo en el campo, dejándoles únicamente la opción de trabajar en la industria cañera o maderera en este departamento. En el caso de los jóvenes de San Antonio con los que conversamos, su opción es pertenecer a las Fuerzas Armadas. “Eso es lo que hay que exigirle al Estado, que ayude a esos jóvenes, que tengan oportunidades. Eso es lo que están pidiendo todos los jóvenes del país, una verdad y justicia y esa justicia es el estudio para los jóvenes, cuando salgan de bachiller que les puedan dar una universidad”, dice Lucia, una mujer campesina de San Antonio que hoy vive en el casco urbano de Sevilla por temor a la violencia en el área rural.

 

 

 

Actualizado el: Lun, 11/08/2021 - 19:45

Matar a un periodista: el asesinato de Marcos Montalvo en Tuluá

El 19 de septiembre fue asesinado el periodista de 68 años en una tienda en Tuluá, Valle del Cauca. Su muerte significa la pérdida de un símbolo del periodismo crítico en el municipio. También es un síntoma del complejo entramado de violencia que azota a la ciudad y de las dificultades que se le impone al periodismo regional en Colombia.

 

Por: Cerosetenta con apoyo de La Liga Contra el Silencio

Marcos Montalvo no fue solo un periodista crítico que le siguió la pista a la política y al poder. También fue maestro de muchos de los que hoy siguen haciendo periodismo en Tuluá. Más de un mes después de su asesinato, aún no hay resultados sobre los responsables ni las motivaciones del crimen. La Fundación para la Libertad de Prensa considera que su asesinato es una estrategia de intimidación y terror que se ha usado durante años contra los periodistas: asesinar a los referentes del oficio para causar miedo, para silenciar a otros. Las consecuencias ya se sienten, aunque en Tuluá el miedo siempre ha estado: desde hace décadas, el municipio ha estado marcado por la violencia, y en medio de ese contexto hacer periodismo es un reto. La independencia escasea, no hay garantías laborales y no hay seguridad.  

 

Actualizado el: Lun, 11/08/2021 - 09:23

En Caquetá solo quedan las voces del silencio

Por: Valeria Urán Sierra

—La pandemia recrudeció un montón todas las condiciones precarias de pobreza extrema, y pues los chicos digamos que al verse acorralados ante una situación económica tan crítica pues ven en las filas una alternativa. 
—¿Qué es lo que les ofrecen y les prometen? ¿sigue siendo como algunos años atrás? 
—Acá en Caquetá digamos que no solamente es reclutamiento, están todos los términos: vinculación, reclutamiento, abuso, utilización y violencia contra menores, se ven todas.Una vez los chicos están no solamente interesados, sino que de alguna manera endeudados con el grupo, pues ahí ya se los llevan al monte, ahora sí a las armas.
—La Defensoría del Pueblo ha emitido varias alertas ¿qué está pasando? 
—Hacia la zona de Solano tienen una dinámica muy fuerte, porque allí se concentra todo el cuello de botella del corredor de narcotráfico. Sobre todo por el río abajo, o en Cartagena del Chairá. 
—¿Hacia dónde va toda esa droga? 
—Con este tema del tráfico de marihuana hacia el Brasil, allí los menores son utilizados como mulas humanas. Ellos cargan la mercancía por la selva para evadir los controles que hay del Ejército y de la Armada sobre el cauce del río. 
—¿Y en la zona urbana cómo está la cosa? 
—En Florencia, eso fue como en marzo más o menos, hubo una captura de una cabecilla del frente Carlos Patiño, que fue muy particular además, porque ese frente opera en el sur del Cauca.
—¿Por qué creen que se vino hasta el Caquetá? 
—La modalidad de ella era buscar chicos, obviamente vulnerables, menores (...) y les vendía droga. Marihuana, perico, bazuco...y cuando los chicos se metían en el rollo, ya no tenían con qué pagarle, entonces la forma de pagar era irse para Argelia, Cauca, a trabajar allá, bien fuera en los cultivos de coca o bien sea ya como combatientes. 
—¿Se sabe qué grupos están en la zona? 
—Aquí existe presencia de las disidencias de las Farc, al mando de Gentil Duarte, la Nueva Marquetalia al mando de Iván Márquez, y Comandos Bolivarianos de la Frontera, o Sinaloa. Esa es la gente que está acá. 

Una conversación similar, vía telefónica, sostuve con varias personas en el Caquetá. Líderes y lideresas defensoras de derechos humanos, y algunos periodistas, atendieron mis llamadas, —la pandemia y el desconocimiento de los actores armados en la zona, imposibilitaron el viaje—, contestaron mis preguntas, en ocasiones con voz baja o con monosílabos, o fueron hasta lugares “seguros”, para conversar con mayor tranquilidad. 

Llamé buscando información sobre seis de las masacres perpetradas y registradas en el departamento durante los últimos ocho meses. Inicialmente, quería saber qué grupos armados se encontraban en la zona, qué se estaban disputando, pero sobre todo, quiénes fueron las víctimas. Estaba claro que estábamos asistiendo a la nueva reconfiguración del conflicto armado en Colombia, y entre tanto, la situación de los jóvenes en el Caquetá apareció, estaban siendo de nuevo reclutados y utilizados por los nuevos actores armados que estaban llegando a la zona. Prueba de ello, la captura de María Edith Hurtado Ramón, alias ‘Marcela’, el 6 de abril de 2021 en Florencia. Hacía parte del Frente Carlos Patiño en el Cauca. 

Así fue como di con la historia de Camila*, una muestra viva de que detrás de una masacre, se esconden otro tipo de victimizaciones, como el reclutamiento forzado e ilícito, y que esto es tan solo el comienzo de una vida atravesada y averiada por la guerra. Para ella, que un niño o un joven sea reclutado hoy, o hace siete años atrás como ocurrió con ella, no es cosa distinta, porque siente que eso les jode igualmente la vida. 

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—Yo no he sabido qué es vida desde que me escapé del monte. Eso a uno lo marca. Yo paz no he tenido, a mi me robaron la niñez, a los siete añitos a mi se me llevaron. 
—¿Cómo fue que terminaste en las filas de las Farc?
—A mi le llevaron a estudiar enfermería supuestamente. Ellos le dijeron a mi papá que lo mejor era llevarme a estudiar, y que ellos me iban a seguir trayendo cada quince días. 
—¿Y si pudiste estudiar?
—No, nunca hubo estudio
—¿En qué momento comprendiste que te iban a dejar allá?
—Cuando fueron pasando los meses. Además no fui yo sola, algunos de mis hermanos ya habían sido reclutados antes, o hacían favores. Incluso mi papá y mi mamá, porque vivían y siguen viviendo presionados por esa gente, después de tanto tiempo. 
—¿Era normal ver a la guerrilla en el pueblo?
—Si, ellos nos regalaban comida, y de todo. Eran como héroes, ya después supe que no era así. 

Carolina* fue reclutada en 1999 por el Bloque Sur, Frente 14 —quienes siempre han controlado este departamento—, en Peñas Coloradas, Bajo Caguán, Caquetá, con solo siete años de edad. Estuvo bajo el mando de la comandante Nayibe Rojas Valderrama, alias ‘Sonia’ —capturada en febrero de 2004 precisamente en Peñas Coloradas—, y los comandantes Camilo Diaz alias ‘El Cantante’, alias ‘Fermyn’, entre otros. Logró escapar de sus filas cuando tenía 14 años.

La presencia de las Farc en esta zona inició en los años ochenta, y fue de la siguiente manera: antes de que la guerrilla llegara al Caquetá, y controlará las riveras del río Caguán, en los años setenta, algunos colonos llegaron allí, se hicieron a algunas tierras, y las empezaron a trabajar. Años más tarde el Cartel de Medellín, sería quien convertiría esta zona en corredor para la hoja de coca que provenía desde el Perú. Más tarde, los Frentes 2 y 3 de esta guerrilla se fueron asentando, para más tarde convertirse en el Frente 14. Su actividad inició protegiendo y regulando el negocio en Remolinos del Caguán, Santo Domingo y Santa fe del Caguán, para después entrar al negocio directamente, y así financiar su ofensiva militar. 

 

 

El “Mono Jojoy” era quien estaba al mando a principios de esa década. Tenía la idea de que con el paso del tiempo este frente se convertiría en el piloto de uno de sus mayores objetivos: perfilarse como un ejército con estrategias ofensivas. En 1987 realizó su primer ataque a la Fuerza Pública sobre la vía que conduce a San Vicente del Caguán, donde murieron 27 soldados.

Fue tanta la fuerza que tuvo el Frente 14 en el bajo y medio Caguán que cuando el entonces presidente Álvaro Uribe (2002-2010) arrancó con la Seguridad Democrática y el Plan Patriota, inició por la vereda Peñas Coloradas de Cartagena del Chairá—donde fue reclutada Camila—, una de las zonas donde aún la presencia de grupos residuales de las Farc, del exfrente 14, es constante y así, el reclutamiento forzado e ilícito de menores. 

El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en 2017 a través de su informe: Una guerra sin edad, informe nacional de reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes en el conflicto armado, señaló que entre 1979 y 1996, uno de los municipios más afectado por el reclutamiento forzado e ilícito fue San Vicente del Caguán, junto a Medellín y San José del Guaviare, sumando en conjunto más de cien menores reclutados. Por su parte, el Registro Único de Víctimas (RUV) entre 2014 y 2015 documentó en el Caquetá 511 casos. 

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Ellos presionaban no solamente a mi hermana, que era muy bonita, y a mi papá, para que les hiciera favores como fuera, sino que fue a todo mi núcleo familiar, incluso, también creo que en el Caguán no solamente fue mi familia. Fueron muchas personas, demasiadas, que uno sabe que fueron víctimas de las Farc. Para ellos era muy importante la cantidad de hijos que tuviera alguien, que tenía mi papá. Sabían que ellos ofreciéndonos un plato de comida, ofreciéndonos estudio o algo así, tenían derecho... se nos llevaban.

Además, si le soy sincera, todos en mi familia participamos. Mis hermanos mayores fueron los mandaderos. (...) Les daban plata, les pagaban muy bien para que descargaran los botes de alimentos para ellos. (...) De esa manera ellos empezaron a endulzarlos, endulzar a mi familia, y usar a mis hermanos. Entonces, cuando ya había combates, mandaban a mis hermanos para que fueran a tal campamento a llevarles bultos de pan, gaseosa, y cosas. Nosotros éramos doce, pero estamos vivos diez. 

En ese sentido participaron mis hermanos. ¿Quiénes estuvimos allá? uno de los hermanos mayores que se llama Juan* estuvo allá, que a él si se lo llevaron un tiempo, y mi hermano Carlos* que era uno de los menores, también estuvo allá… y no fue tanto como mandaderos, sino que los tenían veinte o quince días, y los volvían a mandar para la casa, pero ya eran unos milicianos. Uno tenía doce años, y el mayor entre catorce y quince años. 

El día que a mi se me llevaron fueron cuatro los niños reclutados, la mayor tenía 11 años. La primera noche nos tocó dormir a todos en unas hamacas, casi unos encima de otros, prácticamente. Pero como supuestamente nos llevaban a estudiar a todos, entonces la vaina era que esperaríamos para llegar a la escuela (...) y nosotras con la ilusión, y pasaban los días, y pasaban los días, luego fueron pasando los meses, y los años y eso nunca pasó. Y allá como al mes, ya se acabó el dulcecito y la mentira, ya se empezó a ver la verdad.

Tuve muchos castigos. Me amarraban (...) todo un día me tuvieron así amarrada, tuve mucha sed, pero la orden era que quien se me acercara a pasarme agua lo mataban. A veces cuando a uno le tocaba ranchar, y no ranchaba bien, o no podía con el equipo de víveres, y eran muchas las horas que tocaba caminar, y yo me caía al piso con esos víveres, entonces me sacaban una pistola, y decían que si no caminaba me daban en los pies, osea, camina o camina. Y pues la verdad uno quemado, cansado, imagínese usted.. y para llegar hasta el destino que ellos decían. 

Tuve abuso sexual (...) yo muero con ese dolor, yo vivo a diario con esto. Lo tengo atado, es una atadura. Un muchacho llamado Gustavo* fue el primero que me violó, en una hamaca. A él lo dejaron de comandante como ocho o quince días, y en ese momento tenía como diez años. Y en mi casa también, yo ya había vivido eso, con mi familia, con mis hermanos, y yo llegué a odiar a mi mamá, porque cuando le conté que estaba siendo abusada, ella por miedo no me creyó. 

Sobreviví bajo la costumbre porque era saber que aunque uno sufría, había que aceptar, como que esa es la vida de uno, y que ahí usted va a morir por su patria supuestamente. Ese es el principio, los primeros dos o tres años. Hasta que uno asimila que la vida está ahí. Hasta que me escapé. Estaba prestando guardia con dos compañeros más. Esa noche yo le entregué guardia a dos compañeros y escuché que uno le decía al otro que se quería volar. El muchacho se quería ir era porque la mamá se le estaba muriendo. Pidió permiso y no lo dejaron ir, y estaba cerca (...) entonces yo me quedé viéndolos y les dije que yo también me quería escapar, y que estaba muy aburrida. 

(....) Escuchamos que estaba el ejército por ahí y que a nosotros nos tenían en campamento de seguridad debido al Ejército, y nosotros aprovechamos para poder volarnos. Uno se encontraba un campesino y a uno le daba ganas de matarlo porque uno creía que era gente que estaba investigando si uno estaba por ahí. Fue caminar por puro monte y agua.

Desde entonces me persiguen. He estado en varias ciudades del país, y la persecución no termina. Yo ya no estoy allá, pero mis hermanos sí y mi papá, porque mi mamá hace poquito se murió de cáncer, y yo creo que eso fue de ver a sus hijos sufrir tanto, a su esposo, porque ella se desmayaba cuando se le llevaban a uno de sus hijos. Tuve que ver cómo moría desangrándose por el cáncer. Y bueno, ¿a mí por qué me persiguen? porque una parte de la gente que me reclutó siguen allá y conocen a mi familia.

Ellos creen que uno tiene mucha información y como nosotros desde niños viendo tanta cosa (...) hoy por hoy, mucha gente está denunciando, entonces no les conviene que se haga. (...) Esa es la rabia de ellos y él temor de ellos hacía mí (...) mantienen preguntando por mi. A mi papá incluso le han dicho que por ahí me han visto en redes sociales, y que entonces cuándo la va a traer. Dándole a entender que mantienen pendiente de mí (...). Me he tropezado con varios que han estado por allá (...) y que salen de allá a hacer alguna investigación o a llevar y traer información. 

El reclutamiento mío no fue sino el inicio, a mi eso me persigue a todas partes, osea, fuera del dolor de lo que viví, esa gente no me deja en paz, me sigue amenazando e intimidando. Yo a nadie le había contado esto antes, me pueden matar. He cambiado varias veces de número telefónico, de ciudad, y ni se diga mi papá o mis hermanos, me llaman llorando y desesperados. Ahora tengo 28 años, la vida no ha sido fácil. Mi sueño era ser enfermera, no irme a la guerra. 

La guerra le robó a Camila su niñez, parte de su adolescencia, y podría decirse que también lo está haciendo con su adultez. Hasta el momento no ha recibido un acompañamiento psicológico, solo protección por las fuertes amenazas de las que ha sido blanco, con el apoyo del Colectivo Antimilitarista Mambrú, en el que están vinculadas más de 200 personas del Caquetá, Huila, Meta, entre otros departamentos, víctimas de reclutamiento y utilización en la guerra, que esperan ser acreditadas por la Justicia Especial para la Paz (JEP), en su caso 007: Reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes al conflicto armado. 

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Durante el 2020 la Defensoría del pueblo emitió 46 alertas tempranas que estuvieron 
estrictamente vinculadas con el riesgo de reclutamiento forzado a menores de edad, en 26 de los 32 departamentos de Colombia. Situación que se agudizó con la pandemia del Covid-19, puesto que se perpetraron 83 reclutamientos forzados a menores de edad, donde la lista fue encabezada por el Caquetá, con 21 casos, y el Cauca con 19. 

La entidad también evidenció a través de su informe Dinámica del reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes en Colombia, emitido en 2021, que los grupos armados irregulares vinculan de manera forzada e ilícita a niños, niñas y adolescentes a sus filas para fortalecer su control y expansión territorial. Acuden al mecanismo de la utilización —además del reclutamiento— a través del “campaneo”, es decir, que sirvan de informantes y vigilantes para el traslado de drogas y la presencia personas ajenas al lugar, al igual que por medio del transporte de insumos para las economías ilícitas, consumo de estupefacientes, abuso y explotación sexual. 

La Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia (Coalico), en su boletín número 25, señaló que durante el primer semestre del 2021 se registraron en el Caquetá dos eventos en los que hubo reclutamiento y vinculación ilícita de menores, explicando que en este departamento, la situación es tensa. La presencia de grupos residuales de las Farc generan pánico entre la población, las masacres regresaron, y con ellas las amenazas, el reclutamiento de menores, y el temor a denunciar. Además, se documentaron algunos hechos en los que utilizaron el engaño, ofreciendo trabajos en fincas y en obras de construcción, la amenazas a seres queridos, o la persuasión, a través del acceso a cargos donde tendrían poder. 

Monica*, una lideresa del Caquetá, cuenta que: 

—La gente tiene pánico, la gente tiene mucho miedo de las represalias que pueda tomar el actor armado ante una denuncia (...) Si usted denuncia, usted se tiene que ir y toda su familia, y pues obviamente, eso genera una situación de desplazamiento muy compleja.
—¿Qué están haciendo las autoridades? 
—Hay una percepción desde el común de la gente y es que los chicos no son reclutados forzosamente sino que quisieron irse. Y así, desde los funcionarios. 
—¿Y eso por qué? 
—Porque a veces no es a la brava, y es muy grave en la medida que eso no permite visibilizar la afectación, y el delito, y de alguna manera legitimar el accionar de los grupos, y deslegitima a los menores. 
—¿Cómo así?
—Motivados por el poder, por el dinero, por las armas, (...) y pues obviamente no hay denuncias. Le cuento, cada vez son más jóvenes quienes comandan los grupos. Pelados que no superan la mayoría de edad, y los pelados se conocen esos territorios como la palma de la mano. 
—¿Así de grave?
—Si, es que como están ahora disputándose todo esto acá, entre disidencias de la Carolina Ramirez y la Segunda Marquetalia, entonces no duran, los matan rápido. Sigue otro, y otro. La necesidad siempre gana. 

La Defensoría del Pueblo, regional Caquetá, también ha evidenciado durante el 2020 y 2021, que además del temor a denunciar, la gente desconfía de las instituciones del Estado, por tanto los casos no logran ser registrados, y denunciados a través de la Red Nacional de Información, Vivanto, del Ministerio del Interior. Los municipios más afectados han sido Puerto Rico, San Vicente del Caguán, Cartagena del Chairá y Solano. 

Julia Castellanos, coordinadora del Observatorio de Niñez y Conflicto Armado de la Coalico (ONCA), explica que el temor a la denuncia también ha generando un subregistro para el 2021. “Para el Caquetá por ejemplo, en municipios como Solano o San Vicente del Caguán se han presentado entre 15 y 17 casos, donde buena parte de las víctimas pertenecen a comunidades indígenas, pero esto se ha convertido en un secreto a voces y la atención del Estado se ha reducido a la presencia militar”. 

En el Caquetá actualmente opera el grupo armado residual Gentil Duarte e Iván Mordisco en los municipios de Rionegro, San Vicente del Caguán, Remolino, y Cartagena del Chairá, algunos bajo el mando de su Frente Carolina Ramirez, y la Segunda Marquetalia. Además del grupo post desmovilización paramilitar Comandos Bolivarianos de la Frontera, y el grupo armado delincuencial Los Caqueteños.

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Hasta el momento Camila no ha iniciado su proceso de reconocimiento como víctima de reclutamiento forzado ante la JEP. Solo ha recibido apoyo para acceder a medidas de seguridad y protección, entre esas, el traslado a la ciudad donde se encuentra en estos momentos. Para ello le fue tomada una declaración, donde explicó las formas como ha sido amenazada, y los posibles atentados. Fue a través de Bernabé Plazas Hoyos, quien fuera representante de una de las Mesas de Participación Efectiva de las Víctimas en Colombia y de la Fundación Peñas Vive, junto con el apoyo del Colectivo Antimilitarista Mambrú, que pudo acceder a este plan de protección. 

Dice no estar interesada en recibir una reparación económica por parte del Estado, a lo mejor verdad, pero sobre todo apoyo psicológico. No sabe hasta cuándo tendrá el amparo de la persona que la escolta, porque está próxima a vencerse la medida de protección, y no sabe si la renovarán. Además, cuenta que desde que la recibe, la persecución aumentó, y con esta las amenazas. 

Está explorando la posibilidad de conversar con uno de los abogados que está acompañando a víctimas de reclutamiento forzado e ilícito ante la JEP a través de la Coalico, pero antes necesita resolver si continuará o no con sus medidas de protección, porque le han dicho que debe salir del lugar en el que se encuentra en estos momentos, y eso significa dejar a un lado lo poco que ha construido en este último año, e iniciar de cero en otra zona del país. Está cansada de estar de un lado para otro, en donde todos y todas le resultan desconocidos, y cualquiera podría ser un enemigo. 

Precisamente Juan Manuel Martinez, uno de los abogados de la Coalico que acompaña a de algunas víctimas para acreditarse ante la JEP en el caso 007 Reclutamiento y utilización de niñas y niños en el conflicto armado, explica que para el caso de Camila “lo que se busca en primer lugar es determinar la existencia y funcionamiento de la política de reclutamiento respecto de las Farc, de niñas y niños, es decir, personas menores de 18 años e investigar qué otro tipo de conductas asociadas a ese reclutamiento se dieron, y sancionar a los máximos responsables de cometer esas conductas. Cerca de 18.700 personas podrán acreditarse, eso dijo la JEP en su último auto, el Auto 159 de agosto de 2021”. 

Este caso investiga los delitos de reclutamiento y utilización de niñas y niños cometidos por integrantes de las Farc y de la fuerza pública, entre el 1 de enero de 1971 y el 1 de diciembre de 2016. Otros hechos victimizantes relacionados con este delito son el abuso y violencia sexual, aborto y anticoncepción forzados, tortura, desaparición y homicidio. 

De acuerdo con el informe que entregó la Fiscalía a la JEP, y con el que esta última abrió el caso 007, el conteo desde el año 1975 hasta 2014 era de 11.556 menores reclutados por esa guerrilla. Hoy, quienes buscan acreditarse son personas adultas que fueron reclutadas o reclutados siendo menores de 18 años. 

Desde la Observatorio de Niñez y Conflicto Armado de la Coalico (ONCA), Julia Castellanos señala que la importancia de la verdad de las víctimas, también se debe a que, si bien “las primeras audiencias fueron versiones libres, que le permitieron al despacho conocer un poco la narrativa de estos excombatientes que están en este proceso de justicia transicional, (...) se dan entonces estos escenarios, que no son nada fáciles porque pueden ser revictimizantes (...) pero que son lastimosamente necesarios para ubicar en este proceso de justicia transicional, para mirar esas posibilidades en términos de justicia real, y de garantías de no repetición”.

Por eso, los relatos como el de Camila son cruciales, porque son un voto de confianza, un derecho a la justicia, y una forma de romper con la pandemia del silencio y el miedo. Que Camila hablará conmigo, me contara su historia, una que quizá una buena parte del país conoce, pero se desdibuja con facilidad, no fue cosa sencilla. Nos tuvimos que esconder. Ella me vió todo el tiempo con sospecha, nunca antes había compartido su historia, apenas si lo hizo para pedir protección, y ahora que está buscando la manera de acercarse a la JEP, aunque no confíe del todo en ella, parece que eso podría devolverle un poco la esperanza.

*Sus nombres fueron cambiados por cuestiones de seguridad. 
 

Actualizado el: Jue, 11/04/2021 - 22:29